Tal vez este verano –con sus temperaturas récord, inundaciones mortales y voraces incendios descontrolados, que tan sólo en Canadá destruyeron una cantidad de árboles equivalente a todos los de Alemania– se haya sentido como una advertencia final: si no actuamos de manera drástica y urgente, la actual emergencia climática se convertirá en un desastre climático inevitable. Es posible que haya quienes sientan que llegamos al punto en que nuestra única oportunidad para responder con velocidad y potencia suficientes a esta amenaza es abrazar una firme autoridad estatal... y hasta el autoritarismo absoluto, pero la noción de que los autoritarios con mentalidad ecológica lograrán mejores resultados climáticos que los líderes democráticos es una fantasía peligrosa.

Las dudas sobre la capacidad de las democracias para actuar de manera rápida y eficiente no son nuevas. Los gobiernos que permiten que todos participen (al menos, en teoría) son sistemas imperfectos y lentos. Los miembros más influyentes a menudo pueden vetar acciones que la mayoría apoya. Por otra parte, la idea de que las masas irracionales tienen demasiado poder –algo que durante mucho tiempo sólo se expresaba en voz baja– resulta ahora, en la era de Donald Trump, completamente aceptable en las reuniones sociales. Por ejemplo, los votantes tienden a castigar a los políticos que toman medidas para evitar catástrofes y a recompensarlos por adoptar actitudes heroicas durante los desastres (aun cuando aliviar los desastres resulta mucho más caro que evitarlos).

Además de los prejuicios bien conocidos –muchos se remontan a los escritos de Platón– se puede afirmar que algunos de los beneficios de la democracia no son muy útiles ante la emergencia climática. Las democracias se enorgullecen de ser capaces de revisar todas las decisiones: se pueden actualizar y mejorar las políticas, y quienes pierden una elección pueden ganar la siguiente (y eso los motiva a seguir participando en el juego democrático), pero las decisiones relacionadas con el clima tienen consecuencias importantes e irreversibles, por lo que aunque las malas decisiones –como no hacer lo suficiente– se revean después, eso crea graves daños.

Otras críticas contemporáneas son aún más categóricas: las democracias se basan en acuerdos, pero las negociaciones a menudo resultan incoherentes, especialmente en los sistemas multipartidarios, porque hay demasiadas partes políticas involucradas que desean salirse con la suya. La actual coalición gobernante alemana parece ser un claro ejemplo de ello. Corregir esa incoherencia lleva tiempo, algo con los que las democracias cuentan en circunstancias normales, pero de lo que ciertamente carecen ahora que el planeta se calienta y torna cada vez más apocalíptico día a día.

Otra cuestión clave deriva del dominio de hecho que ejercen las empresas en las democracias capitalistas. Dado que la acción climática perjudicará inevitablemente la situación de (al menos) algunos capitales, parece probable que estos impidan que se tomen los pasos necesarios a tiempo… o en absoluto.

Ahora que la crisis climática crece rápidamente, también lo hace el llamado a la toma de decisiones más autoritaria. Hay quienes promueven un enfoque tecnocrático y señalan a China como el ejemplo perfecto (aparentemente no se dan cuenta de lo irónico que resulta que ese país sea el mayor emisor de gases de efecto invernadero). Otros –especialmente, el pensador alemán Andreas Malm– imaginan un nuevo tipo de leninismo-comunismo de guerra.

Estas propuestas llevan a preguntas obvias, que sus defensores nunca responden del todo. Si, en aras de la acción climática, se concentra el poder en manos de un Estado que no responde al pueblo, ¿cómo se evitan los abusos de poder? ¿Por qué, si no hay mecanismo de responsabilización alguno, se ocuparía en absoluto un régimen autoritario del cambio climático? ¿Realmente esperamos que los poderosos intereses que actualmente se interponen a la acción climática no sigan siendo tan poderosos, o más aún, en el caso de una autocracia climática?

Los regímenes autoritarios son especialmente corruptos. Por lo tanto, la idea de que en un sistema de ese tipo no habría grupos de presión y que estaría a cargo de tecnócratas racionales y neutrales es poco convincente. De hecho, lo más probable es que, lejos de impulsar la acción climática, pasar a un estilo de toma de decisiones autoritario sólo empeoraría las cosas.

El autoritarismo climático también podría fallar de maneras menos obvias. En los sistemas de gobierno con cierto grado de libertad, la oposición es inevitable. Si las autoridades estiman que hay que aplicar nuevas restricciones para acallar las críticas o la resistencia, bien pueden terminar erosionando otras libertades básicas (entre ellas, la de producir e intercambiar ideas potencialmente transformadoras).

Imaginemos lo siguiente: un grupo de científicos climáticos menosprecia las políticas del dictador climático por considerarlas insuficientes y procura movilizar a otros para exigir acciones más intensas. En un intento por restaurar el “orden”, el dictador impone medidas que restringen las libertades académica y de asociación. Ahora no sólo los expertos son menos capaces de influir sobre la respuesta climática estatal, sino que además es posible que no tengan oportunidad de desarrollar ni compartir ideas e innovaciones que podrían ampliar nuestra capacidad colectiva para solucionar el cambio climático.

Es cierto, nada de lo anterior implica necesariamente que los sistemas democráticos estén especialmente bien equipados para promover la acción climática. Podríamos concluir, por el contrario, que no existen buenos instrumentos políticos en absoluto. Pero esto deja de lado un punto clave: los obstáculos a la acción climática eficaz en las democracias actuales no son inherentes a ellas. Por el contrario, son incoherentes con los ideales democráticos y debieran desaparecer en las democracias que funcionan correctamente.

La influencia desproporcionada del sector de los combustibles fósiles sobre el proceso político, por ejemplo, no sólo perjudica al medioambiente, sino que resulta fundamentalmente antidemocrática. Aún si no tuviéramos que ocuparnos con urgencia de la emergencia climática, los ciudadanos tendrían buenos motivos para exigir cambios. La conclusión es clara: si no nos abocamos a la emergencia climática seriamente, no salvaremos a la democracia. Y si no tomamos los ideales democráticos en serio, no salvaremos al clima.

Jan-Werner Mueller es profesor de Política en la Universidad de Princeton. Su último libro es Democracy Rules [Las normas de la democracia] (Farrar, Straus and Giroux, 2021; Allen Lane, 2021). Copyright: Project Syndicate, 2023. Traducción al español por Ant-Translation.