Este año se cumplen 15 años del lanzamiento del proyecto de reforma del Estado que presentó el gobierno de entonces. Cada gobierno escribe parte de nuestra historia, pero aquel era en extremo particular. Era la primera vez que lo ejercía el Frente Amplio. El presidente Tabaré Vázquez definió la iniciativa como “la madre de todas las reformas”; transcurría 2006.

¿Por qué escribir una columna sobre la reforma del Estado en el suplemento de economía? El nobel Jean Tirole, en su obra La economía del bienestar (a la que haré conceptualmente referencia en estas líneas), plantea un concepto de configuración económica amplia. Asigna, de hecho, a la economía el objetivo supremo de estar al servicio del bien común, de lograr “un mundo mejor”. Y para ello se vale del mercado y del Estado, zanjada la discusión de la necesaria convivencia. Por tanto, la economía es útil en la medida que no está al servicio ni de la propiedad privada ni de los intereses individuales, y mucho menos de aquellos que pretendan utilizar al Estado para imponerse o enquistarse.

La convivencia necesaria

Tras bambalinas, el dilema continúa siendo el mismo: la distribución de recursos escasos. El mecanismo de asignación que impera en nuestro tiempo, y que opera cada segundo, es el mercado. Sin embargo, éste presenta un sinfín de fallas en su funcionamiento más puro. Ejemplos abundan. Semanas atrás, el economista Gabriel Oddone presentó un informe sobre la formación de precios en Uruguay. La evidencia hallada permite afirmar que un conjunto de bienes de consumo masivo en nuestro país es relativamente más caro que en Argentina, Brasil y Chile. En particular, al comparar precios entre supermercados de esos países para artículos de la canasta de consumo (tocador, higiene personal, productos de limpieza, ropa, alimentos y bebidas), las diferencias de precios son significativas.

Y la explicación no se encuentra en procesos inflacionarios (o no solo). La formación de precios al consumo en Uruguay contiene problemas congénitos que se multiplican en las diferentes cadenas hasta llegar a la góndola y en muchos casos hipotecando la función económica de estar al “servicio del bien común”. “La mano invisible” de Adam Smith solucionando frecuentes imperfecciones de las economías de mercado resultó ser, más que invisible, inexistente.

La historia también ha enseñado que economías basadas en el Estado conllevan no menos cantidad de “fallos” como distribuidor único de aquellos recursos escasos. Sin irnos lejos en el tiempo, ni a sistemas de extremo, ejemplos de pésima utilización de recursos públicos en nuestro propio Estado contemporáneo abundan en demasía.

Por tanto, podríamos afirmar que, para administrar el dilema planteado, y a la luz de la evidencia del funcionamiento de la inmensa mayoría de las economías actuales, existe un consenso generalizado de necesaria convivencia entre la economía de mercado y un Estado interviniendo. El Estado no puede lograr que sus ciudadanos vivan y se desarrollen sin mercado; y el mercado necesita al Estado, no solo para proteger la libertad de empresa y para garantizar los contratos a través de un sistema jurídico, sino también para corregir o mitigar los efectos de sus fallos.

La reforma necesaria

Como hace 15 años, continúa siendo necesaria una reforma de nuestro Estado que lo lleve a estadíos de modernidad, eficiencia, igualdad y justicia. Como he descrito, juega un rol determinante en el desarrollo económico y por tanto humano de nuestra sociedad.

Precisamos abordar interrogantes para entender nuestras responsabilidades históricas. ¿Qué Estado estamos legando a nuestros hijos? ¿Una organización capaz de ser eficiente en los recursos que administra y que distribuye para erosionar desigualdades? ¿O un Estado pesado, lento, al servicio de fines confusos, endeudado y con un sistema previsional desfinanciado?

Debemos concebir a nuestro Estado como el gran regulador del funcionamiento social. Que fije las reglas del juego e intervenga para mitigar los fallos del mercado, pero no para sustituirlo. Un Estado presente que asegure la atención de la distribución desigual de los recursos. Un Estado que genere bienestar y orgullo por la calidad de los servicios que presta. Construyendo y ejecutando políticas públicas con sentido, con propósito, con razonabilidad y viabilidad. ¿Qué rol nos toca como ciudadanos? De mínima no convalidar prácticas que se alejan de estos principios básicos. No debemos barrer bajo la alfombra.

Cuando se embarca al Estado como inversor y productor, se debe ser en extremo riguroso para fundamentar qué fines se persiguen y qué niveles de factibilidad existen. Cuando se utiliza al Estado como empleador, se debe ser en extremo riguroso para definir qué vacantes existen, qué perfiles se necesitan y qué procedimientos se utilizarán para su cobertura. Aún persisten instrumentos sumamente discrecionales de autoridades de turno que los utilizan con criterios poco transparentes y con fines cuestionables. Por ello, como ciudadanos, nuestro rol no es menor.

Además, como sociedad, nos debemos el rediseño del trato a la función pública. Su re-jerarquización social, planes de carrera funcionales, formación, capacitación y movilidad. La estigmatización es la peor de las respuestas.

El control burocrático de los procesos en general atenta contra un Estado ágil, pero la discrecionalidad con la excusa de la inmediatez conlleva el riesgo de la transparencia. En el medio, la tecnología como herramienta al servicio del bien común. El Estado uruguayo ha avanzado en la digitalización de la administración, ha dotado a algunos procesos de agilidad y sobre todo nos ha dado información sobre en qué y cuanto se gasta. Integrar el llamado D9, como países lideres en el desarrollo de gobiernos electrónicos, es elocuente y marca un camino que debemos inequívocamente profundizar a mayor velocidad.

Una reforma del Estado integral debe abarcar otra cantidad de aspectos no tratados aquí. No tengamos prejuicios para su tratamiento; ni excusas de coyuntura para evitar su abordaje. En torno a este proceso se deben construir consensos y diseñar estructuras que perduren más allá de las naturales alternancias de gobierno. Esto último es una reivindicación expresa de las decisiones políticas, y de quienes dedican su vida o parte de ella a su diseño y ejecución, a riesgo de inacción o de quedar a la merced de tecnócratas.