No es casualidad. En el país del hincha, Marcelo Bielsa reivindicó la figura del hincha y, con la enorme resonancia de su palabra hacia buena parte del mundo, cuando su camino hizo esquina con la celeste rescató un sentimiento y la génesis de buena parte del desarrollo y el enriquecimiento del fútbol.

Marcelo Bielsa no es uruguayo, es argentino, casi lo mismo en términos de ser hincha. Es posible que no tenga ni idea de quién era Prudencio Reyes, el hinchador de pelotas del Nacional de principios del siglo XX, pero sí debe tener referencias muy concretas de la película de su compatriota todoterreno, creador, actor, filósofo e intérprete Enrique Santos Discepolo, Discepolín, “El Hincha”, donde se conjuga la representatividad y pureza del hincha: “¿Y para qué trabaja uno si no es para ir los domingos y romperse los pulmones en las tribunas hinchando por un ideal? ¿O es que eso no vale nada […] ¿Que sería del fútbol sin el hincha? El hincha es todo en la vida?”.

Jugadores primero e hinchas después son el alma del fútbol, son un poco nuestra alma. Somos muchos los que tenemos instalada esa idea y esa bandera. Somos muchos los que, después de acumular partido tras partido como una acción natural y única de nuestras vidas, colapsamos con la pandemia y vimos que el fútbol no era fútbol sin los habitantes del cemento.

Uno es hincha antes que jugador, pero de inmediato es jugador porque fue hincha, y ahí, en ese ida y vuelta de 30, 40 años hasta que las gambas no dan más, el fenómeno de emulación y desarrollo es uno de los tantos hilos que van reforzando ese entramado social que a través del fútbol representa un enorme intangible que nos da soporte como sociedad. El fútbol todo, no sólo el fútbol de la AUF, no sólo el fútbol profesional, no sólo el fútbol que vende, no sólo Nacional y Peñarol.

En un cálculo en el que no intervino ChatGPT ni Google Bard, sostengo que he vivido en canchas, en el cemento detrás de los alambrados, en los pastos entre tangerinas y maníes, en los estadios con pop, chorizo al pan y helados palito, cerca de 3.000 partidos. Seguramente un tercio de ellos son del amateurismo, otro del profesionalismo de la AUF, y otros 1.000 de competiciones internacionales. Lo hice mirando, queriendo jugar, jugando, frustrado por no jugar y proyectado entre los que jugaban, trabajando, vibrando, sintiendo.

Supe jugar a ser, supe embarrarme en los andurriales del fútbol, bajarme de ómnibus repletos siguiendo a dos o tres que, como yo, no dominaban ese territorio ajeno donde otra camiseta era la bandera; supe conocer a madres, tías y novias que, entre pastelitos y tortas marmoladas, le ponían azúcar al mate mientras jugaba Julio o el Chelo o Carlitos.

Uno vive lleno de esperanzas

Antes de escuchar a Bielsa, antes de intentar conocer a La Josefa, pero después de escuchar una entrevista que más que eso era tertulia y en la que desde cierto clasismo construido y corrompido el periodista denostaba a la B, “porque no vende” y por tanto no es negocio, bien cerquita de “entonces está bien que ganen esa miseria”, me fui a mi lugar, a la cancha, a ver un partido de la B. Hice lo que hice durante décadas, como niño, muchacho, joven y después laburante y después abuelo. Sentí ruido en la cancha y arranqué. Jugaba Cerrito contra Juventud, y me fui a sentar en medio de la gente del Cerri, al sol, escuchándolos a ellos, escuchando la música de la cancha, las voces de los jugadores.

¡Agrandá, Mono! ¡Agrandá, Mono!, ordenaba el arquero, y el Mono, Matías Soto, un albañil del fútbol de la B, un ingeniero de la defensa, un poeta de los dedazos que ponen la guinda en campo contrario o en la casa de los vecinos, echaba culo ordenando la torre de control mientras atendía la demanda y manejaba toda la línea de contención.

Los hinchas tenemos una pulsión de querer ser como, y ahí, aunque sexagenario, ya me sentí el Mono Soto y hubiera querido volver a la cancha o al parque con mis amigos para pararme en la cueva, ordenar, meterle un ventazo medio pifiado o ir a cabecear al área contraria.

Vale copiar

Cuando Bielsa expuso y contó aquello de “el joven en formación ama al fútbol, se apasiona por el fútbol e idolatra al jugador que imagina ser, entonces lo copia”. Y siguió: “Eso pasa. En un pueblo se ve claramente porque la sociedad es más chica. Yo iba de vacaciones a un pueblo de donde era mi abuela, que se llamaba Morteros y había un torneo nocturno. Yo iba a ver el torneo nocturno todos los días en un pueblo que en aquel tiempo tendría 10.000 habitantes y había uno que jugaba bien. Le decían La Josefa, y yo lo miraba a La Josefa y al día siguiente me levantaba temprano, agarraba la bicicleta y durante dos horas daba vueltas a la manzana donde estaba la casa de él para verlo salir, porque eso es la idolatría, y claro si no hay referencia a quién mirar y dónde copiar, es muy muy difícil. La imitación, la copia, la réplica es un elemento clave y necesita de la idolatría, entonces lo triste es cuando uno se enamora de Ronaldo o de Messi y no se puede enamorar del propio”. Quedé paralizado y legitimado por uno de los mejores, porque sentí que esa vivencia de La Josefa era la mía con el Pato Jorge Omar Ferreri, uno que jugaba bien en mi pueblo, al decir del rosarino, pero el mejor jugador de fútbol de toda la historia para los floridenses que lo vimos. La Josefa de Bielsa era para mí el Pato, pero también decenas de futbolistas a los que veía jugar o calentar en la puerta de la cancha y yo soñaba ser como ellos intentando sus mejores movimientos, poniendo su pose y relatando, a pesar de que ya era semejante grandote: “Ahí va William Noble”, “corta y juega Miguel del Río”, “va a patear Saco Viejo” o “descuelga Pastorino”.

La emulación no sólo del crack del que habla la radio y escriben en los diarios, sino del que es crack y está ahí como cualquier vecino, con papas en las medias y un recibo de luz atrasado.

Jugar a ser era una maravilla. Jugar a ser para ser mejor es la esencia del fenotipo del fútbol de nuestros años felices, de nuestros barrios, de nuestros pueblos.

Cuando Bielsa contó lo de La Josefa me fui por un momento de esa instancia virtuosa de quien está exponiendo y brindando conocimiento a su interlocutor, y traté de encontrar Morteros, el pueblo de su abuela, y pensé que sería como Florida.

Entonces, mientras googleaba Argentina/Morteros/La Josefa/Fútbol, indirectamente encontré la maravillosa obra de Javier Mazzuca en Instagram, @fotomazzuca, que recupera la historia fotográfica de la vida social de Morteros en miles de negativos del comercio familiar de fotografía, y lo contacté para seguir la pista de La Josefa, que resultó ser René Porta, jugador de Tiro Federal y Deportivo Morteros, y en otra dimensión recordé aquellas bochornosas tardes de siesta en la casa de la abuela que se asociaban a una larga y casi insoportable espera jugando en silencio a patear como el Pato Ferreri. A pata nomás, imitaba su altivo paso en curva, el pecho saliente, la frente en alto encuadrando aquellos vestigios de jopo que habían engañado a otras colombinas en otros puertos, e intentaba con mi pelota imaginaria clavarla en el ángulo.

A veces el segundo tiempo contra la siesta permitía alguna escapada por la punta coronada por un helado de crema en la confitería y, ya en la vuelta como un joven jalvita que intentaba adueñarse del puesto ajeno, experimentaba en el patio cuidando las plantas, protegidas por el toldo, o en el garaje, con una inestable pelotita de ping-pong, anticipar los lances de la nochecita con la omnipotencia y la candidez de un niño soñador. Igual que Bielsa, igual que le habrá pasado a La Josefa, igual que el Pato, igual que el Mono, que habrá jugado a ser Paolo o el Canario, o tal vez hasta Pablo o Sosita, y ahora se mueve como un arquitecto entre los escombros de la B mientras el Gato le grita del otro lado del alambrado: “Vamo el Cerri, que hoy hay comida”.

El futbolista, el hincha, el fútbol y los ídolos son patrimonio de la gente y metal precioso para los más pobres.

¡Qué maravilla! Que nunca falte.

  • Parlamento de Enrique Santos Discépolo en la película El hincha (año 1951).