No es objeto de este ensayo hacer una arqueología minuciosa del uso del yo en la literatura. Nos basta con poner un mojón en cualquier sitio, una obra clásica, digamos, para comenzar a pensar en torno a nuestro problema. Divina comedia, de Dante Alighieri. Entre sus páginas quedó una huella: Dante autor llama Dante a su protagonista, quien, junto con Virgilio y Beatriz, sus guías, recorre los tres reinos de ultratumba. ¿Desea Dante autor, por medio de ese artilugio fantasioso, confesarse, disculpar su conciencia por amar en secreto a Beatriz Portinari, como cuenta en Vida nueva, a pesar de estar comprometido desde temprana edad con Gemma Donati? ¿Por eso Dante no le teme a la pantera y sí al león y a la loba? ¿Porque la lujuria es el pecado que procura suavizar y empujar hacia el terreno de lo perdonable? ¿Dante autor retrata a Dante a su imagen y semejanza? Todo parece indicar que el yo plegado sobre sí, afligido por sus fantasmas, es resultado de una subjetividad fabricada a lo largo del cristianismo medieval. En las postrimerías de la Antigüedad, ya san Agustín se quejaba, en primera persona, de las inercias del sexo y de lo difícil que es para el alma desoír esas demandas carnales. Y, sin embargo, Dante, en Convivio, nos da las claves para entender bajo qué circunstancias solía ser válido recurrir al mal menor de referir la vida personal.

...en ocasiones necesarias está permitido hablar de sí mismo. Y entre esas ocasiones necesarias, dos son más manifiestas: es la una cuando sin hablar de sí mismo no se puede uno defender de grande infamia y peligro, y entonces se permite, por la razón de que tomar de dos senderos el menos malo es como tomar uno bueno. Y esta necesidad movió a Boecio a hablar de sí mismo, a fin de que, bajo pretexto de consolación, disculpase la perpetua infamia de su destierro, demostrando cuán injusto era, ya que no se alzaba otro exculpador. Es la otra cuando por hablar de sí mismo se sigue gran utilidad a los demás por vía de doctrina; y esta razón movió a Agustín a hablar de sí mismo en las Confesiones, pues por el proceso de su vida, que fue de malo en bueno, de bueno en mejor y de mejor en óptimo, dio en ella ejemplo y doctrina, la cual no se podía aprender por testimonio más verdadero.

Si la Antigüedad puede ser sintetizada (burdamente, claro está) como la historia del pudor en relación a hablar de sí mismo, en las puertas de la Alta Edad Media se ensayan las primeras salvedades: hablar de sí mismo para defenderse de un agravio público o para dar el ejemplo moral a los demás: Boecio y Agustín.

A propósito de qué cosa es un autor, hay que señalar que Dante reflexiona sobre este punto, improvisando en Convivio dos posibles etimologías (menos interesantes por su veracidad lingüística que por sus efectos discursivos), ya que busca dar con el sentido de lo que implica ser una autoridad en filosofía.

Es preciso, pues, saber que autoridad no es otra cosa que acto de autor. Este vocablo, es decir auctor, sin la tercera letra, puede proceder de dos orígenes: el uno, de un verbo, muy abandonado por el uso en gramática, que significa ligar palabras, es decir auieo. Y quien bien lo considera en su primera voz, claramente verá que él mismo demuestra que solo de unión de letras está compuesto, es decir, de solo cinco vocales, que son alma y enlace de toda palabra, y compuesto de ellas por voluble modo, para figurar imagen de enlace. Porque comenzando por la A, va luego a la U, y por la I va derechamente a la E, para volver luego a la O; de modo que, a la verdad, imagínese esta figura A, E, I, O, U, la cual es figura de enlace. Y en cuanto autor, desciende de este verbo, que se toma solo para los poetas, que con el arte musaica han enlazado sus palabras; y de esta significación no se trata ahora.

El otro origen de que desciende autor, como atestigua Ugoccione al principio de sus derivaciones, es un vocablo griego que dice autentin, que en latín vale tanto como digno de fe y obediencia. Y así autor, de aquí derivado, se toma por toda cosa digna de ser creída y obedecida. Y de esto viene el vocablo de que al presente se trata, es decir, autoridad; por lo cual se puede ver que autoridad vale tanto como acto digno de fe y obediencia.

Es manifiesto que Aristóteles es lo más digno de fe y obediencia, y que sus palabras son la más alta y suma autoridad puede también probarse.

Acaso el punto más interesante en el razonamiento de Dante es que cada una de estas dos etimologías de autor corresponde a cada uno de los géneros discursivos mencionados: mientras que auieo es propio de la autoría poética, autentin se vincula con la autoría filosófica. Lo específico del yo que enuncia, en literatura, vendría a ser el hecho de figurar como mera “imagen de enlace” entre palabras; en cambio, lo propio de la voz enunciativa en la filosofía, dice Dante, tendría que ver con la autenticidad de lo que se dice, que merece fe y obediencia de parte del lector.

Por 1580, Michel de Montaigne hace públicos sus Ensayos, que consistían en escribir sobre cualquier tema sin ánimo de plasmar un conocimiento fijo o hacer ciencia: más bien, buscaban una forma de medir la propia subjetividad. En su famoso ensayo De los libros nos encontramos con que “los juicios que emito dan la medida de mi entendimiento, más que de las cosas mismas”. ¿Cuánto mide un yo? ¿Cuánto pesa? (El latín tardío exagium, del que proviene la palabra ensayo, significa “acto de pesar”). ¿Qué es el yo si no un modo de distribución de las voces clásicas, consagradas, venidas siempre del pasado, como fantasmas discursivos que nos pueblan indefectiblemente? Esas parecen haber sido, en primera instancia, algunas de las preguntas de Montaigne.

Estos ensayos contienen mis fantasías, y con ellas no trato de explicar las cosas, sino conocerme a mí mismo [...] prefiero dejar hablar a los otros cuando yo no acierto a explicarme tan bien como ellos, bien por la flojedad de mi lenguaje, bien por debilidad de mis razonamientos. En las citas me atengo a la calidad y no al número; fácil me hubiera sido duplicarlas, y todas, o casi todas las que traigo a colación, son de autores famosos y antiguos.

Entonces, si el punto de partida que adoptamos para reflexionar sobre nuestro asunto es Montaigne, resulta llamativo y elocuente que el surgimiento del yo en la escritura se dé al interior de un género denominado ensayo: el yo no sería una noción a priori de la escritura, sólido y definido, a la espera de ser dicho, sino que es resultado, o mejor, producto de un ensayo, de la propia indagación que la pluma ejerce deslizándose sobre la hoja. Quizás el aporte de Montaigne, posible creador de la contradictoria noción moderna de autor, es que viene a clausurar el reparto que hacía Dante entre literatura y filosofía o, dicho de otro modo, entre, por un lado, figurar como imagen que se limita a enlazar palabras y, por otro, aparecer como el fundamento de autenticidad de un discurso, a su vez presentado como objeto digno de ser venerado. ¿El resultado del paradójico yo autoral moderno, inaugurado por Montaigne? Podríamos respondernos: yo enlazo palabras de autores antiguos y famosos para que les den autoridad a mis palabras, pero al mismo tiempo desautorizo esas voces magistrales que vienen del pasado, porque las subordino a la desabrida tarea de hablar de mí cuando mi lenguaje resulta débil para dar cuenta de mi propia persona.

El efecto de todo esto en Montaigne no es, como cabría esperar, una hiperinflación del yo, monolítico y seguro de sí mismo, sino más bien una explosión del yo, cuyos retazos vuelan por los aires y quedan dispersos por todas partes, mezclados con las voces ajenas, en un borramiento delirante entre lo propio y lo ajeno, procedimiento en el que el yo recorre un itinerario incierto hasta devenir-imperceptible.

Hoy, más que nunca, la pregunta es la que Michel Foucault, tomándola de Samuel Beckett, se hizo en 1969: ¿qué importa quién habla? Buena parte de los escritores de la actualidad, pero sobre todo buena parte del público lector de la actualidad, tenderá a responder a la pregunta foucaultiano-beckettiana con otra: ¿acaso importa alguna otra cosa? La lógica de la industria cultural actual: la idea de que la figura del autor es fundamento primero y último de cualquier obra de arte, dado que se la asume como su infaltable sello de sinceridad o de autenticidad. Hoy en día, los autores más visibles son los que ceden a este juego, una curiosa variante de lo que Genette llamara “metalepsis de autor”, según la cual las credenciales de identidad que esgrime el autor en la “vida real” le valen como demostración de la adecuación, la calidad y la relevancia de su ficción. Ya no se vende un relato, ni un discurso, ni una narración, ni siquiera un testimonio: se vende una verdad, respaldada por un cuerpo de carne y hueso que puede atestiguar cada sufrimiento o alegría explícitamente enunciados entre las páginas del libro que ha compuesto. Fetichismo autoritario.

Afortunadamente, se sigue haciendo literatura, y muy buena literatura, porque, a pesar de toda intención autoral yoica amparada por la ideología de la industria cultural, la escritura literaria, como discurso autónomo que es (que sigue siendo pese a todo), elabora sus propios devenires. Devenires que no son impuestos por ninguna autoridad, y por tanto tampoco pasibles de ser derribados por golpes de voluntarismo. Incluso cuando la intención de muchas de las llamadas “escrituras del yo” tiende a inclinarse por el hecho de dar fe de una verdad del yo, y, por ende, pedirle obediencia ciega al acto de lectura (creer en que lo que se lee es verdad), el arte mismo de la escritura, que consiste en enlazar palabras que existen desde mucho antes de nuestro nacimiento, palabras que no hemos inventado, que no podemos direccionar a nuestro antojo sin ruidos ni fisuras, que son poderosas, anónimas y políticas; ese arte, decimos, hace que el discurso abandone, deserte, se fugue del territorio de las seguridades autorales para devenir-imperceptible al yo que enuncia, sumergido en el discurso impersonal e inactual de la literatura. El ego que escribe quiere ser autentin, pero auieo ocurre

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Dos ejemplos. Poco interesan las clasificaciones rígidas: memorias, testimonios, autobiografías, autoficciones, novelas del yo, en fin... Quiero escribir algunos apuntes sobre Memè Scianca, de Roberto Calasso, y sobre Yo, una novela, de Minae Mizumura.

El primero corona la última etapa de producción del escritor italiano, fallecido el mismo año de su publicación, en 2021. La novela de Mizumura, de 1995, se corresponde con el regreso de la autora a su Japón natal luego de 20 años de estadía en Estados Unidos junto a su familia. Se publicó por primera vez en español en 2022.

Intempestivas voces deleuzianas acompañan nuestros comentarios.

Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura.

En la novela de Calasso, la imagen de apertura es la siguiente: Calasso padre lee en voz alta a sus hijos el libro de recuerdos que Florenski les dedicó a los suyos. A través del libro-espejo, acontece un pliegue barroco. Lo sustantivo no es ya el movimiento unidireccional de Josephine y Tancredi pidiéndole a papá Calasso que deje a Florenski y les cuente sus propios recuerdos de infancia. Más bien es la desintegración del padre en tanto lugar de supuesto saber al que acuden los hijos: descomposición que ocurre entre los márgenes de la lectura y de la vida propia, que se vuelve impropia: “¿Qué diferencia había, en el fondo, entre la estepa del Cáucaso a finales del siglo XIX y Florencia durante la guerra? No demasiada. Pertenecían, ambas, a esa era incierta y borrosa que se extendía desde los años precedentes a su nacimiento”, escribe Calasso devenido Florenski.

La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre-madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal.1

Roberto Calasso inventa una memoria colectiva, impersonal, y un pasado que no es íntimo-familiar, sino histórico-geográfico-político; asedia la historia universal, creando una suerte de Pangea del pasado a la que llama “era incierta y borrosa”, Pangea en la que Florencia y el Cáucaso del siglo XIX limitan geográfica y temporalmente. Con el padre preso por el gobierno fascista, Roberto Calasso, o Memè Scianca, deviene un ratón de biblioteca que genera alianzas con el mundo, con gente que va frecuentando: un mundo no familiar se pone en marcha.

Por su parte, Minae Mizumura narra desde la constatación de que “nuestra familia se había disuelto, la casa familiar había desaparecido para siempre”. El padre declina enfermo y solo en un hogar de ancianos, la madre se consigue un amante y se fuga a Singapur y las dos hermanas, Minae y Nanae, tienen que hacer su vida en Estados Unidos. Self made women. Las imágenes paternas se desvanecen, la identificación neurótica o edípica se neutraliza y ellas se miran, como en un espejo psicótico, la una a la otra.

La literatura inventa dentro de la lengua una lengua extranjera, que no es otra lengua, sino una disminución de esa lengua mayor, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Se trata de una descomposición de la lengua materna, inventando, mediante la sintaxis, una nueva lengua dentro de la lengua. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas.

La novela como escritura entre lenguas. Inglés y japonés, para el caso de Mizumura. Promocionada en Japón como la primera novela bilingüe del país: Shishôsetsu from left to right, pone a delirar la sintaxis. Shishôsetsu podría traducirse como “novela del yo” o novela “de estado mental”, hallazgo de la literatura moderna, a la que se le opondría la honkaku shosetsu, “la novela real”, tradicional, mediada por un narrador omnisciente y personajes.

La lengua de Mizumura delira a partir de un bilingüismo fabricado mediante una sintaxis occidentalizada (de izquierda a derecha), pero con escritura japonesa, idioma cuyo movimiento original sobre la hoja de papel es vertical y no horizontal. De modo que el japonés no sólo incrusta en su discurso palabras, enunciados y diálogos completos en inglés, sino que occidentaliza su sintaxis. Horizontaliza lo vertical. Afortunadamente para la literatura, Minae desobedeció el mandato de un profesor universitario, ficcionalizado en la novela: “Sin importar qué hagas... trata de no mezclar el japonés con el inglés”. En un clarividente parlamento, Minae conoce su destino de escritora: “Podría decirse que la literatura surge del profundo deseo de hacer algo maravilloso con un idioma. En mi caso, del deseo de volver a nacer en mi idioma, para valorarlo, para explorarlo de nuevo”. Ese renacimiento en el japonés no pudo darse hasta que no se estuviera de algún modo también en el inglés estadounidense, de por sí una lengua bastarda, que nace psicotizando la discursividad neurótica del inglés británico. Es un compañero de clase estadounidense quien, sin querer, le hace ver a Minae que su lengua no es la que ella cree que es: “Un día, un compañero de clase estadounidense había dicho: ‘Los japoneses también escriben con caracteres chinos, ¿verdad?’. Gracias a ese comentario descubrí que la palabra japonesa kanji significa, literalmente, caracteres chinos. Y poco a poco ese descubrimiento decantó en la comprensión de que esos ideogramas habían llegado a Japón desde la China continental a través de la península de Corea”.

Una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o un envés consistente en Visiones o Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. No son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones del lenguaje.

Todo parece comenzar siempre con una percepción: al sujeto lo activa un olor, un sonido, una visión, que lo hace ponerse en marcha, lo lleva a perseguir el sentido de esa señal. Un aroma engrana recuerdos: la magdalena de Proust toma múltiples formas en la literatura. Calasso culmina su libro con: “El polvillo que sube de los escombros de Por Santa Maria. Es un olor a detritus. Después, el Arno y el Ponte Vecchio. Es la última imagen que me quedó de la guerra, que aún no había terminado. Aunque todo ha sido reconstruido y lustrado, y se ha llenado de tiendas, ese polvillo, ese olor envuelven todavía todos los recuerdos”. Mizumura comienza al acecho de un percepto similar: “Sin darme cuenta estaba de pie, mirando la alta biblioteca de roble que se encontraba frente a la computadora. En el estante superior vi la colección de libros con tapas bermellón que desde hacía tiempo nadie tocaba. Me estiré para tomar uno. Lo abrí. El familiar olor a moho me invadió. Los últimos veinte años, y mucho más, estaban presentes en ese olor”. Un sonido, un ruido abre el juego del lenguaje: “Oía cómo llegaba el verano por el bulevar”, escribe Calasso a sus doce años, supuestamente recordando lo que sentía a los cinco o seis cuando llegaba el estío. Testimonio ficticio, memoria sin memoria o, en todo caso, que echa mano a una memoria impersonal, literaria, no individual. La literatura permite esa percepción sinestésica que hace delirar el sistema de percepciones y el lenguaje comunicativo. El escritor oye algo inaudible: el verano llega por el bulevar. En Mizumura, al principio y al final de la novela, la nieve cae y suena, como una sirena, o la sirena irrumpe a lo lejos y suena como la nieve. Imposible distinguir. La prosopopeya inventa una vida llena de procesos imperceptibles para la Vida, pero que se vuelven perceptibles en la Vida que postula la literatura.

El escritor entra en un proceso de devenir animal: huele, oye y ve con capacidades más agudas y potentes que las que posee el humano cuando no entra en ese proceso creativo. Calasso: “Mi primer recuerdo tiene que ver con ratones nocturnos [...] Desvelado en plena noche, oía un ruido tenaz, que no se parecía a nada y provenía del armario. Eran ratones que roían las mantas apiladas. Por la mañana, dije con tono convencido: ‘hay ratones en el armario’. Al principio, no me creyeron. Pensaban en fantasías infantiles. Pero enseguida se dieron cuenta también ellos y se desencadenó una gran agitación. Para arreglar el desastre vino una modista, que era sordomuda. Miraba las mantas roídas y decía: ‘Naierre, naierre’, que en su lengua significaba: ‘Cortar, cortar’”. La Vida habla (el balbuceo sordomudo de la modista) y el escritor traduce lo que oye. Inventa la lengua extranjera que yace bajo la lengua.

La literatura se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal. La literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mímesis) sino encontrar una zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación. El devenir siempre está “entre”. Escribiendo se deviene-mujer; se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir-imperceptible. Estos devenires contienen un componente de fuga que se sustrae de su propia formalización.

Luego del intento del niño Calasso de hacer una autobiografía, el adulto Calasso dice que “la idea de escribir acerca de mí mismo se desvaneció hasta hoy, después de casi sesenta años. Escribir quedaría ligado para siempre a la exploración de algo lejano, también en la lengua, que me parecía más urgente que cualquier otra cosa sobre mí, incluido yo mismo”. Pero incluso cuando Calasso, ya en la vejez, decide nuevamente hablar de sí mismo, no habla de su yo para confirmarlo ni identificarse consigo mismo ni con el ámbito cerrado de lo familiar, sino que, a través de la literatura, hace delirar el yo, la lengua y los recuerdos. “No sé exactamente cuándo, pero sin duda muy pronto, decidí que mi nombre sería Memè Scianca. No he sido capaz de reconstruir el modo en que apareció ese nombre. No existe un personaje en el que esté inspirado. No se puede decir que el sonido fuera agradable. Memè hacía pensar en la delincuencia. Scianca parecía el nombre de una enfermedad. Un caballero o un héroe con ese nombre eran improbables. En mi entorno, nadie tenía un nombre como ese, con el que pudiera compararse. [...] No tenía claro de dónde provenía, hasta que una voz femenina me dijo que lo había entendido desde un principio como un nombre indio: en sánscrito, shankha significa ‘concha’, utilizada para las libaciones del agua. Perforada, se usaba en la batalla por el sonido que emitía, como un cuerno o una trompeta”. El nombre ficticio descompone la identidad, el yo se fuga de su propia formalización y deviene indio, deviene música. En Yo, una novela, Mizumura se sale de los surcos del yo de múltiples maneras, pero sobre todo con tres mecanismos: 1) una identificación psicótica con la hermana Nanae (a partir de la abolición de las imágenes paternas con las que podría haber hecho una identificación neurótica). “A causa de Freud, o de Oedipus Rex, los occidentales parecían obsesionados de un modo perverso con las figuras paternas”; y también: “Sin duda lo mejor sería decirle a Nanae sin rodeos que yo iba a regresar a Japón. Pero no me atrevía a dar la estocada final. Por primera vez en mi vida me veía obligada a admitir que, pese a nuestras personalidades claramente opuestas —algo de lo que secretamente me congratulaba—, estábamos tan unidas como dos gemelas: mi culpa por abandonarla lindaba con lo patológico”; y añadiremos: “Nanae y yo empezamos nuestra vida en los Estados Unidos cobijadas por el cariño de estas personas, sin la más vaga idea de la realidad. Pero, sin duda, no había benevolencia suficiente para prepararnos: la experiencia de vivir en un país extranjero sería implacable, como descubriríamos más tarde. A tientas, en medio de una espesa niebla, nos abrimos paso y nos adaptamos al estilo de vida norteamericano”. Sin embargo, esta hermandad no es únicamente familiar, es hermandad universal: cuando Minae conoce a Linda, una niña de su colegio, ningún lazo fuerte la une a ella, pero cuando se entera de que a causa de su fantasía fratricida los padres deciden enviarla a un manicomio, Minae y su amiga Sophie (tampoco amiga con mayúscula) deciden visitarla, conformando la fraternidad de los Otros. Esa visita sin explicación da la pauta de un “pueblo que falta”, utopía solidaria norteamericana que los propios Estados Unidos no han cesado de reinventar y traicionar una y otra vez. 2) Un yo escindido entre el inglés y el japonés. Dice Minae a mediados de la novela: “... más que una brecha entre los Estados Unidos y yo, diría que una brecha me separaba a mí de mi yo norteamericano, o que había una brecha entre mi yo japonés y mi yo norteamericano. Incluso, para ser más precisa, entre el yo que hablaba japonés y el yo que hablaba inglés”. 3) Un yo que transcurre por devenires (devenir mujer, devenir animal) hasta la última descripción, la del devenir imperceptible: “Escribí un renglón, bebí un sorbo de Jack Daniel’s, escribí otro, dejé la mente a la deriva hasta recordar qué hacía y empecé de nuevo. [...] Incliné hacia atrás el respaldo de la silla para liberarme de las cadenas invisibles. Quería liberarme de la familia, de los Estados Unidos, incluso de Japón. De la vida misma. Quería desaparecer en la nada”.

La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. Un pueblo menor, presa de un devenir-revolucionario.

La literatura en tanto delirio vive su destino entre dos polos: el delirio como enfermedad, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante; y el delirio como salud, cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones. Existe un peligro constante conforme al cual siempre podrían confundirse esos dos delirios, arrastrando la literatura hacia un fascismo larvado.

Estados Unidos: la tierra prometida en la que habría de crearse incesantemente la sociedad de la hermandad universal. Utopía y delirio por partes iguales. Matar al Padre. Imaginar un pueblo que falta. Un pueblo de iguales sin tiranos. En Mizumura, el devenir pueblo minoritario pasa por evitar la pertenencia a Estados Unidos o Japón como imperios tiránicos: pasa por no dejar caer la utopía que no cesa de ser traicionada y reinventada, la del país hecho de migrantes que pujan por trabajar y ser iguales y libres. En Calasso la ambivalencia del sueño norteamericano aparece de modo similar: Memè Scianca busca libros de escritores estadounidenses sin cesar, necesita la novela negra para significar lo que ha vivido la Italia fascista, y en una escena entre onírica y recordada ocurre que “el momento glorioso de la avenida fue el paso de los tanques americanos que disparaban ráfagas de chocolatinas y caramelos. Yo los miraba junto a mi tata, delante de la puerta de casa. La acera era ancha y se llenaba de aquellos objetos minúsculos que yo recogía en un estado de exaltación [...]. Soldados americanos pasaban continuamente por delante de casa. El color de sus uniformes me parecía magnífico, incomparable con cualquier otro, portador de un mundo distinto, como el corned beef en esas latas perfectas que se abrían tirando de una llave, los sacos de yute, la tipografía de US o MP, los boniatos. La primera magia de América vino, para mí, con los jeeps, con los camiones, con los tanques, con las am-liras, billetes cuadrados de fondo amarillento, según creo recordar”.

Calasso o Mizumura, o todo escritor que se precie de tal, cuando haga literatura, no podrá decir yo sin aludir con ello al delirio de la lengua, del mundo y de la propia identidad.

Memè Scianca. Roberto Calasso. Anagrama, 2021. 120 páginas. Yo, una novela. Minae Mizumura. Adriana Hidalgo, 2022. 412 páginas.


  1. Gilles Deleuze, La literatura y la vida