La dolarización de la economía argentina podría parecer un debate puramente coyuntural, un éxito en la determinación de la agenda pública de un personaje que en un país normal no podría ser otra cosa que un marginal, como es el caso del nuevo emergente de la ultraderecha construido sobre miles de horas en los medios de comunicación, el candidato libertario Javier Milei. Sin embargo, no es una ocurrencia nueva, sino un nuevo capítulo del rulo eterno en el que parece haber caído la historia económica argentina, con problemáticas que reaparecen una y otra vez y a las que se intenta combatir, también una y otra vez, con fórmulas que ya fracasaron en el pasado.

Desde el establecimiento de la convertibilidad [que perseguía los mismos fines que hoy persigue la dolarización] sancionada como ley en marzo de 1991, pasaron ya 32 años. Como sucede con otros períodos históricos, se recuerdan socialmente sólo las porciones elegidas a gusto del consumidor. Se recuerda, por ejemplo, que luego de dos períodos hiperinflacionarios, la fijación del tipo de cambio, el 1 a 1 que surgió de la conversión 10.000 australes = 1 peso convertible = 1 dólar, funcionó como un “programa de estabilización de shock” medianamente exitoso. Las clases medias probablemente añoren aquellos tiempos dorados en que los dólares baratos les permitieron viajar por el mundo. Al mismo tiempo, se suelen olvidar las consecuencias negativas y el largo período de agotamiento de la etapa, una recesión iniciada en 1998 que duró hasta la crisis final de 2001-2002, con un elevado desempleo, la destrucción del entramado productivo, el alto endeudamiento, la cesación de pagos y lo que por entonces era un fenómeno nuevo: la extendida exclusión social que dio origen, entre otros, a los actuales movimientos sociales [...]. Sobre el final de la convertibilidad, la preocupación de los trabajadores ya no pasaba por el nivel de salarios y las condiciones laborales, sino por no quedar fuera del sistema [...].

El dinero es una simple promesa de pago que en tiempos modernos resulta también, aunque no solamente, “una criatura del Estado”. La promesa de pago puede transformarse en un instrumento de curso legal, la moneda, aceptado para el cobro de impuestos, lo que garantiza su demanda. Así, lo que el antiguo “señor” emitía como moneda en su feudo y respaldaba tanto en metálico como con su poder pasó a ser patrimonio del Estado. El “señoreaje”, ser dueño de los 1.000 pesos del billete de 1.000 pesos que se pone en circulación, pertenece al Estado. La promesa de pago sigue garantizada por un poder superior. Pero no se trata sólo de poder, sino también de credibilidad en la solvencia del instrumento, que no es otra cosa que la solvencia del erario.

Además de la pérdida del “señoreaje”, la dolarización impide devaluar [...] y anula la posibilidad de implementar políticas monetarias expansivas. Es un instrumento que autolimita las capacidades de la política económica, especialmente la política monetaria. [...] Es una herramienta que, en efecto, podría aportar a una estabilización de precios en el corto plazo, pero sólo en el corto plazo. En el mediano y el largo plazo tendría efectos desastrosos sobre las posibilidades de desarrollo de la estructura productiva. Pero no es imposible que suceda, ya que no es verdad que se requieran dólares físicos para cubrir la totalidad de los agregados monetarios. El resultado probablemente sería un esquema híbrido, que combinaría dólares y argendólares, altamente inestable para operar frente a los shocks externos y las recesiones, lo que abriría la puerta a la creación de cuasimonedas provinciales: el camino a los patacones. En el medio, se generaría una economía cara en dólares que, si bien aportaría por algunos años a la armonía social, y en consecuencia a la estabilidad política, se sostendría en consumir el aporte de dólares “por única vez” que surgiría del potencial boom de los recursos naturales, es decir, los dólares que podrían ser usados para subirse al tren del desarrollo.

Claudio Scaletta, economista. La versión completa de este artículo se publicó en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2023.