Las biopics suelen rendir tributo a grandes personalidades y casi siempre tienen un tinte nacionalista. Maestro enfoca a Leonard Bernstein (1918-1990), “el primer gran director de orquesta estadounidense”, también un gran compositor. Vino fogueada por al menos dos producciones muy prestigiosas recientes: West Side Story (Steven Spielberg, 2021) reflotó el archifamoso y revolucionario musical (1957) con música de Bernstein; en Tár (Todd Field, 2022) Bernstein fue un personaje oculto importante, en tanto mentor de la ficticia directora de orquesta epónima.

Las biopics también funcionan como difusión entretenida: son una forma fácil y agradable de llenar baches de conocimiento y, por otro lado, suelen suscitar una bienvenida oleada de curiosidad por más información. Por ejemplo, el extracto de video del verdadero Bernstein dirigiendo los tres minutos finales de la Segunda de Mahler en la catedral Ely en 1973, posteado hace una semana en Youtube con la etiqueta “Asista al verdadero Maestro”, ya llegó a 370.000 vistas, y sospecho que la mayor parte de las 39.000 vistas de la versión integral (que dura una hora y media) de esa ejecución maravillosa deben haberse dado en ese mismo lapso. A su vez, quienes ya son conocedores y admiradores del personaje en cuestión vivencian el placer de “estar allí” y poder visualizar los grandes mojones de una historia que para ellos puede tener valor de mito. En este último sentido, Maestro es medio tacaña, una vez que omite casi todos los mojones de la trayectoria de Bernstein, excepto su llegada-relámpago al estrellato cuando tenía 25 años (1943) y le tocó suplantar a Bruno Walter, que estaba seriamente engripado, al frente de la Filarmónica de Nueva York en el Carnegie Hall.

En tiempos recientes, las biopics se convirtieron en un género especialmente ubicado como para disputar premios. Por un lado, el vínculo con esos personajes históricos les otorga prestigio. Por otro lado, ese prestigio suele amplificarse cuando la película funciona como reivindicación de otros marcos identitarios (entre los que están en la agenda del momento) interseccionados con lo nacional. En el caso de Maestro está, sobre todo, el hecho de que Bernstein era bisexual, y hay además una escena que refiere a las resistencias del medio musical más conservador por el hecho de que fuera judío. Además, el protagonista interpreta a un personaje que efectivamente existió, y eso establece un criterio objetivo, imitativo, para el desempeño actoral, que funciona muy bien con la disposición tipo “deporte olímpico” que suelen revestir las valoraciones expresadas en nominaciones y entregas de premios cinematográficos, muy especialmente en la cultura yanqui. Maestro cumple con creces en esos rubros.

Bradley Cooper personifica en forma increíble a Bernstein, con la ventaja de que no sucumbe a la tentación de sobreactuar sus gestos característicos –una tentación que convirtió en caricaturas grotescas al Winston Churchill de Gary Oldman (Las horas más oscuras, 2017) o al coronel Tom Parker de Tom Hanks (Elvis, de Baz Luhrmann)–. Está todo ahí: su exuberancia, su carisma, su sed de vivir y de comunicar. Cooper comentó lo difícil que fue para él intentar emular el estilo extravagante de Bernstein dirigiendo, su gracia coreográfica combinada con instrucciones precisas y su expresividad contagiosa. Frente a ello, tomó la decisión de pasar seis años estudiando nomás los seis minutos finales de la Segunda Sinfonía de Mahler, emulando la citada ejecución en la catedral de Ely. Es el único momento más o menos extenso de la película en que tenemos a “Bernstein” efectivamente dirigiendo, pero ¡qué momento! La escena queda especialmente valorizada por aparecer recién a la hora y media de metraje. Es notable saber que ese momento de música continua, en vivo, está efectivamente dirigido por Bradley Cooper, y no sólo la mímica sino el resultado sonoro son convincentemente bernsteinianos. Es realmente una proeza.

Lo de Cooper fue objeto de controversia porque, para acentuar su parecido con Bernstein, se aplicó una nariz prostética (el trabajo de maquillaje, que además de la nariz incluyó las diferencias entre el Bernstein de 25 años y el de 70 en las escenas finales, es tan imponente que el maquillador Kazu Hiro aparece nombrado entre los créditos principales de la película). Hubo quienes acusaron ese agrandamiento de nariz como un caso de Jewface, es decir, acentuación de rasgos físicos judíos desde una perspectiva antisemita. Es difícil encontrarle el sentido a esa crítica: la nariz acentúa el parecido físico con el Bernstein real, que era narigón. ¿Dónde estaría lo despectivo?

En cuanto director-actor, Cooper puso un especial énfasis en el aspecto actoral, el propio y el de la coprotagonista Carey Mulligan, quien hace de Felicia Montealegre, esposa de Bernstein. En este caso no hubo un empeño especial por imitar a la persona real (por más que una de las escenas de la película sea la versión ficcionalizada de una de las pocas entrevistas registradas en video con la propia Montealegre), pero Mulligan hace lo suyo con especial intensidad, discreción y fluidez. Para poner de relieve las actuaciones, hay unos cuantos tramos continuos, tomados en un solo plano. El momento en que el doctor comunica el diagnóstico de cáncer (que terminará llevando a la muerte de Felicia) consiste en un plano de dos minutos y medio, con acercamiento progresivo de la cámara hacia la pareja.

Si esos planos continuos pueden verse como una abdicación del estilo cinematográfico en pro del material profílmico (en este caso, el desempeño de la pareja de actores), hay varios componentes bien estilísticos en la película. Hay ángulos llamativos, movimientos de cámara sensacionales, una diferencia de formato entre las escenas marco (una entrevista televisiva a Bernstein hacia el final de su vida, en el estándar actual de 1,85) y el relato biográfico en flashback (en el formato clásico más angosto, de 1,33), y una diferencia entre el blanco y negro de las escenas entre 1943 e inicios de la década de 1960 y el color a partir de entonces. En la sección en blanco y negro hay unos atajos fantasiosos de falsa continuidad: Lenny contesta el llamado convocándolo a suplantar a Walter, se va de ahí corriendo en bata hacia el Carnegie Hall vacío y luego de un movimiento de cámara aparece vestido de traje para entrar al escenario frente a la sala repleta de público. En otro momento, pasamos, también con un movimiento de cámara trucado, de un ensayo de una obra actuada por Felicia en el escenario vacío al estreno en sala llena. En otro momento, Felicia manifiesta ganas de conocer el tipo de músicas más populares de Bernstein, sobre las que él manifiesta cierto menosprecio, y de la nada se materializa una especie de ensayo del ballet Fancy Free (1944), y de pronto está el propio Bernstein entre los bailarines vestidos de marinos. Ese tipo de recursos desaparece en la parte en color, que, en cambio, tiene planos fijos extensos en los que los personajes apenas se distinguen (por ejemplo, el diálogo entre Lenny y Felicia, durante casi un minuto y medio, bien a lo lejos y medio bloqueados por una portera). Quizá el objetivo de esa diferencia haya sido el de colorear ambos momentos con características asociadas a sus respectivos tiempos: el blanco y negro y el tipo de fantasía característica de los musicales, y luego el color, naturalismo y cierta dificultad formalista característica del modernismo político (por ejemplo, Theo Angelopoulos), que además se corresponden respectivamente con la ilusión juvenil en la construcción de la pareja y luego la desilusión y el desgaste, con el incremento en las infidelidades de Lenny, de las épocas más maduras.

Ahora bien, si la película tiene mucho de lo bueno que suele tener una biopic, tiene también casi todo lo malo que suele afectar al género, agravado por un guion particularmente torpe. En la necesidad de buscar un eje dramático más cercano a lo clásico, los realizadores optaron por concentrar la narrativa en la pareja. A la larga, la carrera y el arte de Bernstein terminan siendo un mero perfume de prestigio, fruto de esa intuición no dicha de que los dramas de los famosos son más dramáticos, o más bonitos y “artísticos”, que lo que hubiera sido un relato de una pareja cualquiera en que uno de los dos no pudiera resistirse a tener vínculos paralelos con personas de su mismo sexo en una época en que la homosexualidad era tabú. De la dirección orquestal de Bernstein, sólo sabemos que fue reconocido y tenemos la muestra gráfico-auditiva en la magnífica escena de la catedral de Ely, pero no hay referencia alguna a sus características, su estilo, su elección de repertorio. Menos aún con respecto a sus composiciones. La interacción de ese aspecto artístico con la historia de amor es ínfima, y vaya si habría cosas para comentar sobre el Bernstein director, compositor y difusor. Pero no, nos quedamos con la historia de esa relación de formato no del todo hegemónico, que ni siquiera está especialmente bien contada, y luego pasamos como media hora sufriendo con el relato lloroso del progresivo deterioro de salud de Felicia. En definitiva, sólo el interés de algunas opciones estilísticas y el valor de las actuaciones de la pareja principal diferencian el enfoque de esta biopic con respecto a otras aún más puramente kitsch, como Amada inmortal (Bernard Rose, 1994). En todo caso, Amada inmortal se titulaba Amada inmortal, lo que era más sincero. Esta se llama Maestro, y no, por ejemplo, Lenny y Felicia. Frente a eso, el epígrafe es totalmente improcedente: la frase de Bernstein “Una obra de arte no contesta preguntas, sino que las provoca; y su sentido esencial es la tensión entre las respuestas contradictorias” parece figurar también como mero adorno, porque la película no contiene ninguna discusión o aseveración sobre el arte, sea el de Bernstein, el de Mahler, el de Beethoven, el de Felicia Montealegre o el de quien sea.

Aun considerando que retratar el arte en una película puede ser difícil, hay una omisión que bordea la cobardía oportunista, que es la de la postura política y la militancia de la pareja Bernstein-Montealegre. Felicia fue en cana al menos en un par de ocasiones por su activismo contra la guerra de Vietnam, y militó en Amnistía Internacional contra la dictadura chilena. Ambos militaron por los derechos civiles. Ya en 1939 Bernstein, estudiante todavía, organizó una ejecución del musical The Cradle Will Rock, de Marc Blitzstein, en desafío frontal a su prohibición por motivos políticos. Bernstein colaboró juntando fondos para la marcha de Selma a Montgomery propuesta por Martin Luther King, y estuvo entre los proponentes de audiciones a ciegas en los concursos musicales para evitar prejuicios vinculados con la apariencia física. West Side Story insiste en los prejuicios contra los inmigrantes puertorriqueños y otros aspectos que vinculan la pobreza con la delincuencia juvenil. En su ciclo de poemas Songfest (1977), dedicado a poetas estadounidenses, casi la mitad de los poetas elegidos son mujeres, y una de estas es una puertorriqueña que escribe en español, algo bastante significativo en la concepción de lo estadounidense. El prontuario de Bernstein en el FBI constaba de 800 páginas. La fiesta organizada por la pareja Bernstein-Montealegre en 1970 para reunir fondos en defensa de los Panteras Negras fue ironizada en un artículo venenoso de The New York Times titulado “Radical Chic”, que dio origen a la expresión despectiva funcional al pensamiento de derecha. Además de eso, trabajó sistemáticamente para deselitizar la música erudita, le dio bastante espacio a compositores jóvenes y a la música contemporánea.

De todo esto hay virtualmente cero en Maestro. Digo virtualmente porque hacia el final vemos a Lenny cargarse a un estudiante negro, lo que deja constancia de que prejuicioso no era, y es lo más cerca que llegamos a su visión de mundo. De toda esa vida y de todo ese arte, con lo que nos quedamos es con la idea de un “gran artista” unánimemente reconocido que amaba sincera e intensamente a su mujer aunque tenía escapaditas con varones.

Maestro, dirigida por Bradley Cooper. Con Bradley Cooper, Carey Mulligan, Maya Hawke. Estados Unidos, 2023. Netflix.