La ideología consiste en conceptos, categorías e ideas, a partir de las cuales interpretamos y damos sentido a lo que sucede a nuestro alrededor, especialmente en el devenir social y político. Se basa entonces en supuestos, premisas o presupuestos. Por otra parte, el proyecto de ley de presupuesto remitido a consideración del Parlamento está cargado de ideología, a pesar de la actitud supuestamente “desideologizada” que quiere presentar el gobierno.

Los presupuestos de la ideología

La ideología refiere al conjunto de ideas y creencias de toda persona respecto del funcionamiento social. Todos tenemos una ideología, todos partimos de un conjunto de creencias que estructuran nuestra forma de entender el mundo. Es lo que nos permite evaluar como positiva o negativa una situación, una propuesta; es en base a lo que consideramos legítima o ilegítima una relación de poder; un estado de cosas. Se trata de presupuestos, en el sentido de que son anteriores a la experiencia; nos ayudan a interpretar y a darle un sentido a esta. Un mismo hecho, relatado exactamente de la misma manera a dos personas diferentes, posiblemente sea evaluado de maneras muy distintas por uno y por otro. Lo que entendemos que es justo, legítimo o positivo está imbuido de ideología. Normalmente, quienes dicen no tener ideología, quienes dicen “no mirar la realidad a través de los cristales deformados de la ideología” y quienes se definen “pragmáticos” como contraposición a tener posturas ideológicas, actúan en base al “sentido común”, que no es más que una densa construcción ideológica.

Así, hasta hace algunos años era de “sentido común” que la mujer debía quedarse en su casa cuidando a la familia, mientras que el hombre podía salir a ganar el pan. O era de sentido común que los varones necesitaran satisfacer las necesidades de su sexualidad, pero lo que era (¿es?) tolerado para ellos, era (¿es?) un pecado abominable para ellas. También era de sentido común que un trabajador podía elegir aceptar o no aceptar ciertas condiciones de trabajo ofrecidas por un empresario, pero si las aceptaba debía someterse a ellas y si no, buscarse otro trabajo. O era de sentido común que, si una persona paga más por un servicio de salud, tiene derecho a que ese servicio sea de mejor calidad, aunque esto implique, ni más ni menos, más derecho a la vida para unos que para otros. Esta serie de premisas “de sentido común” ‒algunas, por suerte, recientemente impugnadas por importantes sectores de nuestra sociedad‒ sólo busca hacer notar cuán cargado de ideología está el sentido común.

Si bien la ideología es, en cierta medida, previa a la experiencia y nos sirve para darle sentido a esta, eso no quiere decir que sea independiente de la experiencia. La experiencia puede ayudarnos también a cambiar nuestra ideología y a adaptarla al curso de nuestra vida. Tener ideología no implica ser cerrado, negarse a ver o entender situaciones que pueden poner en cuestión nuestras creencias, que interpelan nuestra posición ante el mundo. Al contrario, al asumir explícitamente el posicionamiento ideológico del que partimos nos sinceramos en cuanto a que nuestra interpretación descansa en esos supuestos y que si la realidad nos devuelve sistemáticamente resultados inesperados a partir de ellos, podemos cambiarlos. Esto es especialmente relevante para quienes creen no tener ideología, ya que, al no ser conscientes de ella, son incapaces de cuestionar esas ideas a priori, y por tanto, de ejercer su libertad para transformar su manera de ver el mundo. No es más libre quien se proclama por encima de las ideologías; por el contrario, sufre la peor de las opresiones: aquella que pasa desapercibida y por tanto no se discute, no se interpela y no se cuestiona.

La ideología del presupuesto

Pasando desde el campo de la ideología al proyecto de Presupuesto Nacional, hay múltiples pasajes en el proyecto que ingresó al Parlamento en los que la ideología salta del papel (o del pdf) y lo enchastra a uno. No es intención de esta nota hacer un repaso exhaustivo de ellos. Tal vez, el aspecto más evidente en ese sentido se encuentre en lo que es la esencia de cualquier presupuesto: las prioridades financieras que establece. Mucho se ha dicho sobre lo que implica un proyecto que establece recortes y rebajas a salarios y jubilaciones, a la educación y la ciencia y, por el contrario, aumenta recursos a las Fuerzas Armadas, aumentando la cantidad de generales y coroneles. También aumenta salarios a los jerarcas más altos de las empresas públicas o del Ministerio de Desarrollo Social, a la vez que condena a la rebaja salarial a maestros y docentes, a policías y enfermeros. También se ha escrito sobre las concepciones de fondo sobre la pobreza y la riqueza que se reflejan en varios pasajes del proyecto de ley.

La intención de este artículo es referirse a otros dos aspectos, mucho menos señalados y ambos desarrollados en la exposición de motivos, que es justamente donde se busca justificar cualquier proyecto de ley. A partir de la página 7, en una sección titulada “Cambio de enfoque: hacia una mayor libertad”, se señala: “A lo largo de la historia de nuestro país los Presupuestos Nacionales partieron del supuesto de que debía realizarse una asignación de recursos incremental a partir de la base del año anterior. [...] La expansión del gasto público tiene como contracara un incremento de la presión fiscal sobre la población del país. [...] Esta situación prolongada a lo largo del tiempo conlleva una fuerte carga sobre el sector privado. [...] Este nuevo enfoque también es relevante desde una concepción que busca empoderar a las personas y dotarlas de mayor libertad. Uno de los objetivos de este gobierno es lograr que los habitantes del país sean cada vez más libres para seguir sus propios proyectos vitales, con la menor coerción posible por parte de un Estado. El presente Presupuesto Nacional, así como el plan general de la presente administración, tiene como uno de sus objetivos fundamentales generar mayores espacios de libertad a los uruguayos”.

Esta cita refleja que, según la concepción ideológica del presupuesto, más libertad sería sinónimo de menos impuestos, de la misma manera que mayor presión fiscal implicaría “más coerción del Estado”. La libertad no tiene que ver, desde esa perspectiva, con las posibilidades reales de todas las personas a acceder a las condiciones materiales básicas (comer, tener acceso a salud y educación, recibir cuidados, estímulos, cariño) para desarrollar, en condiciones de igualdad, sus capacidades intelectuales, físicas y espirituales y, entonces sí, poder seguir “sus propios proyectos vitales”. No. Tampoco parece tener nada que ver con gozar de un sistema judicial ágil, independiente y efectivo que respalde los derechos y enfrente los avasallamientos de donde vengan. Ni remotamente tendría nada que ver con acceder a fuentes de información diversas, plurales. Tampoco. La libertad es, simple y sencillamente, que el Estado no se meta en la economía, que no ahogue con impuestos y que no distorsione con servicios públicos (la contracara de los impuestos). Esa idea de libertad es, como toda construcción ideológica, funcional a algunos intereses: a los de quienes no necesitan un Estado que asegure condiciones materiales básicas para todos. A los intereses de los que no necesitan un sistema educativo público potente porque pueden comprar ese servicio en el mercado; de los que no necesitan un sistema de salud para todos, porque tienen su propio seguro privado. De quienes no necesitan instituciones que protejan sus derechos, porque pueden comprar esa protección.

Desde esa visión, claro, las personas en los países con la presión fiscal más baja del mundo serán las más libres. Podríamos asegurar entonces que los ciudadanos y ciudadanas de Omán, Libia, Chad o Birmania, cuatro de los países con la menor presión fiscal del mundo, disfrutan de una enorme libertad. Y también podríamos decir, como contraposición, que los ciudadanos y ciudadanas de Noruega, Finlandia, Dinamarca y Suecia, los cuatro países con mayor presión fiscal del mundo,1 viven en una horrible opresión. Una rápida consulta a cualquier indicador de calidad de vida, desarrollo humano o libertades demostrará lo ridículo de esta conclusión. Como decía al inicio: la ventaja de ser consciente de la ideología propia, de hacerla explícita, es poder someterla al test de la realidad, y atreverse a modificarla cuando este pulverice nuestros preconceptos.

La ideología y su instrumento: el tope del gasto público

El segundo aspecto que quería destacar refiere al desarrollo de la “regla fiscal”, que ya había sido enunciada en ocasión de la LUC. Si bien una regla fiscal puede ser un instrumento útil y positivo en la gestión de las finanzas públicas, como siempre, “el diablo está en los detalles”. Entre los diferentes temas desarrollados en esa sección, varios son opinables, pero de recibo, por lo que no voy a hacer comentarios sobre ellos. Mis comentarios se van a centrar sólo en un aspecto, que establece un tope al incremento del gasto público en relación al producto potencial. En la página 62 se afirma: “Tal como establece el artículo 208 de la Ley N° 19.889, el tope indicativo de incremento del gasto real se implementará de manera tal que, en cada año, la variación del gasto primario del GC-BPS no supere la variación del PIB potencial estimado para el período considerado, es decir, en torno a 2,3%”.

Es decir, lo que se establece es que el gasto público (la suma de lo que se gasta en jubilaciones, educación, salud, etcétera) no puede crecer a mayor tasa de la que crece la economía en el largo plazo (medida a través del PIB potencial). Parece de sentido común, ¿no? Claro, y por tanto está cargado de ideología. Según esa redacción, lo que se hace es congelar (o disminuir) el gasto en relación al PIB de largo plazo. Dado que, cuando el Estado gasta más de lo que recauda, o sea tiene “déficit fiscal”, eso repercute en un aumento de la deuda pública que cargará sobre las cuentas del país por muchos años, es razonable que se planteen límites al déficit fiscal o a la deuda. Sin embargo, fíjese el lector la sutileza, el proyecto no limita sólo al déficit sino también al gasto. Y eso es muy diferente. Porque supongamos que, a partir de la pandemia, entendemos, como sociedad, que es fundamental reforzar el sistema de salud, o fortalecer nuestro sistema de ciencia y tecnología, y para ello, de manera responsable, se establecen nuevos impuestos que lo financien plenamente. Pues, con este tope, eso no se podría hacer, porque implicaría un aumento del gasto, más allá de que no implicara un aumento del déficit ni de la deuda.

La relación entre gasto y PIB refleja preferencias ideológicas sobre el funcionamiento de la sociedad y en qué medida el ámbito de la producción y distribución debe darse en la órbita del mercado y en qué medida debe darse en la órbita del Estado, a partir de la programación democrática que implica el proceso presupuestal. Una mayor participación del sector público en la producción y provisión de servicios, como sucede en todos los países de más alto desarrollo humano, implica una relación entre gasto y producto más alta. Cuando a partir de 2008 los uruguayos decidimos crear el Sistema Nacional Integrado de Salud, financiado públicamente a través del Fondo Nacional de Salud (Fonasa), estábamos decidiendo que la relación entre gasto y PIB aumentara. Para mucha gente eso implicó acceder a un servicio al que no accedía, lo que es muy bueno. Pero para muchos más, sólo implicó un cambio en la forma de acceder al servicio, al dejar de pagar una cuota individual en el mercado y pasar a aportar al Fonasa, con lo que obtenía el mismo derecho que antes. Y eso también es muy bueno, porque al sacar del ámbito del mercado esa “compra” y llevarla al ámbito de lo público, cambió totalmente la lógica de provisión.

En la órbita del mercado, quien paga más tiene derecho a un servicio mejor. En la órbita pública, y dadas las características que se le dio al sistema, cada uno aporta de acuerdo a su ingreso y eso permite que todos accedan al mismo servicio (más allá de que en la realidad, por supuesto, esto se logró sólo parcialmente). Entonces el cambio no es sólo administrativo. Que el acceso a los servicios fundamentales se haga a través del mercado o del Estado tiene consecuencias profundas sobre la equidad y el cumplimiento de los derechos de todos. Eso sin mencionar que la centralización de los recursos y de la provisión de servicios implica economías de escala que generan menores costos de producción y mejores condiciones de negociación con proveedores privados, lo que también lleva a menores costos. De esa forma, la mayoría de quienes pagaban de bolsillo el servicio de salud terminaron ahorrando con el Fonasa, porque el monto de sus aportes pasó a ser menor que el precio que pagaban previamente.

Esta formulación de la regla fiscal refleja las preferencias ideológicas de la coalición de gobierno, busca congelar el gasto público, con lo que impide la expansión del Estado hacia la provisión de servicios fundamentales para el bienestar social, y no implica verdaderos ahorros, ya que quienes puedan seguramente pagarán mucho más caro para obtener esos servicios en el mercado. Lo que sí implica es que quienes no puedan pagar quedarán sin acceso a esos servicios, y claro, según cómo se mire, eso puede ser una ventaja para quienes sí pueden pagarlo. Como decíamos, toda ideología siempre es funcional a algunos intereses.