Happiness Bastards, de The Black Crowes

Algo así como “bastardos de la felicidad” (aunque pierde swing en la traducción) es el flamante disco de The Black Crowes. La banda estadounidense de rock bien clásico y cuadrado, que se formó en 1984, venía de un hiato de varios años, porque Chris y Rich Robinson (los fundadores) se pelearon –como buenos hermanos rockeros– y mandaron casi todo al garete, pero ahora dejaron las asperezas de lado. Happiness Bastards es el noveno disco de estudio del grupo con material original, después de nada menos que 15 años de silencio discográfico, ya que el último álbum fue Before the Frost... Until the Freeze, lanzado en 2009 (en 2022 publicaron el EP 1972, con seis versiones de canciones clásicas editadas en el año que le da nombre al petit disco, dejando bien claro la época del rock que los obsesiona).

Después de tantos años de espera, no andan con vueltas y arrancan con “Bedside Manners”, y su maraña de guitarras setenteras y rápidas (como si fueran los de Creedence pasados de anfetaminas), rock que va directo al grano como dermatólogo ansioso, sin adornos ni cosas raras; lo de antes pero ahora. La segunda canción del disco (“Rats and Clowns”), que empieza con un riff de guitarra bien podrido y pasa a un boogie-woogie denso, nos demuestra que la anterior no había sido un caballo de Troya para meternos otro género: el tren del rock clásico sigue andando.

“Wanting and Waiting”, de las mejores del álbum, es un rock & roll que suena rutero, con picardía pop, y da paso a “Wilted Rose”, una apacible balada acústica a medio camino entre el folk y el country –como debe componer toda buena banda de raíz rockera yanqui–, con Lainey Wilson como invitada, una joven cantante country estadounidense. En “Dirty Cold Sun” la cosa se pone casi bailable, y en ella encontramos esa felicidad de los bastardos, aunque la letra hable de andar esperando mucho tiempo bajo “tu sucio y frío sol”. En la coda, entre el coro femenino, la maraña guitarrera y el berreo de Chris Robinson, está la esencia de The Black Crowes.

La blusera –con armónica incluida– “Bleed It Dry” precede a la apuradisima (casi un rockabilly) “Flesh Wound”, y así el álbum se encamina el final con la balada de aires góspel “Kindred Friend”. En definitiva, diez canciones que son la respuesta a “¿de qué hablamos cuando hablamos de rock?”.

Foto del artículo 'Nuevos discos de The Black Crowes, Judas Priest y Norah Jones'

Invincible Shield, de Judas Priest

Ya hace medio siglo que Judas Priest sacó su disco debut, Rocka Rolla, aunque venían tocando desde varios años antes. Formada en Birmingham (Inglaterra), es una de las bandas fundamentales del heavy metal, que tiene como sellos la voz bien aguda y gritona de Rob Halford y las guitarras siamesas de Glenn Tipton y K K Downing. A lo largo de más de 50 años, sufrieron varios cambios de integrantes. El último y más trascendente fue la partida de Downing, en 2011, dejándole su lugar al “joven” Richie Faulkner. Cambios más, cambios menos, el grupo se ha mantenido girando y sacando discos que, si bien no van a reinventar la pólvora metalera, dejan siempre en alto y flameando la bandera del género.

Hace pocos días Judas Priest se despachó con Invincible Shield, su decimonoveno (sí, 19) disco de estudio, sucesor de Firepower (2018), y ya desde el título (“escudo invencible”) y la tapa sigue con la imaginería de lo duro, como en los clásicos British Steel (1980) y Screaming for Vengeance (1982), sus dos mejores discos, puntales del heavy metal (y de donde muchas bandas de thrash metal sacaron algunos piques).

Los Judas están veteranos (Halford está por cumplir 73), pero se nota que quieren darle al metal como si nunca lo hubieran hecho, porque en su edición deluxe –disponible en plataformas digitales, como todos los álbumes comentados en esta página–, el nuevo disco dura más de una hora. Y lo bien que hacen, porque podrán pasar los años, las modas y los guitarristas pero siguen sonando como la quintaesencia del género.

“Panic Attack”, la que abre el álbum –y el primer corte de difusión–, en sus cinco minutos desprende todos los ingredientes de un buen plato metalero: la introducción in crescendo, misteriosa y épica, las guitarras rítmicas dobladas con la llevada mordida, el estribillo corto, agudo y pegadizo, y el infinito laberinto por el que se meten las guitarras en los solos, que terminan a puro tapping, con una coda en la que el baterista (Scott Travis) apura el tronar de los rulos como si llegara tarde a tomarse el 104 (quienes encuentren un parecido con “Painkiller”, aquel himno de Judas de 1990, tendrán razón).

Como todo álbum de metal de la vieja escuela, no faltan las referencias al infierno y su encargado, en “Devil in Disguise” y “Gates of Hell”, siendo esta última de las mejores del disco, en particular por la melodía y los coros del estribillo, que remiten a esa veta algo más popera –siempre dentro de los cánones del ortodoxo metal, por supuesto– que hizo famosa a la banda en los 80. Desde la introducción ansiosa de “As God is my Witness”, pasando por el abrazo riffero de “Fight of Your Life” hasta el verso más calmo de “The Lodger”, que da paso al coro épico para cerrar el disco a toda pompa, queda demostrado que el acero británico no se oxida.

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Visions, de Norah Jones

El timbre cálido, de tono medioso, con cuerpo soul y siempre irresistible de Norah Jones sigue intacto, como hace más de dos décadas, cuando la cantante estadounidense se abrió paso a pura voz. “All this time, / all this time / all this time, / I think of you”, con una estirada melódica en “all”, canta Jones en la que abre su noveno disco, Vision. Es una balada a medio camino entre el soul y el jazz, bien pianera, típica de la cantante, que ya de pique demuestra que todo está en orden y en su lugar.

El álbum cuenta con 12 canciones, compuestas en su mayoría por Jones en colaboración con su productor Leon Michels. Por la mezcla y la producción sonora en general, todo el disco tiene una atmósfera vintage y apretada, como si la banda estuviera bien juntita tocando en algún barcito para poca gente perdido en la nubosa madrugada de algún pueblito yanqui. Pero, a su vez, la música, como suele ser con Jones, se desliza fresca y suelta. Es decir, es un disco de 2024 que suena como algo sacado por el sello Motown en 1972.

Hay canciones que son un compendio de robusto soul, como “Queen of the Sea”, donde la llevada por abajo de repente salta con pequeñas explosiones y los arreglos de vientos (trompeta y saxo) terminan de pintar el paisaje soulero a morir, que queda colgado en la coda y por desgracia se termina. La canción que da nombre al disco es de las mejores, un ejercicio de minimalismo blusero, con apenas un intercambio entre la voz de Jones y su guitarra, y una melodía instrumental –compartida entre la guitarra y los vientos–, con un tinte irresistible de algo no tan yanqui.

“Running”, la que cierra la primera mitad del disco y que fue el primer corte de difusión, tiene por ahí metido un inquieto pulso funky, culpa en gran parte de la línea de bajo, pero son los coros, que no paran de repetir “I keep running, / oh, keep running away”, los que se llevan el premio de lo más ganchero de la canción. También hay cosas puramente jazzeras, como “I’m Awake”, y alguna brisa psicodélica que se cuela en canciones como “On My Way”, para cerrar con “That's Life”, una pequeña balada soul en la que resaltan el piano y la voz de Jones, como en todas las canciones anteriores.