Al poner en juego masas considerables de seres humanos y materiales y desarrollarse en nuevos territorios –entre otros, el espacio–, el conflicto entre Kiev y Moscú es de naturaleza inédita. Salvo que se produzca el agotamiento brutal de una de las partes, parece poco probable que haya una victoria militar. Mientras tanto, la diplomacia descansa.

A 20 años del fin de los enfrentamientos que desgarraron a la ex Yugoslavia, el ruido de las armas vuelve al continente europeo. Aunque los combates en Ucrania son objeto de comentarios diarios, pocos análisis examinan las características y la originalidad de esta guerra. Una guerra industrial que se despliega bajo techo nuclear. A pesar de las evidentes similitudes con los conflictos armados del siglo XX, sus modos de operación la anclan con firmeza en la conflictividad del siglo XXI.

Para muchos analistas, el conflicto ruso-ucraniano marca el regreso de una guerra de alta intensidad. ¿Significa esto que los conflictos de los últimos 30 años, en los Balcanes, Afganistán, Medio Oriente y Libia, no lo han sido? La respuesta es que la intensidad no es psicológica ni política, sino que depende de la cantidad de hombres y equipos implicados. Según este criterio, la batalla de Mosul en Irak en 2016-2017 ya era de una intensidad alta. En ella participaron 100.000 combatientes de la coalición occidental contra 10.000 de la organización del Estado Islámico (EI) [como también se conoce al Daesh]. La mitad de la ciudad y sus alrededores quedaron derruidos tras nueve meses de enfrentamientos. Si se suma el criterio del número de víctimas, la guerra en Yemen también presenta todas las características de la alta intensidad. Según las Naciones Unidas, el conflicto, que comenzó en 2015, ya ha causado 327.000 muertes (150.000 en combate y 177.000 a causa de la hambruna)1. Se han utilizado la fuerza aérea, misiles balísticos y tanques de una coalición de países árabes liderada por Arabia Saudita.

Desde el final de la Guerra Fría, los comentaristas se han acostumbrado a referirse a los conflictos como “asimétricos”. Tradicionalmente, un conflicto simétrico opone a adversarios de fuerzas comparables que utilizan los mismos medios y las mismas reglas de juego (las dos guerras mundiales, por ejemplo). En un conflicto “disimétrico”, uno de los adversarios es más poderoso que el otro, pero ambos practican las mismas reglas. La primera Guerra del Golfo (1990-1991), donde una coalición occidental liderada por Estados Unidos luchó contra el “cuarto ejército del mundo” –aún no está claro cuál era el tercero– es típica de esta clase de conflictos. Ahora bien, tras el colapso del bloque soviético, los ejércitos occidentales se revelaron tan poderosos que un conflicto que los involucrara no podía ser sino disimétrico. Por ello, algunos adversarios privilegiaron otras formas de hacer la guerra, como la guerrilla, cambiando las reglas del juego: se habló entonces de conflictos asimétricos, donde el poder importa poco, ya que uno de los adversarios busca algo más que una supremacía local y temporal.

La guerra asimétrica no puede reducirse a los atentados suicidas o al terrorismo, que son sólo modos de acción. En cambio, el acoso al enemigo, el camuflaje (por la mañana, campesino; por la tarde, insurgente; por la noche, policía; por la madrugada, pirata informático), la dilución en la población, la búsqueda de modos de agresión del débil al fuerte y la apuesta por la larga duración son sintomáticos de estos conflictos asimétricos. En Afganistán, la guerra de 2001 a 2021 es emblemática; finalmente la ganaron los talibán.

Uso intensivo de drones

El conflicto en Ucrania supone una vuelta a lo que solía denominarse un conflicto blindado-mecanizado: una configuración en la que ambos adversarios disponen de un volumen considerable de armamento pesado y comparten la voluntad de utilizarlo. A principios de 2022, Ucrania tenía unos 850 tanques (y unos 1.100 en reserva), 1.100 vehículos de combate de infantería, más de 1.100 tubos de artillería, 350 lanzamisiles múltiples2. Rusia multiplica estas cifras por tres o cuatro. Pero el conflicto, que parecía disimétrico, se está volviendo de forma progresiva más simétrico, sobre todo gracias a las entregas de armas occidentales.

Otra característica del conflicto es su dimensión nuclear. Uno de los beligerantes es la primera potencia nuclear del mundo en cabezas nucleares (5.977), tres cuartas partes de las cuales están desplegadas. El otro aceptó transferir su arsenal atómico a Rusia tras la firma del Memorándum de Budapest en 1994 –y no está cubierto por el paraguas nuclear de un aliado–. A no equivocarse: es precisamente por este desequilibrio que estamos en presencia de un conflicto simétrico. La ventaja nuclear de Moscú le ha dado la confianza suficiente para atacar Kiev, pero sin disuadir a Washington y sus aliados de acudir en su ayuda. Sin embargo, la sombra atómica limita la escalada de ambas partes. El Kremlin puede agitar la amenaza de un ataque de este tipo, pero se trata de una postura declarativa destinada a obstaculizar la implicación demasiado directa de los occidentales.

En esta configuración, los apoyos de Kiev proveen inteligencia, armas y subvenciones, pero se abstienen de enviar tropas terrestres. El debate tiende entonces a focalizarse en una ilusoria arma mágica que cambiaría el curso de la guerra, como ilustró una vez más en enero la agitación por la entrega de tanques pesados a Ucrania. Tras una enorme presión externa, el canciller alemán Olaf Scholz, sometido a una coalición política heterogénea y frágil, y en conflicto con la franja pacifista de su propia formación, el Partido Social Demócrata (SDP), al final autorizó a los países que poseen tanques Leopard 2 de fabricación alemana (en particular Polonia, Finlandia e incluso Noruega) a transferirlos a Ucrania. Los británicos prometieron, por su parte, 14 tanques Challenger 2. Francia aceptó enviar vehículos blindados de combate AMX 10 RC al frente, sin excluir la posibilidad de añadir tanques Leclerc.

La sofisticación de los equipos es evidentemente útil, pero no alcanza para ganar la guerra. Su cantidad, al igual que la de las municiones (en stock o producidas), es un parámetro a menudo desatendido. Ahora bien, la mayoría de los ejércitos occidentales están equipados con armas de alta tecnología, un medio de posicionar su industria de defensa en las exportaciones de alta gama. Esta orientación supone dos inconvenientes: favorece las pequeñas series de producción –alta costura más que prêt-à-porter— y la complejidad, tanto en términos de materiales como de procedimientos. Además, las líneas de producción no duran mucho; faltan reservas de piezas de repuesto o municiones. El pasado mes de junio, el presidente francés Emmanuel Macron declaró así la “entrada en una economía de guerra en la que [...] habrá que ir más rápido, pensar de otra manera los ritmos, los aumentos de carga, los márgenes, para poder reconstituir más rápidamente lo indispensable para nuestras fuerzas armadas, para nuestros aliados y para aquellas y aquellos a quienes queremos ayudar”. Desde hace seis meses, grupos de trabajo se ocupan de la reforma de los procedimientos de adquisición y pedido de armas, sin resultados muy convincentes.

Además, lo que está en juego en esta guerra son los hombres, a los que ninguno de los aliados de Kiev tiene intención de sacrificar en suelo ucraniano. Por su parte, el Kremlin ha decidido movilizarse, tras haber lanzado una “operación militar especial”, creyendo que un simple golpe de fuerza bastaría para derrocar al régimen de Kiev. Los 160.000 soldados desplegados en las fronteras ucranianas, a los que se suman las tropas de las fuerzas separatistas, no fueron suficientes, lo que llevó al anuncio de una movilización parcial el 21 de setiembre de 2022, que aumentó la presencia rusa en unos 300.000 hombres. La industria armamentística se reactivó bajo un estrecho control estatal. A pesar de las esperanzas occidentales de que se agotaran las existencias de proyectiles y misiles, la continuación de la campaña de bombardeos sobre las infraestructuras ucranianas durante los últimos diez meses sugiere que las líneas de producción están consiguiendo reponerlas. Mientras corren rumores de una nueva movilización de medio millón de hombres, el factor demográfico cumple un rol central: según el último censo, Rusia tiene 140 millones de habitantes, mientras que Ucrania tenía sólo 39 millones antes de la guerra, nueve de los cuales estarían refugiados en el extranjero. Suponiendo que las pérdidas en hombres sean iguales, de acuerdo con las estimaciones del Pentágono a fines de noviembre, estamos lejos de los 3,5 rusos muertos por cada ucraniano que se necesitarían para equilibrar la proporción de pérdidas.

La guerra de Ucrania ha dado a la opinión pública la sensación de un “retorno” a la guerra de trincheras de 1915 y de un enfrentamiento con Moscú al estilo de la Guerra Fría. A pesar de estas evidentes similitudes, se trata de una guerra del siglo XXI. La teoría estratégica de los últimos años se interesa por lo que los estrategas estadounidenses llaman “multidomain operations” (MDO), concepto que sus homólogos franceses adaptaron en operaciones “multimedios y multicampos” (M2MC). Según esta doctrina, a los entornos operativos tradicionales (tierra, mar, aire) se agregarían otros: el espacio exterior, el ciberespacio, así como dos entornos (o campos), el entorno electromagnético y el campo de las percepciones (lo que el autor de estas líneas había calificado, hace unos años, como la capa semántica del ciberespacio)3.

La guerra de Ucrania muestra acciones más o menos activas en estos cuatro entornos y campos. El apoyo de los satélites es central, en particular para la inteligencia, pero también para las telecomunicaciones: es, además, uno de los apoyos esenciales proporcionados por los estadounidenses y europeos a Ucrania; es también uno de los ámbitos en que los rusos no han demostrado aparentemente grandes capacidades. El entorno cibernético ha sido sorprendentemente menos explotado que en conflictos anteriores, sobre todo si se recuerdan las acciones rusas en la guerra de Georgia de 2008 o las estadounidenses en la campaña de Libia. En cambio, el entorno electromagnético se ha utilizado mucho, aunque pocos observadores lo han notado claramente porque su invisibilidad llama menos la atención. Sin embargo, no han dejado de funcionar radares y ondas de todo tipo, ya sea para la detección, interferencia o contramedidas de intrusión.

La novedad más visible de esta guerra ha sido el uso intensivo de drones de diversos tamaños y orígenes (Baykars turcos, que ya se habían visto en la guerra entre Azerbaiyán y Armenia, pero también Kaman 22 iraníes entregados a Rusia), con numerosas funciones (drones de reconocimiento, de combate o “kamikazes”). Así, más de 4.600 drones habrían sido destruidos desde el comienzo de la guerra y se dice que cada mes caen casi 5004.

Todo ello ha poblado la tercera dimensión de múltiples objetos: aviones, helicópteros, drones, proyectiles de artillería cuyo alcance debería ser aún mayor, con la posible entrega a Ucrania de bombas estadounidenses de planeo guiado GSLBD, que pueden alcanzar un objetivo a una distancia de hasta 120 kilómetros. El campo de batalla se ha vuelto al extremo peligroso a todas las alturas. Para protegerse hace falta cubrirse, por eso las zonas urbanas se utilizan como fortalezas. El combate urbano es, por tanto, destructivo en grado sumo, ya que la única manera de desalojar al enemigo es destruir de forma metódica los edificios en donde se resguarda.

Transparencia de las operaciones

Aunque la guerra de Ucrania ha sido, en lo principal, terrestre, no se ha dejado de lado el entorno marítimo. Este también ha sido objeto de acontecimientos con ataques con misiles desde tierra (como el ataque ucraniano contra el crucero ruso Moskva en abril de 2022), drones navales o submarinos, acciones en el fondo del mar (como el dinamitado del gasoducto Nordstream 2, cuyos autores aún no han sido identificados), así como incursiones de comandos, en especial por parte de los ucranianos (dentro del territorio ruso y es posible que contra el puente de Kerch). También en este caso el aumento de las armas de agresión está impulsando el desarrollo de contramedidas defensivas.

El espacio mediático e informativo está experimentando cambios profundos y ambivalentes. Por un lado, las redes sociales y los canales de noticias en continuado producen un tumulto mediático permanente, a menudo polarizado, que amplifica el fenómeno clásico de la propaganda de guerra. Al mismo tiempo, de forma más positiva, la multiplicidad de vectores digitales públicos permite un análisis de fuentes abiertas. El observador tiene así acceso a una información cruda que permite seguir con precisión los frentes, las bajas, el estado de ánimo de las tropas y las poblaciones e, incluso, controlar las afirmaciones erróneas. Esta transparencia tiene consecuencias para las operaciones: resulta difícil, con los medios modernos, preparar sorpresas tácticas, ya que el enemigo, gracias a sus medios (guerra electrónica, drones, satélites, inteligencia humana por parte del adversario, vigilancia de las redes sociales) también tiene una imagen bastante clara de lo que está ocurriendo. Esto atenúa mucho la maniobra y contribuye sin dudas a la linealidad de los frentes que se observa en general desde el segundo mes del conflicto, a pesar de los escasos avances observados aquí y allá.

Es plausible que esta situación continúe, aunque las operaciones de enero hayan mostrado algunos progresos rusos. A pesar de las nuevas masas de equipos y hombres que se dirigen al frente, no parece vislumbrarse una victoria clara en este fin de enero de 2023. Tras otro enfrentamiento mortal, probablemente en la primavera boreal, la guerra podría convertirse en un “conflicto congelado”, similar al que Rusia y Ucrania libraron entre 2015 y 2022.

Olivier Kempf, director de la consultora de análisis estratégico La Vigie, investigador asociado de la Fundación para la Investigación Estratégica, París. Autor de Guerre d’Ukraine, Económica, París, 2022. Traducción: Emilia Fernández Tasende.

Del archivo

El primer número de la edición uruguaya de Le Monde diplomatique (marzo de 2022) ya inició la cobertura de fondo sobre la guerra que acababa de comenzar. El título de portada fue “El cristal de Ucrania”. Por detrás de la saturación informativa, se decía entonces, la invasión a Ucrania ordenada por el presidente ruso Vladimir Putin en el entonces cercano febrero de 2022, “permitió ver, a través de un vidrio de plomo, los nuevos desarrollos de viejas derivas”. Así, se analizaban las motivaciones del Kremlin para poner un límite a la expansión de la OTAN y cómo, desde tiempos zaristas, la idea de Rusia como un “imperio terrestre” bascula entre su fascinación y su rechazo por Europa. A la vez, se hacía notar que la respuesta de las potencias occidentales de intentar doblegar a Putin por asfixia económica dialogaba con varias décadas de diplomacia de las sanciones. Luego, mes a mes se fueron incorporando materiales de fondo para problematizar una situación que solía ser presentada (en alguna prensa hegemónica y en las redes sociales) de manera simplificada en exceso.

Sin embargo, suelen ser los artículos de menos “actualidad” los que enfocan mejor las capas menos visibles de la originalidad y globalidad del conflicto de que habla Olivier Kempf este mes. De forma casi coyuntural en el número de abril de 2022 (“Evento total, colapso editorial”, de Pierre Rimbert, como parte del dossier de 17 páginas “Cabalgan de nuevo”), o sacando al menos uno de los pies de Ucrania para mirar los modos de construcción de lo real en términos más amplios (“El complejo militar-intelectual”, de Pierre Conesa, en nuestra edición de mayo de 2022). Por eso, en este número, se apela a las conceptualizaciones militares de Kempf, pero también a un análisis de los usos belicistas de la memoria (ver páginas 32-33). Porque casi nada es tan lineal como parece.


  1. Véase Damien Lefauconnier, “Las cifras negadas”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, marzo de 2022. 

  2. Joseph Henrotin, “Les opérations terrestres en Ukraine: la guerre conventionnelle parfaite?”, Stratégique, París, Nº 129, 2022. 

  3. François-Bernard Huyghe, Olivier Kempf y Nicolas Mazzucchi, Gagner les cyberconflicts. Au-delà du technique, Economica, París, 2015. 

  4. Testimonio de un oficial que pidió el anonimato.