El casco tiene un león. Un león dorado que ruge. La estela felina de la melena se extiende hacia la nuca, donde, dentro de la fibra de carbono, el largo pelo castaño se aprieta contra la capucha antillamas. La mandíbula de la fiera se abre, comiéndose todo lo que tiene delante. Los colmillos se cierran sobre la visera tornasol que cae encima de unos ojos humanos, invisibles. Nadie tiene cómo saberlo, pero son los ojos de una niña. Se llama Maite Cáceres, tiene 19 años y es la última e inesperada heredera de una familia que tiene el automovilismo en el escudo heráldico. Vestida con un traje blanco, inmaculado, prístino, entre Neil Armstrong y Lewis Hamilton, camina por la pista buscando su auto como un astronauta rumbo a su nave espacial. Es una niña, o lo que queda de ella, muchos años después de enamorarse del rugido de un motor.

A upa de su hermano, a la orilla del circuito de Imola, un mar de asfalto que asustaría a cualquiera, Maite sonríe como una bebé a la que le agitan un sonajero. Tiene tres años y el ruido de los motores entra por sus oídos para burbujear aceite en la sangre. Los autos pasan delante de ella, como canciones de cuna entonadas a 100 decibeles. Ríe y mueve las manitos. Está en el lugar más seguro del mundo, rodeada de autos de carrera que giran a cientos de kilómetros por hora y, sobre todo, en los brazos de su hermano Fufi, Juan Ignacio, 20 años mayor que ella, quien recorrió todas las pistas del mundo hasta ser el primer uruguayo en correr en un auto de Fórmula 1. Fue en 2005, cuando se subió a un Minardi en un día de lluvia y cautivó con su precisión, y se subió en un día de sol y asombró con su velocidad. Sin embargo, antes de que se confirmara que Cáceres tendría su lugar en esa kermés llamada Gran Premio de F1, Minardi se vendió y desapareció. Se esfumó en el aire junto con el sueño de los Cáceres, que lo había iniciado Fernando, padre de Juan Ignacio y de Maite, piloto de rally que llenó de tierra su auto por los caminos de América. En aquellos días y los que siguieron, con Maite durmiendo con el arrorró de los autos, parecía que la historia de velocidad de los Cáceres se terminaba. Nadie esperaba que una niña pudiese pilotear un auto de carrera.

La nena de la familia tuvo que ganarse el casco, y antes tuvo que convencerse a ella misma, que no pensaba que una niña pudiera correr. Con la escuela vinieron las ganas. Y entonces dijo que ella también quería andar rápido. Pero querer no es poder. Autos, no. Estudiar, sí. Viajar, sí. Autos, no, no y no. Los sí de sus papás eran para el hockey, para el tenis, para el patín, y allá iba Maite, aunque no quería ni palos, ni redes, ni raquetas. Los padres sacudían la cabeza de un lado para otro, diciendo que no y tratando de ahuyentar la idea de los motores. El exorcismo no funcionó. A los 16 años Maite se encontró delante de Fernando Alonso, en el circuito de Sebring, y lo miró con ojos de idolatría que apuntan de reojo para no encandilarse. “Yo quiero ser piloto”, dijo Maite. Y Alonso no le dijo “qué raro, una chica manejando” ni le respondió que esto no es para mujeres; dijo que le parecía muy bien. Ella respondió, triste, que ya era grande para empezar, y él le dijo que entonces iba a tener que estudiar y practicar mucho para recuperar el tiempo perdido. Era el primer sí que escuchaba en su vida. Unos días después, Maite, se paró delante de sus padres con una fuerza que no sabía que tenía y les dijo: “Yo quiero correr, es lo que quiero de verdad, no es un capricho”. Y agregó la frase que tenía escondida como una daga: “¿Por qué mi hermano puede y yo no puedo?”. Ese día los padres tuvieron que dejar de sacudir la cabeza para los costados y dijeron que sí.

Primero fue en el kart nacional. Algunos podios y excelentes carreras confirmaban los genes. Después de dos años girando, dio el paso a las carreras de monoplazas y logró un puesto en la Fórmula 4 estadounidense, convirtiéndose en la primera uruguaya en competir internacionalmente en pistas donde corren los F1, el Nascar y la IndyCar. Le fue bien, tan bien que recibió una llamada desde un pueblito llamado Alzira, en España. Era una invitación.

En la F1 Academy son como heroínas. La misión es encontrar a la primera mujer de la historia que pueda sentarse en una butaca de F1. Hay muchas británicas, dos emiratíes y dos españolas. Las nacionalidades se acumulan con los colores de la globalización y los mercados. Una alemana, una holandesa, una canadiense, una francesa, una suiza. Las banderas son las de los países y las del dinero. Y, hay, entre todas ellas, una uruguaya, con butaca en primera fila para el mundo de lo exclusivo. Maite es la única nacida en América Latina. Acostumbrada a la alta velocidad, la reacción inmediata de las mujeres latinas, sobre todo de las niñas, la sorprende. Ella, que había vivido corriendo atrás de un sueño, se vuelve el sueño detrás del que corren las niñas de América.

Maite se sienta en una mesa con su papá y con su hermano a preparar todo para el siguiente paso de su carrera, que es la llama encendida de los Cáceres. Pasaron tres años desde que sus padres le dieron el primer sí. Fernando y Fufi ya no están corriendo. Los tres eligen el diseño del casco. Están todos de acuerdo: un león dorado que ruge.

Primer punto

En el autódromo neerlandés de Zandvoort, Maite Cáceres corrió por la cuarta fecha de la F1 Academy y logró sumar por primera vez en la temporada. La uruguaya terminó en el puesto 10 en la tercera carrera, y con ello logró su punto junto al equipo Campos Racing.

Cáceres volverá a correr el fin de semana del 6 al 8 de julio, cuando la categoría se traslade al mítico circuito de Monza para disputar las carreras correspondientes a la quinta fecha.