“Quiero ver armas chinas”, dijo. El extrañísimo antojo, uno habitual para un artista del calibre de Lou Reed, surgió al final de una cena en Santiago de Chile. “Era un tipo muy piola”, dice Carbone sobre el mítico cantautor neoyorquino, al que recuerda entre las mejores amistades musicales que le dio su oficio en el mundo de los discos. Esta vez, como ejecutivo del sello musical Warner, alargaba su jornada laboral tras la pista de un coleccionista que pudiera saciar el tiempo muerto del autor de “Walk on the wild side”. “Yo trabajaba mucho con el sobrino nieto de Pablo Neruda. No sé cómo hizo, pero él dio con otro fanático de las armas chinas y logró que nos abriera las puertas de su casa a las dos de la mañana”. Al otro día, Lou Reed dedicó su concierto a Víctor Jara, luego de que el uruguayo le contara la historia y la desventura del cantante chileno. “Bien, vos”, le dijo Alfonso.

Son las tres de la tarde en el centro de Montevideo, en un bar a la vuelta de las viejas oficinas de Palacio de la Música de la calle Paraguay. Carbone, en gentil diálogo con la diaria, cuenta una casualidad tras otra y, luego de un rato, no parece tan raro que dos o tres figuras trascendentes de la historia de la cultura se crucen con la facilidad de unos vecinos, sin solemnidades, por intereses afines, para tomar un café y soñar con el proyecto más ambicioso.

“Este trabajo te tiene que gustar, si no es imposible”, reconoce. “Yo me quedé con el 40% del mercado discográfico de Chile porque mis colegas no eran tipos de la música. Si en tu catálogo tenés un artista como Luis Miguel, podés quedarte cómodo y no hacer mucho más, pero a mí siempre me pasó que quería ir un poco más allá”. Carbone se fue a vivir a Chile después de pensarlo mucho tiempo. Llegó a mediados de los 90 y recién por estos días puede decir con mayor certeza que su vuelta a Uruguay quiere ser definitiva. Allá se dio por hecho, luego de relanzar con éxito las discografías de Violeta Parra, Víctor Jara y Quilapayún y de trabajar con artistas como Los Tres y Los Prisioneros, entre muchos otros.

Como ejecutivo y A&R se considera oficialmente retirado, aunque la acumulación de nuevos proyectos no le da la razón. Dos libros en proceso de escritura y Bohemio, un pequeño sello para proyectos puntuales de Bizarro Records, lo tienen entusiasmado. Además, lo ocupa un disco de canciones de Bob Dylan interpretadas por artistas de América Latina, del que puede adelantar una notable participación de Tabaré Rivero.

Se fue de Uruguay por primera vez con el comienzo de la dictadura. Vivió en España, Argentina, Inglaterra y Australia. Cuando volvió por aquí tenía una valija con un montón de discos de The Beatles y una idea bastante firme de cómo ganar dinero con ese material.

El resto es historia más o menos conocida. Desde setiembre de 1982 hasta noviembre de 1995, como cara visible y director artístico de Palacio de la Música y su sello local Orfeo, impulsó las carreras de Jaime Roos, Los Estómagos, Los Tontos, Los Traidores, Conjunto Casino, Araca la Cana, Falta y Resto y La Reina de la Teja. Trabajó junto a Alfredo Zitarrosa y manejó el catálogo de todos los grandes sellos internacionales. A la par, se convirtió en un reconocido difusor de novedades musicales del rock local y anglosajón, a través de la radio, la televisión y la prensa escrita, con programas como Videoclips, Ruta 66, Control remoto y el suplemento Rock de Primera, de Últimas Noticias. También emprendió como organizador de espectáculos musicales. Organizó el primer Montevideo Rock (1986) y trajo por primera vez a Uruguay a Paul McCartney (2012). Es prácticamente imposible abarcar en pocas páginas, mucho menos en esta introducción, todas las líneas transversales con las que se arma el mapa de su carrera. Se necesita al menos un libro, como el que ahora mismo está escribiendo sobre sus años en el mundo de la música. En su caso, casi siempre, todo comienza con un “¿por qué no?”.

A comienzos de la década de 1990 trajiste a Uruguay los videos de la cadena MTV. Supongo que es una de las cosas por las que más te recuerdan.

Había ido a Estados Unidos por otra cosa y fui donde estaban las oficinas de MTV y pedí una reunión, de careta nomás. Le conté al director que trabajaba para un canal de Uruguay y que me interesaba poder pasar algo allá de la señal. Me ofreció algunos contenidos y así arrancó. Después me hice gran amigo de gente que trabajaba ahí.

En otras entrevistas has remarcado lo importante de golpear puertas en busca de oportunidades.

Claro. Es que siempre digo lo mismo. Seguramente muchas veces tuve suerte. Porque yo no soy nadie, y encima soy uruguayo.

Tu oficina en el Palacio de la Música siempre fue de puertas abiertas, ¿no?

Siempre. En un tiempo se daba eso de “Carbone no me atiende”. Es que todos los días había 20 tipos esperando. Palacio a las siete de la tarde cerraba la puerta y yo terminaba en el café para seguir trabajando. Yo era músico, tocaba la guitara, estudié, llegué a tocar el piano en el Ateneo, pero nunca me dieron una oportunidad de nada. En la época en que tuve una banda, grabaron diez artistas y no entraba nadie más. Entonces siempre pensé: “Si algún día me toca estar del otro lado, voy a escuchar a todos, no le voy a cerrar la puerta a nadie”. Lo mínimo era poder contar con alguien que te dijera: “Cambiá esto, o lo otro”. Yo sabía lo que era pelearla, y más en Uruguay.

¿Cómo se llamaba tu banda?

Evolución.

¿Quedó algún registro?

Tengo alguna cosa guardada, pero se perdió todo. Grabamos demos, fuimos a la televisión. Éramos muy pendejos cuando empezamos.

Tocábamos en fiestas y en un lugar que se llamaba La Moneda; era como una cueva y estaba buenísimo. En una época estuvo en Larrañaga y después en el Club Bella Vista.

¿Como quién querían ser?

Lo nuestro era una mezcla de The Who y The Rolling Stones de los 60. Éramos bluseros. Pero lo más entretenido era que hacías lo que se te daba la gana en ese momento; si querías tocar un solo de guitarra de diez minutos, la gente escuchaba encantada. No había drogas pesadas, pero corrían las pastillas, algún cigarro, pero en un clima de buena onda. Un tiempo después, en la previa del golpe de Estado, se puso muy feo. Tenías el pelo apenas largo y si andabas por la calle era palo y palo. A mí me tocó ir en cana como 20 veces.

El músico que se entrevistaba contigo, lo supiera o no, tenía enfrente a alguien que sabía mucho de música.

No creo que sea necesariamente importante saber mucho. Lo que hay que ver es lo que hace un grupo y qué posibilidades tiene de vender un mínimo de discos. La ventaja de contar con un buen catálogo es que te podés dar algunos lujos. Yo grabé con algunas bandas que sabíamos que no iban a vender nada, pero tenías a otras que te aseguraban buenas ventas y te compensaban lo otro.

Había bandas de jazz fusión que eran espectaculares, pero ¿a quién le ibas a vender un disco? En esa época Zafhfaroni la rompía, tenía unos músicos increíbles, pero si no les dabas una chance jamás iban a grabar, y así quedó un registro de lo que hicieron. Hace poco volvieron a tocar.

Supongo que, en tu juventud, antes de encarar la música más profesionalmente, tuviste una etapa de formación importante.

Hay una cosa que algunas generaciones desconocen. Uruguay era un país que estaba súper adelantado. Yo iba a una librería que se llamaba Ibana. En el año 1969, entré un día y los tipos tenían la revista Rolling Stone, cuando todavía se publicaba en papel de diario, o la revista Hit Parade. Entonces ahí vos ya estabas encima del resto. Acá se editaban discos que no salían en Argentina y salían con una gran calidad de edición.

Alfonso Carbone (11.01.2024).

Alfonso Carbone (11.01.2024).

Foto: Alessandro Maradei

Por ejemplo, cuando se editó Their Satanic Majesties Request, de The Rolling Stones, la imagen tridimensional de la carátula se trajo importada. Lo mismo pasó con la caja del libro interno de Let it be, de The Beatles, y con el librillo del Magical Mystery Tour; fabricaron los discos acá, pero el libro interno era el inglés.

Por otro lado, encontrar rock en la radio era difícil. Había programas muy aislados. En esa época la emisora Independencia pasaba buena música. Los locos tenían una azafata que les traía los discos desde Londres. Después empezaron a pasar cualquier cosa. Que en paz descanse Aram, y Berch es amigo, pero lo de ellos [los hermanos Rupenian] siempre fue el negocio.

¿Quién te enseñó el oficio de ejecutivo discográfico?

No se estudia en ninguna parte, se aprende a los golpes. Y, sobre todo, escuchando y viendo. La soberbia es lo que mata a mucha gente en este negocio. El ejecutivo, en general, cree que el artista es él. ¡No! Hay que ser muy humilde, si no te pasan por arriba. Siempre hay alguien que sabe más que vos, siempre hay un mercado más grande. Este es un negocio que lo inventaron otros; primero fueron los europeos y los norteamericanos, después vinimos nosotros.

Trabajaste con Alfredo Zitarrosa. ¿Cómo lo recordás?

No te voy a decir nada nuevo. Un tipo muy especial, muy generoso. Me decía: “Hermanito, vamos a armar nuestro propio sello y le vamos a poner Mandinga”. Después, junto a su familia, sacamos el disco Los inéditos y le pusimos un sello que decía Mandinga.

Es de los tipos que te hacen pensar: ¿quién es el más grande de los uruguayos? Está bravo, pero Alfredo seguro está ahí en la discusión; difícil superar su obra. Lo de Jaime es irreprochable; lo de Alfredo va por otro carril.

Un tipo profundo de verdad, y súper profesional. Sus guitarristas tenían que estar impecables, sus trajes, sus corbatas; era un artista a la vieja usanza. Y daba un espectáculo. Eso era algo que yo hablaba mucho con los grupos de rock, porque los músicos de la escena tropical estaban mucho más acostumbrados.

Al que está arriba del escenario la gente lo quiere ver distinto, no como cualquiera que anda por la calle. Por ahí me decían: “Nosotros no podemos”. Esa cosa uruguaya de no querer sobresalir. Porque talento hubo y sigue habiendo de sobra.

Tu artista extranjero preferido siempre fue Bob Dylan. ¿Qué tan cerca estuviste?

En 1991 vino a Uruguay y fui parte de la organización de ese concierto. Ahí me pude dar el gusto de que Eduardo Darnauchans fuera su telonero. Nunca había visto un tipo tan intenso como Eduardo en esos días. Él era tanto o más fanático que yo de Dylan.

Quedó un registro del programa de televisión Ruta 66 en el que vos y Eduardo tocan juntos “Girl from the north country”.

Sí, eso no fue nada, casi una zapada, igual salió bien. Pero a nosotros nos quedó pendiente un disco en español de canciones de Dylan. Eduardo era un obsesivo con las traducciones de las letras y había pasado meses con una sola canción para lograr una traducción fidedigna, algo que no era nada fácil, tratándose de la poesía de Dylan.

Con Eduardo además teníamos una gran relación porque coincidíamos en la admiración de otros artistas no tan conocidos, como el cantante francés Antoine y los británicos The Hollies.

La vez que estuve más cerca fue en Río de Janeiro. También tocaban los Eurythmics y a mí, estratégicamente, se me ocurrió ir al camarín de ellos porque sabía que Dylan se llevaba muy bien con David Stewart. Cuestión que en un momento aparece Dylan por ahí. Me acerqué, pero el camarógrafo que fue conmigo prendió la cámara un segundo antes de lo recomendable y se fue.

Hace poco hiciste un viaje para conocer los lugares donde se crio.

Sí, yo estoy trabajando en un libro sobre Dylan y me parecía fundamental saber de dónde viene su poesía. Cómo es que este tipo entiende tanta cosa tan tempranamente sobre el espíritu humano, de dónde sale todo eso. Sabía que se había criado en un entorno muy hostil, con 35 grados bajo cero en invierno.

Estuve en Minnesota, visité Duluth (donde nació) y Hibbing, que fueron dos ciudades en las que él vivió, y Mineápolis, donde fue a la universidad y empezó a hacer música.

Después de estar ahí, encontrás cierta lógica. Es un caso parecido al de The Beatles. Liverpool, cuando la conocí hace muchos años, era una cosa espantosa, horrible, gris, y la gente te decía: “¿Los Beatles? No. Gerry [Marsen], él sí se quedó acá. Los Beatles se fueron y no volvieron más. Deberían haber hecho como Elvis, que llevó la industria a Memphis”.

En Minnesota había gente que no conocía a Dylan. Entré en una librería y la vendedora no sabía quién era. Estamos hablando de un premio Nobel que nació ahí. Tendrías que llegar y encontrarte una estatua de él.

¿Conociste su casa?

Sí, y está igual. La iglesia está igual, la universidad donde estudió, el lugar donde vio por primera vez en vivo a Buddy Holly, todo se conserva. Es un pueblo de 11.000 personas que se mantiene igual desde hace mucho tiempo.

¿Quién compró esa casa?

Un súper fan. Y por 20.000 dólares. Las casas ahí no tienen gran valor.

Hibbing es un lugar muy interesante, con pobladores de origen nórdico. En aquella época vivían del carbón, era la mina más grande del planeta, ahora está prácticamente agotada. Por eso la familia de Dylan se mudó de Duluth a Hibbing, porque era un pueblo próspero. El padre tenía una tienda en la calle principal.

También fui a la casa de Echo Helstrom [exnovia de Bob], la chica de “The girl from the north country”. El lugar quedó abandonado y están todavía unas cuerdas que Dylan y ella usaban como hamacas.

También pude ver el sótano donde Dylan empezó a tocar y ensayar. Ahí te encontrás con sus iniciales en la pared y algunos garabatos que dibujaba. Desde afuera, todas parecen casas muy frágiles, pero en realidad son muy fuertes para bancar ese clima.

Es otro planeta, no es Estados Unidos. Estás al lado del Lake Superior, en la frontera con Canadá, y no hay turismo. Ahí te das cuenta de que el tipo es un caso, salvando las distancias, que nosotros desde acá podemos entender. Todo estaba pasando en otro lado, y eso lo obligaba a saber más que el resto. El loco se escuchaba todo, buscaba información, tenía su banda, pero nadie le daba pelota. Sé que cada tanto vuelve por el pueblo. El hermano vive por ahí.

¿Cuál es la historia de la creación del festival Montevideo Rock?

Aquiles Lanza, el intendente de Montevideo de ese momento, estaba liquidado, se dormía en las reuniones. El papá del periodista Daniel Renna, que era funcionario municipal, fue muy importante para sacar adelante ese proyecto.

Un día estábamos reunidos en el Palacio de la Música con Víctor Nattero [guitarrista de Los Traidores]. Terminamos y nos fuimos a tomar un café al Sorocabana. Todavía me acuerdo de ir cruzando 18 a la altura de la plaza Cagancha. En un momento Nattero me dice: “Ya está acá, no hay lugares para tocar”. Entonces de la nada se me ocurre: “Vamos a hacer Woodstock”. ¿Cómo lo íbamos a hacer? Ni idea, no teníamos ni siquiera equipos para hacer algo así.

Yo me llevaba muy bien con Daniel Grinbank [empresario musical argentino]. Le cuento la idea: “Quiero traer algunos artistas y preciso equipo. Me dice: 'Bueno, no hay problema'. Me dice el costo. Ahí hablo con Coca-Cola, consigo el auspicio y con eso se pagó el festival. En Chile todos me preguntan cómo estuvieron Los Prisioneros, y la verdad es que no me acuerdo de casi nada. El clima estaba muy complicado.

Calculamos que el segundo día fueron 30.000 personas. Los milicos, por cinco pesos, te dejaban subir a caballo para saltar por el alambrado, y la que trabajaba como canchera de Wanderers también dejó pasar a un montón de gente.

De tus colegas como ejecutivo discográfico, ¿a quién destacarías?

Seymour Stein, jefe y cofundador de Sire Records. El día que firmó con Madonna estaba internado en un hospital por una infección. Mark Kamins [un famoso DJ del boliche neoyorquino Danceteria] le había mandado un demo. El tipo en la cama lo escuchó en su walkman y enseguida llamó a su secretaria para que arreglara todo el papelerío y para que Kamins y Madonna llegaran al hospital de inmediato. Sabía muchísimo de música. Fue el fundador del Salón de la Fama del Rock and Roll. Tuvimos una gran relación. Una vez, caminando por Barcelona me dijo: “Tenemos que hacer una obra sobre Frida Kahlo”. No me olvido más. Le dije: “Parece una buena idea y es raro que no se le haya ocurrido a nadie antes”. “Por eso es una buena idea”, me respondió.