Décadas de activismo diplomático y una larga serie de acuerdos nacionales y regionales no lograron poner fin a un conflicto que comenzó con la caída del presidente Joseph Désiré Mobutu, en 1997, y que no dejó de ganar amplitud con el paso del tiempo. Un cuarto de siglo más tarde, la República Democrática del Congo (RDC), país gigante en el centro del continente, sigue siendo incapaz de impedir las injerencias extranjeras, encontrar la estabilidad política y poner fin al calvario de las poblaciones masacradas y violentadas del Este.

Firmado el 24 de febrero de 2013 por 10 Estados –Sudáfrica, Angola, Burundi, Uganda, República Centroafricana, República Democrática del Congo, Ruanda, Sudán del Sur, Tanzania, Zambia– a quienes se les unieron en el 2014 Kenia y Sudán, el Acuerdo-Marco de Paz, Seguridad y Cooperación para la República Democrática del Congo y la Región, llamado Acuerdo-Marco de Adís Abeba (Etiopía), sigue siendo la referencia política y diplomática en la zona de los Grandes Lagos africanos. Poniendo fin a lo que se ha llamado la “segunda guerra del Congo” (véase la cronología), este tratado internacional apoyado por la Unión Africana (UA), la Comunidad de Desarrollo de África Austral (SADC), la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Conferencia Internacional sobre la Región de los Grandes Lagos (CIRGL), apunta a construir una solución duradera a los conflictos que asolan al Este de la RDC, empezando por sus causas fundamentales y exigiendo un compromiso global de todos los Estados implicados o asociados. Pero, en realidad, estas estipulaciones se imponen sobre todo a la RDC y siguen siendo de orden general, como la reforma del sector de la seguridad, la consolidación de la autoridad del Estado, la descentralización, el desarrollo económico.

El acuerdo de 2013 sigue siendo en gran medida letra muerta. Sin embargo, para garantizar su aplicación, un mecanismo de supervisión regional reúne de forma regular a los jefes de Estado y de Gobierno firmantes, mientras que la RDC, por su parte, organiza el seguimiento nacional. Las responsabilidades que pesan sobre los países agresores, como Ruanda, son simplemente cumplir con principios básicos del derecho internacional, como el respeto a la soberanía de los países vecinos y la no asistencia o apoyo a los grupos armados. La ONU financia la implementación del acuerdo y evalúa los progresos según una serie de criterios de desempeño. En realidad, este enfoque técnico, típico de la ONU, enmascara los problemas políticos permanentes, en particular la falta de voluntad de los principales actores involucrados, Ruanda y la RDC. “La ausencia de un mecanismo de rendición de cuentas en caso de incumplimiento de los compromisos ha sido citada como un defecto del Acuerdo”, señala un informe de evaluación presentado en noviembre de 2023. Si bien algunos mencionaron el establecimiento de un régimen de sanciones, otros se pronunciaron a favor de un mecanismo menos restrictivo de rendición de cuentas que tenga en cuenta el carácter político y diplomático del Acuerdo Marco”1.

El pretexto de “proteger” a los tutsis

El Acuerdo Marco permitió a la RDC contener de forma temporal al M23, pero el interés en su implementación disminuyó con el tiempo. Los verdaderos puntos conflictivos no se abordaron hasta después de su firma, durante las conversaciones directas entre la RDC y el movimiento rebelde, dividido en dos alas, una con base en Kampala (capital de Uganda) y la otra en Kigali (capital de Ruanda). Una vez más, no se cumplieron los compromisos adquiridos por las dos partes, a pesar de las negociaciones llevadas a cabo en secreto y que desembocaron en la firma de una hoja de ruta el 28 de octubre de 2019 con la facción ruandesa del M23, documento finalmente dejado de lado en Kinsasa, capital congoleña. Los protagonistas en realidad ocultan sus verdaderas intenciones: derrota y marginación del M23 para la RDC, mantenimiento de la influencia en el este del país para Ruanda.

Foto del artículo 'Torbellino de conflictos sin fin'

El actual recrudecimiento del enfrentamiento armado forma parte de una acumulación de conflictos regionales, nacionales e internacionales. El deterioro de la situación en el este de la RDC y la ausencia de instrumentos eficaces para controlarla han atraído con el tiempo a un número creciente de actores locales y extranjeros que se benefician del caos y lo mantienen. Desde hace décadas, se han ido acumulando tensiones derivadas del acaparamiento de tierras por las élites (locales, nacionales y regionales), conflictos identitarios, la crisis de las autoridades consuetudinarias, sin olvidar las migraciones internas en la RDC y la lucha por el control territorial entre “nativos” e “inmigrantes”, en un contexto de demografía galopante en una zona geográfica ya superpoblada.

Después del establecimiento de la Tercera República en la RDC, en el 2006, las autoridades centrales prefirieron estabilizar su poder mediante el control lucrativo del sector minero en Katanga. Al abandonar las provincias del este –Ituri, Kivu del Norte y Kivu del Sur– a los grupos paramilitares y a un ejército gubernamental (las Fuerzas Armadas de la RDC, FARDC) devastado por la especulación y la corrupción de sus altos mandos, incluso en el comercio de minerales, las autoridades de la RDC sólo reaccionaron cuando el conflicto de Kivu amenazó la estabilidad del poder central.

La destrucción del tejido económico en el este como consecuencia de la guerra no dejó otra salida a la población abandonada más que la explotación artesanal del coltán (mineral del que se extrae el tántalo, esencial, por ejemplo, para los teléfonos inteligentes y satélites), del oro, de la casiterita o de la turmalina. Se trata de una economía militarizada en manos de los innumerables grupos armados presentes en la región, algunos de los cuales trabajan para o están protegidos por poderosas figuras políticas o militares vinculadas al poder central. A los ingresos minerales para el ejército gubernamental se añaden muchas otras fuentes de ganancias, como el tráfico de madera, cigarrillos, cáñamo o la extorsión en los controles de rutas.

Ruanda y Uganda desempeñaron un papel decisivo en la intensificación de la conflictividad en el este de la RDC. Las milicias armadas justifican su intervención por su posicionamiento frente a los grupos apoyados por Ruanda que defienden o combaten, mientras que, en realidad, entregarse a una de estas milicias se convirtió para muchos, y a falta de algo mejor, en una forma de vida. La presencia de una comunidad tutsi congoleña de habla ruandesa le proporciona a Ruanda un pretexto: las razones de la repetida injerencia de Ruanda en el este de la RDC están relacionadas de manera oficial con la seguridad, en particular con la amenaza que representan las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda (FDLR). Aunque este remanente de las milicias responsables del genocidio de 1994 ya no constituye una amenaza militar seria, la falta de “profundidad estratégica” (Goma y Kigali sólo están separadas por 155 kilómetros de ruta) justifica, ante los ojos del régimen del presidente Paul Kagame, una doctrina maximalista según la cual el más mínimo peligro potencial debe desencadenar una acción militar en el país. La complacencia oportunista de la RDC hacia las FDLR tranquilizó a Ruanda en sus temores y aumentó su valor estratégico. Además, Ruanda también dice que quiere evitar que el núcleo de las FDLR, con su deseo de exterminar a los tutsis, pueda contaminar ideológicamente a la población hutu y la empuje a una rebelión2.

Frente a las condenas internacionales (que, sin embargo, fueron muy moderadas en comparación con 2013) y dada la creciente hostilidad de la población congoleña, ¿qué beneficio estratégico espera Ruanda al apoyar a este movimiento? Es poco probable que su motivación sea puramente económica, como se suele leer: antes de la reanudación del actual conflicto, Ruanda ya tenía pleno acceso a los minerales congoleños a través de redes de contrabando. De hecho, sería la celebración de acuerdos económicos entre la RDC y Uganda en 2021, incluida la construcción de una ruta entre la provincia congoleña de Maniema y Uganda, lo que habría hecho temer a Ruanda una reorientación de los flujos comerciales por ruta que marginaría al país en beneficio de sus vecinos, en particular Tanzania. En términos más generales, Ruanda, Estado que quiere ser una potencia regional, intenta dotarse de medios de proyección militar en toda la zona (en particular en Mozambique, la República Centroafricana y el Congo-Brazzaville) para erigirse como socio de los países occidentales. Pretende convertirse en un centro de estabilidad con el que se puedan concluir contratos de forma fiable y a quien se pueda delegar la gestión de lo que sucede en el este de la RDC. Asimismo, le gustaría asegurarse una posición dominante evitando el surgimiento de polos de crecimiento competitivos en los países vecinos. Desde esta perspectiva, el caos en la RDC le resulta útil, pero también sería tolerado por sus socios occidentales y chinos.

Las multinacionales activas en el comercio y la transformación de minerales, tan denostadas por la RDC3, se están adaptando a la situación en lugar de mantenerla. De hecho, sólo a partir de 2006, Ruanda y la RDC aparecen en las estadísticas como los mayores productores de coltán a un precio más bajo que la producción industrial anterior proveniente de países como Australia. Ruanda buscaría posicionarse como un centro estable que escape a los controles de trazabilidad de los minerales impuestos a la RDC.

Foto del artículo 'Torbellino de conflictos sin fin'

¿Cómo reconvertir a las milicias?

Ante la amenaza del M23, el presidente congoleño Félix Tshisekedi intentó primero movilizar a los medios de comunicación y a los interlocutores internacionales contra el régimen de Kigali, respondiendo así a las expectativas de una población exasperada por décadas de guerra. Esta iniciativa dio sus frutos en términos electorales, tal como lo demostró su victoria en las elecciones presidenciales de diciembre de 2023 con un resultado oficial –pero inverosímil– del 73 por ciento de los votos. Sin embargo, es necesario constatar que no dispone de los medios para su política: a pesar de recurrir a las finanzas del Estado, a la contratación de mercenarios, a la integración casi oficial en el ejército nacional de un conjunto de grupos armados, su gobierno parece impotente frente al M23, que hace aproximadamente un mes llegó a las puertas de Goma, capital de Kivu del Norte, a fines de marzo. La incapacidad de la RDC para reformar a las FARDC, desorganizadas, presa de conflictos entre sus líderes, castigadas por una cadena logística y de pagos defectuosa, y para muchos traicionada, cuestiona su deseo real de reformas y la condena a acudir a “salvadores” extranjeros. La petición de ayuda a la Comunidad de África Oriental primero y luego a la SADC, que desplegó tropas en el terreno en enero, con la esperanza de que un ejército extranjero tome el relevo de las FARDC, está resultando arriesgada y podría degenerar en un enfrentamiento directo con Ruanda. Otro factor de incertidumbre es que, a petición de la RDC, que la considera ineficaz, la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en la República Democrática del Congo (Monusco) deberá hacer las maletas de aquí a finales de 2024, tras 25 años de presencia (ver recuadro “Punto uy”).

A esta complejidad de intereses cruzados se suma la exigencia formulada de manera insistente por el M23 de que regresen a la RDC alrededor de 70.000 refugiados congoleños de habla ruandesa (en su mayoría tutsis) asentados en Ruanda. Su repatriación, objeto de un acuerdo tripartito entre la RDC, Ruanda y la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), del 17 de febrero de 2010, nunca comenzó, culpándose mutuamente Ruanda y la RDC del bloqueo.

Sin embargo, aunque la ocupación por el ejército ruandés de parte del territorio congoleño en apoyo del M23 es una violación innegable del derecho internacional, la comunidad internacional no aplica sanciones y parece desinteresada por el conflicto, haciendo la vista gorda ante sus consecuencias humanitarias y sociales. Para la RDC, el meollo de la cuestión sigue siendo la ausencia de un ejército capaz de defender de modo eficaz sus fronteras y, en términos más generales, la ausencia del Estado en parte de su territorio. Otra espina clavada para la RDC es la falta de perspectivas económicas para los miembros de los grupos armados una vez que sean desmovilizados.

Si los protagonistas realmente quieren la paz en la región, la RDC no podrá evitar una reestructuración total de su ejército, ni una verdadera política de reconciliación en la base con su población tutsi de habla ruandesa —al menos con la que rechaza la alianza con el régimen de Kigali—. Ruanda, por su parte, tendrá que repensar y ajustar su política de seguridad para ayudar a crear, con los demás países de la región, una zona de estabilidad y transparencia en África Central capaz de atraer socios económicos. La región necesita un plan de desarrollo que frene los factores de violencia que disuaden a los inversores de involucrarse.

La mina de casiterita (mineral de estaño) de Bisie podría convertirse en una especie de modelo: en un lugar muy remoto, donde operan numerosos grupos armados, inversores estadounidenses y sudafricanos, unidos en el conglomerado Alphamin Bisie Mining (ABM), lograron crear una explotación industrial, contratando excavadores artesanales y utilizando exmilicianos para garantizar la seguridad de los sitios. Sin embargo, un verdadero cambio sigue siendo imposible sin la voluntad, hasta ahora todavía hipotética, de los actores implicados. Tres décadas de conflicto crearon un sistema de inestabilidad que se perpetúa a sí mismo y que involucra a comunidades e individuos que dependen de él para sobrevivir, mientras millones de víctimas sueñan con lo contrario.

Erik Kennes y Nina Wilén, respectivamente, investigador y directora del programa África del Instituto Egmont (Universidad de Anvers). Traducción: Micaela Houston.

Punto uy

Con 609 efectivos a enero de este año (peacekeeping.un.org), Uruguay es el décimo país en contribución de efectivos a la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en la República Democrática del Congo (Monusco). Los cascos azules uruguayos en ese país africano están desde 2001 (aunque hay una presencia menor, sin tropas, desde 1999) y hoy representa el punto del mapa donde hay mayor cantidad de cascos azules de unas fuerzas armadas que han sido parte de 34 misiones de mantenimiento de la paz de Naciones unidas. No es de extrañar, entonces, que la posibilidad del fin de la Monusco haya originado preocupación en Montevideo (Búsqueda, 14-12-2023), aunque se han barajado opciones de derivar tropas hacia otras misiones de paz ubicadas en África (Búsqueda, 15-2-2024), en especial en la República Centroafricana.


  1. Paul-Simon Handy y Bonaventure Cakpo Guedegbe, Accord-cadre pour la paix, la sécurité et la coopération pour la République démocratique du Congo et la région. Rapport d’évaluation portant sur la période 2013–2023, octubre de 2023. 

  2. Françoise Germain-Robin y Déo Namujimbo, La grande manipulation de Paul Kagame, Ed. Arcane 17, París, páginas 186-189. 

  3. Erik Bruyland, Cobalt blues. La sape d’un géant. Congo 1960-2020, Racine, Bruselas, 2021.