Cinéfilo, autodidacta e inspirador de la Nouvelle Vague, Jean Rouch puso la cámara al servicio de la etnografía y subordinó lo técnico y lo estético a esa prioridad. El mes pasado Cinemateca Uruguaya le dedicó un ciclo a este autor nacido en París en 1917 y fallecido en Níger en 2004.

“Aprender en la calle tiene que volverse una regla de vida, pero hay que tomarla con seriedad.” Tal era el consejo que daba Jean Rouch a los cineastas jóvenes que tenía a su cargo. Tras la derrota de Francia frente al Tercer Reich alemán, en 1940, Jean Rouch, por entonces ingeniero civil, hizo un viaje a África. Al llegar a Niamey (Níger), tomó conocimiento de su aversión por el colonialismo, de su fraternidad con los africanos y descubrió su vocación de etnólogo. Pero, aun antes de terminar su doctorado de etnología y de desarrollar el concepto de “antropología visual”, empezó a considerar que el lápiz y el papel no eran suficientes para estudiar los ritos de los pueblos africanos. Al igual que Marcel Griaule, autor en 1931 de la primera película etnográfica, se convenció de la necesidad de registrarlos cuanto antes con una cámara y un grabador.

Rouch comenzó a filmar como autodidacta, aunque ya era un ferviente cinéfilo y un gran conocedor de las películas de Dziga Vertov, el virtuoso creador en los años 1920 del kino-pravda (el “cine verdad” soviético), y de Robert Flaherty, director de Nanuk, el esquimal (1922). Sirviéndose de este bagaje, Rouch realizó una obra única, principalmente rodada en África, de una libertad absoluta. El “sistema Rouch” se basa en la idea de que hay que estar lo más cerca que se pueda de los sujetos que se estudia, lo cual supone filmar acompañado sólo por un técnico de sonido. De este modo, el director entraba en las ceremonias con una cámara en mano lo más liviana posible, intentando pasar inadvertido por quienes deseaba filmar, en un estado que él mismo llamó “cine trance”.

La etnoficción

Valiéndose al principio de un material rudimentario, el ingeniero aprendió a atar con alambre, experimentando y desafiando las reglas del cine clásico, restando importancia a los avatares técnicos y utilizándolos a su favor. No importaba si la imagen a veces temblaba o si el encuadre no era siempre perfecto: Rouch filmaba. Y todo lo que su ojo logró captar sigue revistiendo una fuerza y una belleza sorprendentes. Conoció su época dorada con la llegada de una cámara que le permitía sincronizar imagen y sonido, y que, al estar equipada con cargadores, le facilitaba el rodaje en planos secuencia.

Batalla sobre el gran río (1950), Cementerio en el acantilado (1951): sus primeras películas son puramente etnológicas; pero poco a poco fue inventando lo que se conocerá como “etnoficción”. Así, en Yo, un negro (1958), Rouch cuenta la vida de inmigrantes nigerinos que viven en Treichville, el barrio pobre de Abiyán, en Costa de Marfil. Fue uno de los primeros en percibir que la atracción por las ciudades estaba modificando las estructuras sociales africanas. En esta película, donde sólo utiliza la voz en off, Rouch introduce el contexto, pero deja que su personaje principal improvise comentarios sobre las imágenes, lo cual le otorga un realismo singular. Usa el mismo principio en Jaguar (1967), película en la que Damouré, Lam e Illo, tres nigerinos que van a probar suerte a Ghana, improvisan en gran medida sus diálogos.

Rouch practicaba de esta manera la “etnología compartida”, en la que los mismos africanos hablaban de su situación. Cuando el cineasta y escritor Ousmane Sembène lo criticó por mirar a los africanos “como insectos” y por acaparar ceremonias secretas, Rouch le contestó con justa razón que su trabajo captaba sobre todo tradiciones en peligro y que, además, mostraba las imágenes a quienes filmaba, tomando en cuenta sus comentarios para el montaje final. Rouch llamaba “eco creativo” a esa mirada del sujeto filmado sobre la película.

Entre otras críticas de las que Rouch fue objeto, pueden mencionarse las de René Vautier, director de películas como África 50 (1950), quien recordaba que mientras Rouch filmaba a los dogones, a él lo perseguía la policía colonial por denunciar el colonialismo francés... Es cierto que Rouch, para quien el rechazo del colonialismo iba de suyo, era más libertario que militante. En la línea de Vertov, afirmaba que lo importante no era hacer una película sino una película que diera origen a otras películas. Rouch pensaba que otros podrían servirse de sus obras para atreverse a hacer una crítica más radical. Y así fue. No es pura casualidad que El año 01 (1973) de Jacques Doillon y Gébé, filme emblemático del pos Mayo Francés utópico, contenga una pequeña secuencia en Nigeria confiada a Jean Rouch... Tras su muerte accidental en Níger en 2004, el cineasta Raymond Depardon recordó que “[Rouch] cambió nuestra mirada respecto de África. Nos hizo salir del colonialismo y del poscolonialismo. Sin él, estaríamos todavía bloqueados en la culpabilidad”.

Experimentación permanente

El trabajo inigualable de Rouch dio lugar a muchas incomprensiones, como se pudo ver con el recibimiento que tuvo Los amos locos (1955), película que transcurre en Costa del Oro, actual República de Ghana, que obtuvo su independencia en 1957. En la película, Rouch describe la secta de los hauka, compuesta de migrantes nigerianos de la etnia songhay. Durante sus danzas de posesión, toman la apariencia de figuras coloniales (el gobernador general, el comandante...), y luego sacrifican un perro y lo devoran. Al día siguiente, cada uno retoma el curso normal de su vida. Así, se puede considerar que esos amos locos denuncian la locura de sus “amos”, los colonizadores; de hecho, así lo consideraron distintas autoridades coloniales que prohibieron su proyección. Pero otros pensaron que se trataba de una visión racista que equiparaba a África con la barbarie, mientras que hoy en día aparece como una metáfora extraordinaria de la alienación colonial tal y como podría expresarla Frantz Fanon.

Las películas que Rouch improvisaba junto a su “banda de rufianes” (Damouré Zika, Lam Ibrahima Dia, Tallou Mouzourane) eran más livianas, incluso cómicas. Dichos actores se destacaron en películas como Jaguar, Poco a poco (1970), Cocorico señor pollo (1974) y La señora Agua (1992), y junto a ellos, Jean Rouch, el “griot (un narrador de historias de África) galo”, le fue tomando gusto a la ficción. En Poco a poco, persas modernos a la manera de Montesquieu descubren los “edificios de varios pisos” de París y, por justa compensación, van a poner en práctica la etnología midiendo los cráneos y contando los dientes de los transeúntes de Trocadero. En La señora Agua, van a Holanda para analizar la posibilidad de trasladar los últimos molinos de viento al río Níger, donde crecerán algunos modestos tulipanes...

Si bien llevaba con él a sus amigos fuera de África, principalmente a París, algunas veces prefería ir solo a la capital para estudiar de manera detenida “la tribu de los parisinos”. Entusiasmado con la idea de utilizar un sonido cuasi-sincrónico para filmar entrevistas por la calle, Jean Rouch dirigió junto con Edgar Morin Crónica de un verano (1961), en la que, durante una secuencia con un dispositivo por entonces inédito, dos chicas hacen a los transeúntes una pregunta muy simple: “¿Sos feliz?”.

El mayor aporte técnico de Rouch fue desarrollar el rol del director de fotografía: al ocupar él mismo esa función, le atribuyó un lugar central en la realización de la película. Para él, “una toma es una puesta en escena”, y el director de fotografía no debía sólo encargarse de la iluminación, sino también participar en la creación de los planos. La utilización del plano secuencia con cámara al hombro permitía ganar libertad y rapidez en los rodajes. Además, dándole un lugar primordial a la improvisación y al reducir el guion a un argumento que iba cambiando conforme al rodaje, lograba vincular documental y ficción quedando esta última a merced de un azar que aquel lector de André Breton entendía como “objetivo”.

Influencia

El “cine directo” que Rouch practicaba a su manera, incluso antes de que la técnica se lo permitiera, fue una fuente de inspiración para los jóvenes directores de la Nouvelle Vague, como Jean-Luc Godard en Sin aliento (1960).

Mientras que Rouch terminaba en un día y medio El castigo (1962), los jóvenes cineastas no lograban igualar su ímpetu. Esa película, que cuenta la historia de una alumna de un colegio parisino que expulsan de clase y que pasa todo el día deambulando entre el Jardín de Luxemburgo y los Campos Elíseos con “malas compañías”, muestra que Rouch, con 45 años, seguía dispuesto a arriesgarse, como lo confirma el corto Gare du Nord, en la película colectiva París vista por... (1965). Allí se ve a Nadine Ballot, la heroína de El castigo, en un plano secuencia antológico que desglosa la discusión de una joven pareja. El desenlace en el puente sobre las vías de la Gare du Nord deja al espectador atónito.

Este cortometraje, que por su audacia sobrepasa los de los otros directores que participaron en la película –Jean-Luc Godard, Claude Chabrol y Éric Rohmer–, podría haber anunciado su regreso al cine francés. Pero no sucedió así, tal vez porque su placer de filmar no podía hacer frente a un cine cuyas reglas, como la obligación de filmar en 35 milímetros, y por lo tanto de contar con un equipo completo, no lo convencían. En Dionysos (1984), su último intento cinematográfico “francés”, Rouch imagina la construcción de un automóvil en un ambiente alegre y dionisíaco, bajo la égida de los dioses griegos, pero la película parece inconclusa, ya que no cuenta con improvisadores de la calidad de sus amigos africanos, aunque es coherente con su fantasía surrealista. Desde entonces, permaneció en compañía de ellos y siguió siendo un cineasta infatigable, adepto a la cámara de 16 mm y Super-8. El video digital será el único avance tecnológico que no logrará seducir a este hombre que nunca se separaba de su pequeña cámara portátil, su compañera de sueños y reflexiones.

En medio siglo, Rouch realizó más de 170 películas de distintos metrajes; la mayoría no contó con financiamiento privado, sino con la ayuda de instituciones públicas para las cuales trabajaba, como el Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS) o el Museo del Hombre y el Comité del Film Etnográfico (CFE), que fundó en 1952, junto a Claude Lévi-Strauss y Henri Langlois, entre otros.

Porque, última paradoja, Jean Rouch era un funcionario y profesor universitario que no vivía del cine. Esto podría explicar por qué este feliz humanista se expresaba con tal libertad. Coincidía de este modo con la predicción de su maestro Robert Flaherty, que anunciaba que en un futuro los cineastas serían amateurs, es decir, gente que ante todo ama filmar el mundo para compartir el conocimiento de este con los demás.

Philippe Person, escritor. Traducción: Victoria Cozzo.