El 25 de agosto murió el director de cine William Friedkin, a los 87 años. Si bien su producción fue irregular y es mayormente anodina, hizo contribuciones centrales para la Nueva Hollywood, uno de los momentos más intensos y queribles del cine estadounidense.

Los términos Nueva Hollywood, American New Wave y Auteur Renaissance a veces se mencionan como sinónimos, pero podrían verse también como facetas diversas de un fenómeno complejo que queda grande para cualquier etiqueta. Ese fenómeno surgió en un momento de crisis, a fines de los años 1960, y se extendió hacia inicios de los años 1970. Luego del auge absoluto de frecuencia al cine, que había ocurrido en 1946, la industria cinematográfica estadounidense sufrió golpes muy duros. Por un lado, el sistema de estudios empezó a debilitarse como consecuencia de una acción gubernamental antimonopólica, sacudiendo la estructura institucional misma de lo que se llamaba Hollywood. Por otro lado, la televisión empezó a robarle al cine una cantidad creciente de espectadores. Hubo también factores culturales: acostumbrado a hacer productos adecuados a la sociocultura de la preguerra, el sistema hollywoodense necesitó un reacomodo para poder acompasarse con la novedosa cultura específicamente juvenil, así como a un incremento significativo del porcentaje de población con un nivel educativo más elevado, y tuvo que reafinar su puntería, sus criterios, sus gustos e incluso su modo de producción.

Los intentos de solucionar esa crisis terminaron abriendo nuevos espacios: una vez que el entretenimiento “para toda la familia” había sido acaparado por la televisión, fue una cuestión de supervivencia para el cine eliminar las estrictas reglas de autocensura que habían estado vigentes hasta ese momento. Ello fue fundamental para captar un público más maduro, más crítico, especialmente el público joven adulto de los baby boomers. El llamado código Hays, de autocensura, fue abandonado en 1966 y dos años después fue sustituido por un sistema de clasificación por edades, que persiste hasta hoy y que reflejaba la nueva tendencia sociocultural a la segmentación del mercado. Eso implicó una nueva apertura hacia sexo y violencia, visiones más ambivalentes de la criminalidad y de la ley, y otras complejidades conceptuales. En un momento en que los productos concebidos expresamente por los grandes estudios rara vez estaban dando en el clavo, empezó a quedar claro para los propios productores que había que abrir la cancha hacia creadores que tenían una sensibilidad afín con los jóvenes que constituían el nuevo nicho de público. La disminución de la producción del cine hollywoodense resultó en una presencia más grande de cine extranjero en las pantallas de Estados Unidos, y muchos jóvenes creadores empezaron a foguearse con las novedades oriundas de Francia, Suecia o Italia. Hacía varias décadas (desde el impacto del expresionismo alemán) que el cine estadounidense no sufría una influencia tan fuerte del cine europeo.

En esas circunstancias fueron surgiendo los cineastas más fuertemente asociados a la etiqueta Nueva Hollywood, como Francis Coppola (ópera prima en 1963), Woody Allen (1966), Martin Scorsese (1967), Peter Bogdanovich (1968), Brian De Palma (1968), Friedkin (1968), David Cronenberg (1969), George Lucas (1971) y Steven Spielberg (1971).

Entre muchas otras cosas que ocurrieron en esos años fermentales, ese período alrededor de 1970 se caracterizó por películas de género que se esforzaban por ser menos de género. Un público relativamente educado y más exigente pudo disfrutar de géneros asociados a esquemas de producción baratos, como el policial, el terror, la ciencia ficción o los gánsteres, realizados con mejores recursos de producción y actores de primera línea, con guiones más complejos, con antihéroes llenos de oscuridades y villanos que no eran del todo malos, actuando en sociedades y sistemas políticos más que imperfectos, y sin ese tipo de resoluciones plenamente satisfactorias en las que ya nadie parecía creer. Esa tendencia duró hasta Star Wars (1977), de Lucas, que obró como una reacción y funcionó como un destape para toda una generación que parecía guardar el deseo de usar el cine para darse la libertad de fantasear con un universo de valores unívocos, héroes buenos y carilindos enfrentados a villanos siniestros y feos, música sinfónica épica orientando cada etapa del discurso y consagrando el happy end. Es como que, después de tanto realismo y autocrítica, hubiera emergido la vindicación del derecho moral de enajenarse tranquilamente. Friedkin nunca terminó de hallarse plenamente en esa nueva era que se abría con Star Wars, pero su presencia en la historia del cine está garantizada por las películas que dirigió en el período previo, en 1971 y 1973.

Foto del artículo 'William Friedkin, un exponente de la Nueva Hollywood'

Formación y auge

William Friedkin nació en 1935 en Chicago, nieto de inmigrantes judíos ucranianos escapados del violento pogromo de 1903. Decidió ser cineasta cuando vio Citizen Kane (El ciudadano, de Orson Welles, 1941). Con 16 años empezó a trabajar en una emisora televisiva y a los 18 empezó a dirigir programas y documentales para televisión. Esa formación básica en el ámbito televisivo es un rasgo que comparte con otros cineastas vistos, según el marco conceptual de cada historiador, como precursores de la Nueva Hollywood, o como sus primeros integrantes —Robert Altman, Martin Ritt, Arthur Penn, Sidney Lumet, Sam Peckinpah, Norman Jewison, John Frankenheimer, Paul Mazursky—. Entre otras cosas que Friedkin hizo para televisión consta un episodio (1965) de The Alfred Hitchcock Hour, bajo la tutoría del maestro. En 1967 dirigió su primer película para cine. La tercera, Los muchachos de la banda (1970), transcurre enteramente en una fiesta de cumpleaños en la que los participantes son todos gays. Esta película tuvo su papel en reforzar en el cine mainstream una visión franca, ni avergonzada ni reprobatoria ni cómica, de la homosexualidad masculina.

La cuarta película fue The French Connection (Contacto en Francia, 1971). Sepan perdonar si es una exageración de melómano, pero ya la música demencial que Don Ellis compuso para la apertura, con sus acordes chillones de trompetas microtonales sobre el machaque de unos golpazos graves y unos ruiditos electrónicos haciendo una rítmica tipo télex, debería bastar para ubicar esta película entre los mejores thrillers de todos los tiempos. Ese relato de las investigaciones realizadas por una dupla de detectives que llevaron al descubrimiento y desmantelamiento de la ruta del narcotráfico que pasaba por Marsella para arribar a Estados Unidos está contado con una fuerte influencia del cinéma vérité y de dos películas que marcaron sus respectivos momentos: Sin aliento (1960), de Jean-Luc Godard, y Z (1969) de Costa Gavras. Con esta, incluso, The French Connection comparte al actor Marcel Bozzuffi, que hace de villano en ambas. (Quizá pueda verse como un síntoma de su atracción por la nouvelle vague el que en 1977 Friedkin se haya casado con la actriz francesa Jeanne Moreau).

The French Connection está rodada estrictamente en locaciones —en su mayoría lugares sucios, húmedos, derruidos—. Los exteriores son mayormente “robados” (es decir, se filmó sin autorización municipal, sin bloquear las calles, y la mayoría de los “extras” no son propiamente extras, sino gente que estaba en la calle en ese momento y que quizá ni siquiera era consciente de estar siendo filmada), lo que puede haber contribuido a la sensación adrenalínica de esta película. La mayoría de los policías que aparecen en escena son policías reales, y varios de los locales mostrados son los lugares en que los hechos transcurrieron en la realidad. La heroína que aparece en pantalla es real, requisada por la Policía, así como es real el producto usado para testearla. Los actores no usan maquillaje, hay varios planos hechos con cámara en mano y algunos travellings hechos con sillas de ruedas (como en Sin aliento), expresamente para evitar una sensación demasiado prolija. En el rodaje casi no se usó guion, y las improvisaciones de los actores fueron supervisadas por los propios detectives que habían protagonizado la historia real. La película luce muy bella, pero es una belleza desprolija y desencajada, en la que abundan los momentos en que la cámara pierde el foco o el control del encuadre, o en que la iluminación es imperfecta y no muestra “correctamente” los rostros de los personajes.

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Está también, por supuesto, una de las escenas de persecución en auto más furibundas y excitantes de la historia del cine. Y está esa manera franca de encarar los procedimientos policiales, sin omitir los aspectos de prepotencia (dirigida con mucho más frecuencia hacia negros que hacia blancos), violencia abusiva y otras violaciones a los protocolos avalados por la ética. Estos policías que tienen que comer pizza fría mientras vigilan la cena de los narcos en un restorán elegante están desprovistos del glamur asociado a James Bond o incluso al contemporáneo Dirty Harry (que apareció por primera vez en pantalla el mismo año que The French Connection, 1971): Popeye, el héroe principal actuado por Gene Hackman, está disfrazado de Papá Noel cuando persigue un sospechoso por las calles. Logra liquidar a uno de los principales villanos, pero lo hace con un tiro por la espalda. El final no llega a resolver cabalmente el caso y queda mancillado por un error fatal. El código Hays imponía que los criminales siempre fueran punidos, pero ya aquí algunos son muertos o capturados, pero otros zafan. Al líder de los villanos lo vemos en un momento de ternura con la novia, algo propicio a generar empatía, y en cambio de la vida afectiva de Popeye lo único que vemos es algún levante callejero, incluido el episodio bochornoso de la mina que lo deja esposado a la cama y se raja.

The French Connection fue la tercera mayor boletería de 1971 en el mercado norteamericano, y la mayor taquilla global de ese año. Ese éxito fue confirmatorio de la existencia de un público preparado para disfrutar una película de acción desprovista de una catarsis plena y de moraleja unívoca. Al año siguiente, la número uno absoluta fue El padrino, de Coppola. En 1973 la posición le tocó a Friedkin con El exorcista (1973). En valores ajustados según la inflación, esta película tiene la novena mayor recaudación de todos los tiempos en el mercado norteamericano. Era parte de la sensación de madurez del cine de ese momento una construcción lenta, la presuposición de un público dispuesto a esperar un rato antes de que ocurra nada sensacional, para luego disfrutar de un desarrollo más complejo. En El exorcista no ocurre nada realmente inquietante (más allá de algunos síntomas que podrán ser interpretados en forma retroactiva) antes de la primera media hora, y nada realmente asustador hasta los 45 minutos. Luego de ello, en el juego sadomasoquista que está en la base del género terror, el público podía regodearse con su dosis de vómito verde, la autoviolación de una púber de 12 años con un crucifijo, y la cabeza que gira 180 grados hasta mirar hacia su espalda. Salvo en el tramo final, el del exorcismo, cuando la película gana unos visos góticos, es una película diurna y moderna, a la manera de El bebé de Rosemary (1968). Como en esta, tenemos un largo tramo de ambigüedad entre lo que pudo ser un fenómeno realmente sobrenatural y las meras consecuencias de una perturbación psiquiátrica profunda, que aquí funciona como alegoría hiperbólica del proceso de transición de la infancia hacia la adolescencia. La película desperdiga pistas sobre factores que podrían haber contribuido a generar ese estado en la pequeña Regan, y además varias minucias psicológicas sobre el padre Karras (conflictos culposos vinculados a su madre, la opresión de la condición de inmigrante), incluida una escena de pesadilla con un dejo surrealista. También hay un detective cinéfilo, suave pero implacable, que hubiera podido ser actuado por Lino Ventura.

El exorcista se convirtió en un punto de referencia cultural. Recuperó la táctica industrial de las continuaciones de las películas de terror exitosas (la franquicia lleva cinco películas estrenadas, una por estrenar en octubre, y dos más en proyecto). Puso de moda el asunto de la posesión demoníaca en el cine de terror, que vive y lucha (este año nomás tuvimos Ofrenda al demonio y El exorcista del papa). También ayudó a establecer el formato de mundo posible cinematográfico en que el catolicismo es el único tipo de cristianismo existente y representa la fe verdadera, contra la que se alzan los demonios verdaderos.

El largo después

En el medio siglo transcurrido desde El exorcista (debidamente celebrado con una función en Cinemateca el fin de semana pasado), Friedkin dirigió 14 películas de ficción, aparte de un puñado de documentales. Ninguno de esos títulos llegó ni cerca de los hitos mercadológicos y culturales que fueron The French Connection y El exorcista. El prestigio de estas dos películas es tal que nunca faltaron espectadores dispuestos a darle una chance más luego de la enésima decepción. A cada lanzamiento investido de una mínima expectativa de seriedad, los mayores festivales del mundo se abrieron a recibirlo (Bug se estrenó en Cannes en 2006 y Killer Joe en Venecia en 2011). Ninguna ganó ningún Oscar, y en cambio varias de ellas tuvieron buena presencia en los Razzies, que premian los peores desempeños de cada año.

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Probablemente sea vana la búsqueda de cualquier característica autoral en el cine de Friedkin. Mirando Sorcerer (El salario del miedo, 1977) uno podría considerar el retrato de la miseria extrema, los personajes moralmente turbios y varias escenas sensacionales, pero es muy difícil remontar la noción de que es un remake del clásico de Henri-Georges Clouzot de 1953, y no quedaba mucho por aportar. Si en varios títulos uno podría señalar una cierta propensión blandamente contracultural o izquierdosa, se puede indicar que en su retrato de una dictadura bananera ridícula en Deal of the Century (1987) también los guerrilleros de oposición son ridículos. Y Reglas de combate (2000), más allá de una historia interesante, de una buena realización y de la participación destacada de Samuel L Jackson, parece estar diciendo que los marines tienen una moral férrea y que las denuncias de crímenes de guerra perpetrados por el ejército estadounidense se deben únicamente a un manejo pérfido de políticos que nunca se jugaron el pellejo por su patria.

Varias de sus películas, como es el caso de las tres nombradas en el párrafo anterior, son muy bien hechas, se nota la mano de un director competente. Pero hay también algunos casos poco explicables de películas que hacen pensar en lo que, en aquellos tiempos, solían ser las producciones hechas para televisión o para ser lanzadas directo a video. Hubo una gran expectativa con The Guardian (1990), primera (y única) incursión de Friedkin en el terror luego de El exorcista, pero la película roza lo ridículo con sus diálogos malos, actuaciones pobres y sustos tontos. Lo mismo se puede decir del thriller Jade (1995). Sus producciones más prestigiosas (Los muchachos de la banda, Bug y Killer Joe) tienen en común el hecho de que son adaptaciones teatrales que no ponen empeño alguno en disfrazarlo, y disfrutar de ellas depende mucho de la propensión del espectador a dejarse seducir por esa rutina narrativa basada en encuentros, momentos de explosión emotiva que son también, supuestamente, de lucimiento actoral, soliloquios, entradas y salidas en escena.

Lo más cercano que estuvo Friedkin de hacer lo que todos esperamos de él, es decir, una nueva película en la veta de The French Connection, fue Vivir y morir en Los Ángeles (1985). Aquí regresa el perfil del detective de proceder cuestionable, pero al que podemos adherir por su compulsión por combatir el crimen (que aquí es la falsificación de moneda). Tenemos el build-up lento, el final inesperado e incluso la superescena de persecución en auto, que está buenísima. El problema mayor es que los villanos, interpretados por Willem Dafoe y John Turturro, tienen muchísimo más carisma que la pareja de detectives, actuada por William Petersen y John Pankow, tristísimos ocupantes de una posición que en The French Connection había correspondido a Gene Hackman y Roy Scheider. Y la vueltita de tuerca del epílogo, para generar un cierre llamativo, es bobísima.

Si bien Friedkin no hacía una película de ficción nueva desde Killer Joe, antes de morir dejó pronta The Caine Mutiny Court-Martial, estrenada en setiembre en el Festival de Venecia. Es otra adaptación de obra teatral (una que fue adaptada previamente por Edward Dmytryk, Franklin J Schaffner y Robert Altman). No es un proyecto muy alentador que digamos, pero creo que ningún cinéfilo dejará de rendirle al director el honor póstumo de mirarla con respeto. Al fin de cuentas, el director no es cualquiera: es el tipo que hizo The French Connection y El exorcista.