En el comienzo, una decisión de Richard Nixon. Corría el año 1971 y el presidente estadounidense, asombrado por el aumento del consumo de estupefacientes, la explosión de violencia en las calles de algunas ciudades y las nuevas drogas traídas por los soldados de Vietnam, lanzó la “guerra contra las drogas”, una decisión a la que le sumó todo el poder del Estado, miles de millones de dólares de recursos y el fortalecimiento de lo que hasta el momento era una pequeña agencia olvidada (la Drug Enforcement Administration, DEA) [Administración de Control de Drogas]. La propuesta, esbozada por Nixon ya en su primer discurso y retomada luego por Ronald Reagan (1981-1989), era simple: reducir el consumo (en Estados Unidos) mediante el control de la oferta (de otros países). En su libro Globalización, narcotráfico y violencia1, Juan Gabriel Tokatlian explica de manera sencilla pero clarísima el carácter quimérico de esta cruzada, que asume que una represión eficiente y sostenida permitirá, en algún momento, extinguir el problema. La ilusión prohibicionista de que será posible combatir la provisión de drogas hasta lograr la abstinencia total.

Luego de 40 años, la guerra contra las drogas ha fracasado. Estados Unidos sigue siendo el principal mercado de consumo del mundo, las importaciones de cocaína no bajan y nuevas drogas reemplazan a otras: el fentanilo, un opiáceo de efectos analgésicos que comenzó a utilizarse de modo legal para aplacar el dolor y que se convirtió en una droga callejera sintética barata, es la primera causa de muerte en adultos jóvenes en ese país2.

A pesar de los esfuerzos guerreros, la prevalencia aumenta en el mundo: según el último informe de Naciones Unidas3, alrededor de 284 millones de personas consumieron drogas en 2020, lo que supone un aumento de 26 por ciento respecto de la década anterior. Unos 11,2 millones de personas se inyectaron alguna droga prohibida, la producción de cocaína tocó su máximo histórico (casi 2.000 toneladas) y el consumo de drogas sintéticas también se incrementó.

Con el paso de los años, la guerra contra las drogas produjo –además de tremendos efectos sociales, políticos y medioambientales– una reconfiguración del narconegocio. Los centros estratégicos de decisión, en un comienzo ubicados en Colombia, se trasladaron a México. Hasta el momento relegados por los colombianos, en algún momento de los años 1990 los carteles mexicanos se dieron cuenta de que, como cuenta Don Winslow en esa verdadera enciclopedia del narcotráfico que es la trilogía que comienza con El poder del perro (2005), su negocio no pasaba por la producción sino por la explotación de un activo estratégico único: la frontera con Estados Unidos. Los nuevos carteles mexicanos tomaron el control y luego, cuando la DEA comenzó a perseguirlos y el gobierno mexicano de Felipe Calderón (2006-2012) convocó al Ejército, se atomizaron para despistar, dividiéndose en cientos de organizaciones más pequeñas.

El negocio cambió. Si en su momento Pablo Escobar (en Colombia) o Miguel Ángel Félix Gallardo (en México) lideraban organizaciones extendidas en lo territorial y piramidalmente jerarquizadas, la ofensiva antidroga arrinconó a los grandes carteles y se sumó a las nuevas tecnologías de comunicaciones (GPS y celulares) y a los avances en el campo de la aeronáutica (sistemas de bombeo para recargar combustible en vuelo y ganar autonomía) para definir una reconversión a gran escala, a la que también contribuyeron ciertas transformaciones económicas, como la mayor fluidez del comercio internacional y el perfeccionamiento de los mecanismos de lavado de dinero. Como consecuencia de estos cambios, la estructura anterior, que implicaba una integración vertical de los diferentes eslabones de la cadena de producción en una relación cara a cara bajo un único liderazgo, fue reemplazada por organizaciones más chicas y autónomas, que operan bajo la forma de un circuito de postas, en donde cada paso del proceso (cultivo, primer procesamiento en bruto, refinación, corte y distribución) queda a cargo de una banda diferente, muchas veces situadas en países distintos4.

Esto le da al narcotráfico actual un carácter más descentralizado, transnacional y elusivo. Cada eslabón de la cadena conoce sólo al anterior y al siguiente, de modo que, si cae, no arrastra al resto y puede ser reemplazado con facilidad. Y produce nuevos tipos de liderazgo. Los narcos aprendieron de la experiencia de líderes como Escobar, que inauguraba partidos de fútbol, se hacía elegir diputado y conquistaba a periodistas despampanantes, y tienden a comportarse, cada vez más, de manera sigilosa y mimética, camuflados en la “vida normal” de la ciudad. Por eso, a diferencia de lo que sucedía hasta hace unos años, hoy sólo conocemos los nombres de las narcoestrellas cuando son detenidas. Quizás Joaquín El Chapo Guzmán, apresado en 2016 y extraditado a Estados Unidos, sea el último capo narco de la vieja escuela.

El drama de Rosario no se explica sin comprender esta nueva economía política del narco. Durante décadas, Argentina, un país alejado de los grandes centros de consumo, con un mercado interno chico y un razonable control territorial por parte del Estado, desempeñó un rol secundario, de tránsito. Pero de manera progresiva, como parte de la descentralización antes mencionada, se fue transformando, como escribió el periodista Ricardo Ragendorfer, en un país de tránsito... lento5. Y, después, en una plaza importante. Especialistas como Sebastián Cutrona explican que el acorralamiento de las organizaciones andinas primero y las mexicanas después forzó a las bandas más chicas a buscar nuevas vías de salida a Europa, lo que hizo que los puertos ubicados en países que hasta el momento no desempeñaban un rol protagónico en el negocio –Rosario en Argentina y Santos en Brasil– adquirieran relevancia6.

Conviene retener esta lógica, que es central para entender el problema. Por su condición de ilegalidad y la forma de la mercancía con la que comercia (polvo o pastillas), el narco se adapta de modo ágil a los cambios de contexto y las estrategias represivas. Si en los últimos años pudo desembarcar con facilidad en Argentina, no es por la desidia de los dirigentes de ese país (o no sólo por eso), sino por esta cualidad plástica y por las características propias de Argentina. Por ejemplo, compartir fronteras extensas con dos importantes centros productores (Bolivia de cocaína y Paraguay de marihuana) que se encuentran poco custodiadas y escasamente radarizadas (al no haber conflictos limítrofes, nunca hubo mucha necesidad de protegerlas). Los vaivenes de las políticas de seguridad, que oscilaron entre el combate abierto y la regulación negociada, no ayudaron, pero las causas también son globales.

Uno de los efectos colaterales del nuevo lugar de Argentina en el entramado narco es el aumento del consumo local. Los estudios coinciden en que los niveles locales de prevalencia se acercan hoy a los de los “mercados maduros” de Europa y Estados Unidos. Sucede que, bajo las nuevas condiciones de organización intermodal del negocio, se ha generalizado el pago en drogas, que bajan por las rutas que conectan los puntos de ingreso en la frontera noroeste y noreste con las ciudades de Córdoba, Buenos Aires y, sobre todo, Rosario. La utilización de la misma droga como moneda de cambio obliga a las bandas a buscar mercados y el procesamiento en las cocinas permite utilizar los desechos para producir paco [pasta base de cocaína].

En este nuevo contexto, Rosario ocupa un lugar estratégico. Las causas son, otra vez, estructurales: además de su ubicación en el nodo carretero, la ciudad es el puerto más importante de la región, está atravesada por la hidrovía y alberga un importante circuito financiero creado para canalizar la rentabilidad del agronegocio. La evasión de parte de las ganancias del agro ha ido consolidando un pujante sector financiero informal –alcanza con pasear por el centro de Rosario para comprobar las decenas de financieras y cuevas– capaz de absorber tanto las ventas en negro de los chacareros como las ganancias de los mercados ilegales.

Los niveles de violencia han aumentado “con 22,1 cada 100.000 habitantes, Rosario ostenta la tasa de homicidios más alta de Argentina“ y las bandas se animan a golpes de efecto que no se ven en otras provincias, desde balear la casa del gobernador y la fachada del supermercado de la familia Roccuzzo7 hasta secuestrar a un joven sin vínculos con ninguna organización y asesinarlo en la cancha de Newell’s sólo para enviar un mensaje. Al mismo tiempo, hay bastante evidencia de que el narco ha cooptado al menos a una parte de la fuerza policial de Santa Fe, como revelan las frecuentes detenciones de policías cada vez que cae el jefe de una banda.

Sin embargo, los especialistas sostienen que se trata de grupos locales, que tienen vínculos con bandas extranjeras pero que no configuran “todavía“ organizaciones con ramificaciones internacionales, alta especialización y capacidad de lavado de dinero a gran escala. Su negocio es la exportación, pero sobre todo la venta minorista. Esto explica en buena medida la cantidad de víctimas. Por sus características, el negocio del narcotráfico es eminentemente territorial: requiere zonas de cultivo, rutas de traslado y áreas de distribución (y ejércitos para protegerlas). Es este carácter territorial, más que la maldad intrínseca de los capos, lo que explica su estilo violento. En Rosario los homicidios se producen básicamente por las disputas entre bandas por el control de los puntos de venta.

Es aquí, en este nudo exacto, que el narcotráfico se entrelaza con la pobreza de los conurbanos empobrecidos por la caída del empleo industrial, la precarización laboral y la falta de oportunidades para los jóvenes. Sucede que el narcotráfico cumple una función social. Si se analiza el conjunto del negocio es fácil comprobar que los oligopolios se sitúan en la producción y que a medida que se desciende en la cadena se van multiplicando los actores hasta llegar a una amplia atomización en el último nivel, el del narcomenudeo. A diferencia de lo que ocurre con los productos legales, cuya comercialización se concentra en grandes cadenas “de supermercados, ropa, electrodomésticos“, en el caso de las drogas es imposible, por motivos de seguridad, oligopolizar la distribución minorista, que recae en miles y miles de dealers [vendedores] individuales, en general pertenecientes a los sectores excluidos. Ningún empleo puede competir en los barrios con los salarios que ofrece la venta de drogas (y nadie ofrece préstamos más rápido, y a tasa más baja, que el transa de la esquina).

Como sostiene Mariano D’Arrigo, los protagonistas del narcotráfico en Rosario no son jefes con pensamiento estratégico rodeados de abogados y contadores, sino jóvenes de bajos recursos enriquecidos de forma súbita que se compran autos importados. Familias, a lo sumo. El circuito de lavado opera a través de la construcción, las concesionarias de motos y la gastronomía, pero no llega a otras actividades. Un ejemplo: aunque por ubicación geográfica sería bastante lógico, no se ha detectado a ningún jefe narco como gran productor rural. No hay, como en Paraguay, narcoterratenientes.

Estas consideraciones deberían llevarnos no a subestimar pero sí a precisar mejor las verdaderas causas de la violencia que afecta a Rosario. Si Argentina “citando el famoso libro de Pablo Gerchunoff8“ no fue Australia, tampoco podrá ser Colombia, Perú o Bolivia, sencillamente por una cuestión topográfica: no existen aquí selvas y montañas aptas para los cultivos de coca ni porciones sustanciales del territorio sustraídas al control del Estado durante décadas, las“zonas marrones” sobre las que prevenía Guillermo O'Donnell. Tampoco México, tan cerca de Estados Unidos. Argentina sí puede acercarse a Brasil (no a Río de Janeiro, porque las favelas son verdaderos fuertes controlables por los narcos desde sus cuarteles en las alturas, como muestra bien esa enorme película que es Tropa de élite, 2007) sino a San Pablo, megalópolis de llanura en la que, como en Rosario, la pobreza más extrema convive de manera pornográfica con la opulencia más absoluta.

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.


  1. Editorial Norma, 2000. 

  2. El Debate, Madrid, 22-9-2022. 

  3. Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, www.unodc.org, 06-2022. 

  4. Juan Cruz Vázquez, La sombra del narcotráfico, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2011. 

  5. Ricardo Ragendorfer, “Génesis de la trama criminal y policial que jaquea Rosario”, Tiempo Argentino, 5-3-2023. 

  6. Entrevista de Gustavo Noriega: “Sebastián Cutrona sobre la política de ‘mano dura’ y el presidente Bukele”, Conversaciones, en Spotify, 6-3-2023. 

  7. NdR: Familia política de Lionel Messi, capitán de la selección argentina de fútbol y considerado el mejor futbolista del mundo de la actualidad. 

  8. ¿Por qué Argentina no fue Australia?, Siglo XXI, Buenos Aires, 2016.