Desde mi ventana veo un rectángulo de mundo, chico pero suficiente. Veo a las palomas que entran y salen de la santarrita de enfrente, rápidas, casi brutales, sus cuerpos grandes y grises, buscando un sitio, otro sitio, uno mejor. Quizás, como las personas, ellas también busquen siempre la comodidad.

¿Qué me gustaría esta vez? ¿Qué cosa nueva me gustaría? Una carta, quizás. Sólo una carta, como las de antes. Escrita a mano (preferentemente), en aquel papel finito que se acostumbraba usar, aquel papel delgadísimo, casi transparente (uno escribía allí y se sentía un profeta transmitiendo su verdad revelada). Quiero ver el sobre bajo la puerta, quiero tener el sobre cerrado en mis manos, sopesarlo, descifrar la cantidad de hojas antes de abrirlo, negarme a abrirlo en caso de que sea demasiado liviano. Dos hojas, o tres. Si fuesen tres, sería mejor, nada de andar escatimando.

Quiero ver la carta y sentir cómo se abre ese espacio mental, fresco resquicio (esa ilusión), demorar el momento, enlentecer los gestos, disfrutar de cada movimiento. Una carta con sello postal, mi nombre en el papel, allí, llamativo, como un rimbombante letrero sobre una fachada. Y del otro lado del sobre, el nombre del querido o la querida, una persona, nunca una empresa, nunca una corporación, nunca una sociedad anónima o una compañía. Un ser humano, ese que nos requiere, ese que lo hace de verdad.

Una carta que me hable de tierras lejanas (ya no hay tierras lejanas, hasta de eso hemos prescindido). Una que sea el boceto de un mundo interior, de una sensibilidad determinada. Una que me cuente algo, por favor. Una historia dentro de otra historia dentro de otra historia. Una carta que mientras se lee despierte de a poco, dentro de uno, la futura carta de contestación. Una carta para este presente desconcertante.

“Tiempo raro el de ahora”, dice Orlando, el personaje de la novela homónima de Virginia Woolf, un día a principios del siglo XX. Orlando observa la vida a través de la ventana y constata que hasta el cielo mismo parece haber cambiado. La luz eléctrica era la responsable del cambio, en las calles y en las casas, “con un toque se iluminaba una pieza entera, se iluminaban centenares de piezas; y una era exactamente igual a otra. Todo se podía ver en esos cajoncitos rectangulares: no había intimidad”. ¡No había intimidad!

Y después, la velocidad (“¡Miren por dónde van! ¿No saben lo que quieren?”). El automóvil lo modificaba todo. La realidad se fragmentaba quizás por primera vez porque ya “nada se veía entero, nada se podía leer hasta el fin. Se veía el principio –dos amigos cruzando la calle para encontrarse– y nunca el encuentro. A los veinte minutos el cuerpo y el espíritu eran como papel picado chorreando de una bolsa”. Consecuencia nefasta: ¡cuerpos y espíritus hechos picadillo!

¿Qué te gustaría, entonces, esta vez? ¿Algo distinto, otra cosa nueva, una cosa mejor? Un pájaro se acerca a mi ventana, desde acá puedo ver su ojo movedizo y nervioso. Enseguida se va y suelta sus tibias plumas sobre la Santa Rita de enfrente. Desde su lugar favorito en la ventana, Orlando presta también especial atención a los pájaros: gorriones, alondras, palomas y estorninos. Hasta que “el espíritu empieza a trabajar una pregunta o dos, lánguida y vanamente, acerca de la vida”. Y con Orlando preguntamos al estornino -“pájaro más sociable que la alondra”-, “¿qué es la vida?” Y el pájaro, acostumbrado quizás a nuestra flagrante ignorancia, responde con graciosa naturalidad: “¡Es la Vida, la Vida, la Vida!”.