Con estudios en psicología y psicología experimental, Hernán Sánchez Ríos se ha especializado en el desarrollo cognitivo de la primera infancia. Desde hace años dirige el grupo de investigación Desarrollo Psicológico en Contextos en la Facultad de Psicología de la Universidad del Valle, en el oeste de Colombia. En los últimos años ha hecho aportes a las políticas públicas dirigidas a la primera infancia, aunque considera que su país se preocupó por esa área de manera tardía. Hace algunos días estuvo en Montevideo, concretamente en la Facultad de Psicología de la Universidad de la República, donde dio una conferencia y participó en distintas actividades académicas. Sánchez Ríos conversó con la diaria sobre el desarrollo cognitivo de niñas y niños en contextos de pobreza, sobre algunas claves para el abordaje educativo y también reflexionó sobre los efectos de la pandemia en esa población.

Muchas veces se dice que lo que no se aprende o se logra en la primera infancia es difícil de recuperar en edades más avanzadas, ¿estás de acuerdo con esa afirmación?

Trabajamos desde una posición no tan radical, con un cierto relativismo en relación con el fenómeno del cambio en el desarrollo. Hay unos sesgos que el tiempo evolutivo deja con relación a capacidades que tenemos los seres humanos para convertirnos progresivamente en personas más hábiles y diestras. Por ejemplo, el bilingüismo. Potencialmente, todos los seres humanos podemos aprender cualquier lengua y, de hecho, muchas lenguas en simultáneo. A saber, en áreas de frontera, como Uruguay y Brasil, o las comunidades indígenas con las que trabajamos en Colombia, donde la lengua cotidiana es la de origen pero también hablan castellano, y las dos lenguas fluyen con total tranquilidad. Para conservar el tránsito hacia esas habilidades de lenguaje prontamente la cultura debe dejar huella, porque si no se estimulan esas capacidades, el potencial del bilingüismo tiende a decaer.

Hay aspectos de naturaleza endógena en el desarrollo que son capacidades que se transforman en habilidades, que tienen toda la fuerza del tiempo evolutivo, y que se potencializan en los primeros años. Pero también la cultura deja huella, lo vemos con las experiencias de niños que son adoptados, que salen de un contexto cultural a otro y tienen la experiencia de otros padres, con otros sistemas semióticos, con otras formas de comunicación, y prontamente se adaptan. No tenemos una posición absoluta al respecto, sino que comprendemos que precisamente en el dinamismo entre lo exógeno y lo endógeno se van generando los cambios en las trayectorias de vida de las personas.

¿Cómo entran en juego la pobreza y los contextos socioeconómicos más desfavorecidos en el desarrollo de estas habilidades?

Tenemos una investigación de hace casi 15 años con varias ciudades colombianas, específicamente buscando establecer relaciones entre el desarrollo cognitivo de niños que vivían en sectores urbanos pobres y sus contextos de interacción. Teníamos una hipótesis de antes de hacer la investigación y era que los niveles diferenciados de pobreza tenían una incidencia en el desarrollo cognitivo de los niños. La investigación nos mostró otro universo que fue alentador. Describimos el desarrollo de los niños, tuvimos niveles diferenciados de estrategias frente a procesos psicológicos complejos como la inferencia, la clasificación, la formulación de hipótesis, la experimentación, muy vinculados hacia la racionalidad científica. Utilizamos otros instrumentos para caracterizar los contextos familiares: nivel socioeconómico de las familias, estructura familiar, pautas y prácticas de crianza vinculadas con el cuidado y protección de los niños, con la recreación y el entretenimiento, con la regulación del comportamiento y con la educación. Surgió una quinta dimensión: las metas y expectativas de los padres.

Buscamos establecer cuáles variables tenían una mayor incidencia en el desarrollo de los niños. Para nuestra sorpresa, la dimensión que más fuerza tenía al determinar el desarrollo de los niños eran las metas y expectativas de los padres, que son contemporáneas, pero generan signos que son promotores de lo que tiene proyectada esa familia para el futuro del niño. Familias que tienen una condición de marginalidad buscan todas las acciones simbólicas para garantizar que sus hijos tengan unas posibilidades mejores a través del sistema educativo respecto de las alternativas que ellos tuvieron.

El panorama no es tan desalentador y el pobre no está condenado a ser pobre. No obstante, en un tipo de análisis sistémico los gobiernos institucionalmente deben garantizar las posibilidades para que a estas familias se les abran las puertas a partir de los sistemas educativos formales, informales y no formales. En ocasiones los gobiernos insisten mucho en la educación formal, y eso está muy bien, pero también es muy importante ofrecer alternativas de contrajornada a la escuela: educación no formal o informal. Que se abran museos, grupos de música, el deporte es muy importante para generar rutinas y espacios de diversión.

Cuando una comunidad no ha naturalizado la desesperanza, sigue apostando al futuro y se gestan signos que son promotores del desarrollo de los niños, esa comunidad tiene muchísimas posibilidades. Lo que se debe garantizar es que los niños tengan espacios de encuentro y espacios educativos con agentes cualificados y comprometidos con su desarrollo, con la educación y con el futuro.

¿Qué eco has encontrado en Colombia para desarrollar estas acciones?

Muy tardíamente Colombia se comprometió con una política de primera infancia con la ley de infancia y adolescencia, más o menos en 2005. El Ministerio de Educación hizo un mapeo de todos los que hacíamos investigación en primera infancia, nos convocó para nortear las necesidades que tenían los niños, las familias, las comunidades y los programas educativos que trabajaban con primera infancia. Lo primero a lo que llegamos es que existían programas de atención en el país, que se llaman Hogares Comunitarios, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que nacieron con un grupo de mujeres en el Caribe colombiano. Eran 15 mujeres lavanderas que destinaban el salario de una de ellas de tal manera que 14 iban a hacer el trabajo de lavandería y conseguían sustituir la jornada de una de ellas, que se quedaba con los hijos de las otras 14: una madre comunitaria que actuaba como cuidadora, que protegía a los niños durante la jornada.

El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar empezó a generar en todo el país los Hogares Comunitarios, donde a una madre de la comunidad, que vivía en un sector urbano pobre o en la zona rural, le daban la posibilidad de atender más o menos a 14 niños mientras sus padres trabajaban. Ellas se encargaban del cuidado, la protección, de cumplir con los esquemas de vacunación, la asistencia básica. Eso fue importante durante un período, lo reconocemos todos los que trabajamos con primera infancia. De hecho, participamos en la cualificación de estas mujeres, que muchas veces no habían terminado la educación básica y desde las universidades ofrecimos programas de alfabetización. Lo que teníamos claro es que ese programa necesitaba también tener un sustrato educativo, no solamente de cuidados, atención y protección de los niños.

¿Qué acciones concretas implementaron?

Con el grupo que dirijo hicimos una serie de acciones con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, el Ministerio de Educación Nacional y el Ministerio de Ciencia y Tecnología. En una evaluación nacional del programa nos encontramos cosas importantes, pero también cosas muy preocupantes. Por ejemplo, el país consiguió erradicar enfermedades como el sarampión a partir del acompañamiento que hicieron las madres comunitarias durante casi toda una década para que se cumplieran los esquemas de vacunación. En las evaluaciones con los nutricionistas no encontramos índices de desnutrición dramáticos. Los recursos que había destinado el gobierno, las bolsas de alimentos, llegaban a los niños. La madre comunitaria preparaba los alimentos para los niños y probablemente eso también ayudara a la economía doméstica.

Esas condiciones de asistencia básica estaban muy bien, pero en lo educativo encontramos unas cosas muy difíciles, sobre todo en las prácticas cotidianas. Un espacio pequeño con 15 niños era el espacio para comer, para jugar, para hacer algunas cosas de la escuela, y también se presentaban situaciones de violencia entre pares que no eran muy bien resueltas por el agente educativo. Aparecían formas que se podían tipificar como negligencia, castigo físico o psicológico, que nos generaron una enorme preocupación. Lo que también nos generó una gran alarma fueron prácticas estereotipadas de los agentes educativos como para llenar la rutina de los niños: hacer planas [escribir frases reiteradas veces], dibujos, supuestamente un cuaderno. Ninguna de esas actividades eran significadas desde la perspectiva del desarrollo de los niños. La universidad en la que trabajo tomó la decisión de crear uno de los primeros programas de profesionalización de la primera infancia, para que los agentes educativos interesados en trabajar con niños pequeños tuvieran acceso a un sistema de formación profesional. Otras instituciones generaron otros programas y el Ministerio de Educación dio apertura y recursos para ello.

También hicimos documentos de política pública, que sirven como lineamientos para agentes educativos y maestras de grado de transición [como se le llama a grupos de niños de cinco años]. Seguimos haciendo investigación con recursos del Ministerio de Ciencia y Tecnología, ahora estoy terminando una investigación también con cuatro ciudades colombianas, trabajando con maestras del grado de transición sobre cuál sería la propuesta educativa para estos niños que vienen de sus comunidades y están ingresando a un sistema que los va a acoger por más o menos 12 años.

Ese ha sido nuestro trabajo en los últimos 20 años; presentar evidencia a las instituciones que tienen la responsabilidad de la atención, la educación, el cuidado y la atención de los niños con equipos interdisciplinarios.

¿Qué tipo de intervenciones son deseables para motivar el desarrollo cognitivo en las instituciones educativas?

En los años 90 decíamos que promover la racionalidad científica en el niño pequeño, el conocimiento aritmético, el lenguaje, la textualización, el acceso al mundo simbólico y a la literatura, la formación ciudadana. En un documento del Ministerio de Educación Nacional les proponemos a las maestras que trabajan con niños pequeños que se deben ampliar las posibilidades para la educación de los niños. Situaciones de resolución de problemas diseñadas por los maestros y que la mente de los niños consigan problematizar. Que el maestro tenga una total disposición a permitirles a los niños situaciones en las que se pregunten, experimenten, formulen hipótesis, hagan conjeturas, establezcan relaciones de probabilidad, de ensayo y error. Eso se denomina estrategias educativas STEM: ciencia, tecnología, matemática, lenguaje y artes.

Pensamos que deben existir una multiplicidad de actividades que sean significativas y que potencialicen el desarrollo de los niños. Esas actividades deben ser pensadas por el agente educativo y tener una proyección en el futuro. Cuando la maestra está trabajando con el niño algún contenido tiene que pensar cuál va a ser la incidencia que tiene en el desarrollo y tiene que tener un sostenimiento temporal. Siempre procuramos que las maestras tengan acceso a formas de trabajo que solemos denominar “perspectivas microgenéticas”, por las que la maestra trabaja con grupos de niños sosteniendo las actividades por un buen número de semanas, de tal manera que ellas puedan garantizar que se han dado cambios en el desarrollo de los niños. Esa multiplicidad pasa por juegos, prácticas cotidianas. Por ejemplo, todo lo que se puede aprender haciendo una receta con un adulto que sabe dar las instrucciones: las estrategias que tienen que ver con conocimiento aritmético, la construcción de la noción del número, la cardinalidad, la ordinalidad, las fracciones, suma, resta. Todo eso está implicado en una receta culinaria. Los adultos deben entender que no se trata de hacer por hacer, la acción debe ser significada desde la perspectiva del desarrollo de los niños, de forma que tengamos claro cuál es el andamiaje que estamos generando en la práctica educativa.

¿Cómo evalúan los impactos de la pandemia en la primera infancia en Colombia?

No tenemos la menor idea, por ahora, de los niños que nacieron en pandemia. Lo que sí sabemos es el caso de los que tenían tres, cuatro, cinco o seis años y se quedaron en casa porque no iban a las instituciones educativas. Tenemos dos preocupaciones muy particulares, que son intuiciones. Una es la hipersexualización de los niños. Ni las maestras ni los padres de familia hemos conseguido dimensionar en ese tiempo de confinamiento cuál fue el acceso que tuvieron los niños a pantallas que no tenían censura. Eso lo vienen reportando las maestras y, por lo menos en Colombia, están muy preocupadas. Es algo en lo que tenemos que seguir pensando, en cómo esos niños construyen una identidad del género, de las relaciones interpersonales, las expresiones del género. Hay una serie de preguntas en esos contenidos que no están formuladas para un niño. Segundo, al estar expuestos hay una total distorsión de las relaciones consigo mismos, con el cuerpo. Es una preocupación que no está resuelta y creo que los gobiernos no tienen ni la menor idea de lo que aconteció, porque eso queda en la intimidad de los padres, que se sienten cuestionados, y hay un tipo de ocultamiento de esas situaciones. Pero las maestras se percatan en los salones de clases, en los baños, en las escuelas, de que esta generación está teniendo un tipo de vivencias que no encontraron en generaciones de niños previas a la pandemia.

Las otras son las relaciones vinculadas a la violencia. Son realmente dramáticas y no creo que sea por los videojuegos y esas cosas. La mayor contribución social que tiene la escuela para la sociedad es generar y permitir los espacios de socialización de los niños. En la pandemia fueron totalmente destruidos, avasallados. Tenemos trabajos con familias en las que el niño es el único hijo y el único nieto. Es un mundo lleno de adultos, y eso no es una eventualidad, hay muchas familias con ese tipo de organizaciones. Los niños estuvieron con los adultos y con muy pocas oportunidades de espacios de socialización entre pares, donde se dan otro tipo de negociaciones. Las relaciones entre dos niños son muy diferentes a las relaciones entre un adulto y un niño. En cierta medida el niño comprende que con un par tiene que buscar otras formas de relacionamiento, de vínculo, de negociación.

Volviendo a mi postura de que la vida no es todo o nada, sino que siempre hay un proceso de negociación, la pandemia tuvo muchísimas dificultades y retos a la inteligencia humana. Pero también tuvimos la oportunidad de pensarnos de otra manera, y los jóvenes y los niños con la flexibilidad que tienen, como dice [Jean] Piaget, la inteligencia es la capacidad adaptativa para responder de la manera más eficiente a las demandas del entorno. Si tu entorno te pide el confinamiento, pues busca las mejores maneras para estar en ese confinamiento. Ahora, si te ofrece otras posibilidades, también consigue negociar con ellas. Las especies desaparecen cuando las condiciones del entorno se convierten en inconmensurables y sencillamente no pueden atender esas nuevas demandas.