Si tocas y no te atienden,
tendrás que cambiar la puerta.

Para quienes el trabajo representa su única fuente de ingreso, estar desocupado seguramente constituya el acontecimiento económico más angustiante que les puede tocar atravesar. De vuelta a casa, Juan leyó un grafiti que lo dejó cavilando. Decía: “En el capitalismo, si hay algo peor que ser explotado, es no serlo”.

Desde que Juan perdió el trabajo, alternaba entre momentos en los que se sentía bien con otros en los que no se sentía nada bien. Miraba la puerta y recordaba una canción que solía escuchar camino al trabajo: “Fiero es de mirar a la puerta y no verle y no verle la salida… pero hay que salir coraje porque afuera está la vida”.1 El sentido que le daba ahora a esa letra era otro. Sus estados de ánimo eran cíclicos y se preguntaba ¿cuántas personas pueden entrar en una persona? Cuando no se sentía bien consideraba que el éxito era algo nefasto. Entendía que su falso parecido con el mérito engañaba a las personas. Él se sentía engañado.

Para peor, sus estados de ánimo presentaban histéresis. No podía disfrutar plenamente de los momentos en que se sentía bien a causa de la presencia de reminiscencias de los momentos en que se sentía mal.

En ocasiones, esta situación le resultaba casi insoportable, entraba en crisis, sentía que nada podía hacer para modificarla. Entonces, se acordaba de lo que hacía un tiempo había leído en la Biblia: “El hombre echa las suertes, pero el Señor es quien lo decide todo”.2

Sabía que mal de muchos es consuelo de tontos, pero también sabía que es consuelo al fin. Entonces, se abocó a buscar información acerca de la desocupación. Encontró un documento de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en el que se establecía que hay en el mundo algo más de 190 millones de desocupados.3 Ese dato le causó escalofrío; pensó qué mal está la humanidad. Pero, a su vez, sintió el calor que da no sentirse solo.

Juan pensaba que, por si fuera poco, en el documento de la OIT, al problema liso y llano de la desocupación, se sumaba que una parte de los ocupados tienen empleos precarios, el ingreso que generan no les es suficiente para superar la línea de pobreza y además, en algunos casos, el empleo no se encuentra amparado por la seguridad social.

En sus cavilaciones Juan se decía: nos han vendido la idea y la hemos comprado pagando un alto precio, seguramente como consecuencia del oligopolio del mercado de ideas imperante, de que el empleo y la pobreza son como el agua y el aceite: no se mezclan. Siguiendo esa premisa, aunque después Juan concluirá que es falaz, surge que, a efectos de combatir la pobreza, hay que fortalecer a las empresas, que son las que demandan trabajo. Se escuchan, entonces, las voces que plantean la necesidad de reducir los costos de producción. Seguidamente, para lograrlo, esas mismas voces proponen la disminución de los salarios.

Esta línea de razonamiento parece lógica, pensaba Juan, aunque no le terminaba de convencer. Le parecía que ese relato adolecía de problemas. A su entender, tenía al menos dos sujetos omitidos: el papel de la productividad y el de la demanda.

Los costos laborales, cavilaba Juan, se pueden reducir de dos maneras: bajando los salarios o aumentando la producción por trabajador. A lo largo de la historia la reducción de los costos de producción ha venido de la mano, fundamentalmente, de cambios en las formas de producir. En 1914 Henry Ford ofreció empleos a un salario que doblaba el salario de mercado vigente en Estados Unidos en aquel momento. La consecuencia fue un incremento de la productividad del trabajo de tal magnitud que generó una reducción de los costos de producción a pesar del incremento salarial. No obstante, Juan pensaba que las propuestas para fortalecer la posición competitiva de las empresas suelen apuntar exclusivamente a la reducción de los salarios. Estaba acostumbrado a escuchar ese pregón sin tregua, una y otra vez.

El otro sujeto omitido en el razonamiento, pensaba, es el papel de la demanda efectiva. Las empresas contratarán trabajadores en la medida en que generen rentabilidad, para lo cual debe existir demanda que les permita vender su producción.

Juan se preguntaba qué pasaría si todas las empresas del planeta redujeran sus salarios. En este caso, ¿aumentarían su competitividad? Las situaciones en que las recompensas dependen del rendimiento relativo suelen denominarse competiciones. Participar en una competición implica tomar medidas para aumentar la probabilidad de estar relativamente mejor posicionado. Pero si todas las empresas reducen sus costos, su posición relativa se mantendría incambiada. A su vez, al reducirse el ingreso de los trabajadores, disminuiría la demanda global de bienes y servicios, salvo, claro está, que estemos en un mundo de ensueños en el que la reducción salarial se trasladara totalmente a los precios provocando su reducción.

A Juan le vino a la cabeza la imagen de cuando va al estadio y se pone de pie para poder ver mejor, luego otros también lo hacen, y finalmente todos se paran. El resultado final es que nadie mejora su visión del partido y, además, en lugar de estar sentados, ahora están parados. O sea, cuando todos se paran no mejoran su visión y, por otra parte, están más incómodos. Pararse es una estrategia efectiva si no la ponen todos en práctica. Lo mismo, me parece, decía Juan, pasa con la estrategia de reducir los salarios.

Juan estaba confundido, entendía que aumentar los salarios mejoraría la rentabilidad de las empresas porque aumentaría la demanda de los productos que ofrecen, pero, siempre hay un pero, pensaba, también puede reducir la rentabilidad por cada unidad vendida.

Lo que en última instancia gobierna la dinámica del mercado de trabajo, especulaba Juan, es la rentabilidad del capital, y esta no se encuentra en el banquillo de los acusados a la hora de buscar los factores responsables de la falta de competitividad. El precio al que venden las empresas se puede reducir tanto remunerando menos el trabajo como remunerando menos el capital, lo que no implica no remunerarlo. Pero el poder oligopólico existente en el actual mundo de las ideas establece que todo lo que mejore la rentabilidad de las empresas implica ir en la buena dirección, independientemente de toda consideración acerca de su nivel. En cambio, todo lo que le ponga límites implica ir en la mala dirección. No deberíamos olvidar, especulaba Juan, que, como dijo Francisco de Quevedo, “lo mucho se vuelve poco con sólo desear otro poco más”.

El binomio trabajo-pobreza parece ser una de las señas de identidad del mercado de trabajo en nuestros tiempos. En vísperas de las elecciones generales británicas de 2015, 65 profesores de política social escribieron al periódico The Guardian: “En la actualidad, la mayoría de los niños y adultos en edad de trabajar que viven en la pobreza viven en hogares donde se trabaja, no donde no se trabaja. En otras palabras, e irónicamente a la vista de la retórica de la coalición, muchos de los que se ven obligados a solicitar las prestaciones por edad de trabajar que serán objeto de nuevos recortes no son lo que el primer ministro llama ‘trabajadores sin empleo‘, sino, de hecho, ‘familias trabajadoras’”.4

“Mientras que en la década de 1970 el 3-4% de los hogares con empleo se encontraban en situación de pobreza, la cifra en 2000/2001 era del 14%. Entre 1975 y mediados de los 90, la incidencia de los salarios bajos para los hombres en el mercado laboral se ha duplicado”.5 La tendencia no parece augurar nada bueno.

En 2022 había en Uruguay 353.000 personas que vivían en hogares pobres, de las cuales 129.025 eran niños. La tasa de pobreza resultante de dividir la cantidad de personas pobres sobre la población total fue de 9,9%, mientras que la tasa de pobreza infantil (proporción de personas pobres menores de 14 años con relación a la cantidad total de personas menores de 14 años) fue de 18,5%. Otra forma de dimensionar el fenómeno de infantilización de la pobreza es observando que de cada 100 personas pobres 36,5 son niños.6

En 2022 el 86,3% de las personas pobres vivían en hogares donde entre sus integrantes había al menos un trabajador. De cada 100 personas pobres 29,3 eran trabajadores.

Si acotamos el análisis estrictamente al universo de los trabajadores formales, la situación es la siguiente. En 2022 había 34.000 trabajadores formales pobres, los que representan 9,6% de los pobres totales. En hogares en los que habita al menos un trabajador formal en 2022 vivían 134.324 personas pobres, de las cuales 48.695 eran niños.

Para disminuir la pobreza, cavilaba Juan, sería necesario un incremento de los salarios, pero eso tiene un problema, porque, según lo que había escuchado, generaría desocupación. Por un momento dudó. Se preguntó si el objetivo, en lugar de disminuir la pobreza, no debería ser abolir la miseria. Convencido de que debería ser lo segundo, decidió, no obstante, por entender que en el corto plazo era más factible, analizar cómo alcanzar el primero.

Siempre había escuchado decir que, si se incrementa el salario, como consecuencia, se reduce el empleo. Lo que no se va en lágrimas se va en suspiros, pensaba. El beneficio que tendrían los trabajadores por un incremento de los salarios generaría un costo, la pérdida de empleos. Como dos caras de una misma moneda, los que mantienen el empleo se verían beneficiados al tener un salario mayor. Del otro lado de la moneda estarían los que perderían, los que se verían perjudicados al quedarse sin empleo. Juan otra vez miró la puerta y no vio la salida.

Foto del artículo 'Cavilaciones de un desocupado (parte I): indefensión aprendida'

No obstante, recordó que en 2021 el premio Nobel de Economía fue otorgado a académicos que en sus investigaciones demuestran que la suba del salario mínimo no genera pérdida de empleos. Juan sintió una ráfaga de aire fresco cuando leyó: “Garantizar salarios mínimos dignos a través de procesos legales o negociaciones colectivas es crucial para poner fin a la pobreza; invertir la tendencia a largo plazo de la disminución de la participación de los ingresos del trabajo, aumentar la demanda, y construir las bases para la recuperación, con empleos, trabajo decente y resiliencia, en un mundo cada vez más desigual”. Creyó, entonces, que había una salida.

Recordó que en Uruguay, entre 2005 y 2014, como se muestra en el gráfico siguiente, donde el eje de la izquierda muestra la cantidad de puestos cotizantes del sector privado y el de la derecha el salario real, creció tanto el salario real como la cantidad de puestos de trabajo.

Como consecuencia, se incrementó el total de ingresos de los trabajadores, es decir, la masa salarial. Pero además sucedió algo que Juan entendía que era muy importante: la masa salarial creció en el período más que lo que creció el resto de los ingresos generados en la economía. Dicho de otra manera, creció el porcentaje que representa la masa salarial en el total de ingresos generados en la economía. Esto se puede observar en el segundo gráfico.7

Foto del artículo 'Cavilaciones de un desocupado (parte I): indefensión aprendida'

Juan, como ya sabemos, disponía de tiempo libre y estaba dispuesto a destinarlo a entender la situación por la que estaba atravesando. Siguió buscando información con relación a la desocupación. En un informe en el que se estudian las consecuencias del desempleo a largo plazo,8 leyó: “Quienes están desempleados por un largo tiempo tienden a ganar menos una vez que encuentran nuevos puestos de trabajo. Ellos están en peor estado de salud y sus hijos tienen un peor rendimiento académico que quienes no perdieron el empleo”. Esta última lectura lo dejó preocupado.

Cuanto más se informaba, Juan más sentía que no estaba solo, sentía que formaba parte de un ejército de combatientes que enfrentaban las mismas vicisitudes en el mercado de trabajo. Pensaba, con un poco de resignación, el futuro no es nada auspicioso, el progreso tecnológico podría empeorar aún más las cosas. Su resignación en ocasiones se mezclaba con la rabia.

El diagnóstico

Viendo que su situación no mejoraba, Juan decidió pedir ayuda, consultó a un psicólogo. Tras analizar sus síntomas, le diagnosticó indefensión aprendida. Inmediatamente, ante la cara de asombro de Juan, y antes de que formulara la pregunta que el psicólogo adivinó, pasó a explicarle. La indefensión aprendida genera que una persona sienta y crea que haga lo que haga no va a poder cambiar los resultados de los acontecimientos; lo que después ocurra ya está determinado.

La indefensión aprendida entonces, cavilaba Juan, puede hacer que predomine en la sociedad la idea de que no podemos escapar de una situación que afecta de manera negativa a mucha gente, por más que nos esforcemos en cambiar el actual estado de cosas una y otra vez.

Una sociedad afectada de indefensión aprendida percibiría que ya todo se ha intentado, pero para nada ha mejorado el actual estado de cosas. Esto lleva a que predomine la sensación de derrota, de impotencia, de falta de energías para afrontar los problemas. Se corre así el riesgo de aprender que no vale la pena hacer nada para modificar la realidad. Lo que podemos es adaptarnos de la mejor manera posible, rindiendo tributo a los planteos que nos hablan del arte de lo posible y descartan la posibilidad de moldear la realidad para poder hacer posible mañana lo que hoy parece imposible. Un hoy que Juan veía reflejado en los versos de Cadícamo: “Hoy se lleva a empeñar al amigo más fiel, nadie invita a morfar, todo el mundo en el riel. Al mundo le falta un tornillo, que venga un mecánico a ver si lo puede arreglar”.9

El mecánico de Cadícamo podría tomar como sugerencia, pensaba Juan, lo que planteaba quien escribiera la Biblia del capitalismo, Adam Smith: “Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y miserables. Es, por añadidura, equitativo que quienes alimentan, visten y albergan al pueblo entero participen de tal modo en el producto de su propia labor que ellos también se encuentren razonablemente alimentados, vestidos y alojados”.

Ya era muy tarde. Juan pensó en descansar para seguir mañana con sus cavilaciones. Le preocupaba entender por qué en el mercado de trabajo, a diferencia de lo que según escucha sucede en otros mercados, el desequilibrio es la norma y no la excepción. Quería entender por qué el desempleo es un fenómeno extendido a nivel global. Pensaba que, si lo lograba entender, quizás podría responder las preguntas que más le inquietaban en este momento, saber cuánto tiempo estaría desocupado, saber si en su nuevo trabajo recibirá el mismo salario que tenía cuando lo despidieron, saber en qué medida su situación laboral dependerá del ciclo económico, y saber si, en caso de no encontrar trabajo en un tiempo razonable, recibiría algún apoyo del Estado. Estas preguntas darán lugar a las próximas cavilaciones de Juan.

Carlos Grau Pérez es economista, investigador del CINVE, docente universitario, máster en Economía por la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica.


  1. “Canción de muchacho”, Eduardo Darnauchans. Tema que da nombre a su primer disco. 

  2. Proverbios 16:33. 

  3. OIT (2023). Observatorio de la OIT sobre el mundo del trabajo. Undécima edición. 

  4. cepr.org/voxeu/columns/de-industrialisation-new-speenhamland-and-neo-liberalism 

  5. Stewart, M (1999). “Low pay in Britain”. En Gregg, P y J Wadsworth (eds.), The state of working Britain. Manchester. 

  6. Estimaciones realizadas por el Cinve a partir de la Encuesta Continua de Hogares. 

  7. BPS: Asesoría General en Seguridad Social (2017). Análisis de la evolución de la masa salarial, puestos cotizantes y remuneración promedio declarados en la nómina del Banco de Previsión Social, 2005-2017. 

  8. Banco Mundial (2015). El desempleo daña la salud en Latinoamérica

  9. “Al mundo le falta un tornillo”, Enrique Cadícamo.