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Bailar con alguien, dar las gracias e irse. Algunas noches sólo se trata de eso. Aunque en los boliches para el coqueteo siempre hay lugar, acá quien quiera un beso sabe que debe buscarlo de otra manera. “A los uruguayos les costó entenderlo”, asegura Mimí. Son las doce y media de la noche de un sábado de noviembre, y decenas de personas se preparan para entrar a Q'Atrevido, uno de los bares más concurridos del Centro de Montevideo. La fila es tan larga que da vuelta la esquina de San José y Convención, pero ella parece no notarlo. Parada afuera del establecimiento, sólo le presta atención a la puerta, desde donde la llamarán en pocos minutos para que comience a recibir a su comunidad.

Le dice así: comunidad. Pasarán los días y lo seguirá diciendo. “Yo hago comunidad”, “yo creo comunidad”, repetirá. Habla con la conciencia de quien se sabe líder de un grupo y asume el rol con compromiso y dedicación. Al fin y al cabo, ese fue su objetivo cuando llegó a este país en 2014, nueve años atrás.

Tenía 21 pero quería vivir en Uruguay desde los 14. Entonces era una adolescente apasionada por los videojuegos y pasaba las horas encerrada en el cuarto, con la nariz pegada a la pantalla de su computadora. “Era una friki”, cuenta. Miraba animé, el clásico género de animación japonés, y jugaba a crear un alter ego virtual semejante a los personajes de los dibujitos que consumía. Gracias a ese pasatiempo, a través de un foro en el que intercambiaba con gamers de todo el mundo, de a poco comenzó a descubrir Montevideo.

Alumnos de la escuela Baila Casino un sábado en el boliche Q'Atrevido.

Alumnos de la escuela Baila Casino un sábado en el boliche Q'Atrevido.

“Compartíamos fotos de los países donde cada uno vivía y tenía muchos amigos de acá, de Uruguay, que subían fotos de la rambla”, recuerda. Además de querer el río, le atraían dos cosas: el acento y la calma. “Argentina también me gustaba, pero yo soy de Mérida, un departamento chico de Venezuela, y era mucha ciudad para mí, no estoy acostumbrada a ese ritmo de vida”, explica, refiriéndose a Buenos Aires.

En definitiva, los planes estaban. Lo que vino después solo fue el impulso. Una crisis económica, política y social1 bastó para saber que era el momento de dar el paso. Y lo hizo: “Le dije a mi familia 'tengo que aprovechar ahora, que está todo revolucionado', y me vine”. Sola, sin conocer a nadie más que a sus colegas de internet a los que todavía no se animaba a visitar, se hospedó primero en una pensión y luego en una residencia estudiantil. Pronto consiguió un puesto en uno de los dos call centers en los que trabajaría durante años, neutralizando su forma de hablar a pedido de sus jefes, quienes insistían en que “los uruguayos son un poco desconfiados ante una venta telefónica con otro acento”.

Más o menos en la misma época en la que Mimí —que en realidad se llama Noemí— contactó con su deseo de emigrar, una tía la incitó a bailar salsa casino, un tipo de danza de origen cubano bastante popular en Venezuela, con la idea de que largara el mouse y el teclado. “Fui obligadísima, en la primera clase lloré y todo, pero estando ahí me encontré”, dice ahora. En plena adolescencia, buceando entre etiquetas en busca de una identidad, la joven Mimí se fue soltando. Tanto, que terminó siendo profesora.

Mimí durante una clase.

Mimí durante una clase.

“Empecé creando grupitos en Facebook de migrantes venezolanos en Uruguay, y después hice las movidas de salsa”, relata, mientras de fondo suena una plena de moda. A su alrededor hay mujeres vestidas de cuero negro y bodies satinados y hombres de camisa que desfilan y se muestran con las manos en alto ante dos patovicas. Ella porta un short de jean y una remera azul con una inscripción en la zona del pecho que ostenta el nombre de la academia que montó en la pandemia: Baila Casino.

Antes de instalarse en un local ubicado en la calle Soriano, en el que también montó su casa, Mimí rotó por varios lugares. Al principio, la sede del baile era el Parque Rodó. Iba con un parlante inalámbrico y una bandera de su país y se acomodaba al aire libre con quienes quisieran acompañarla. Al tiempo consiguió dar clases en el salón de un gimnasio, pero la experiencia no fue la mejor debido al dueño del espacio. “Me estafó, porque trabajamos un acuerdo de alquiler a porcentaje de 60-40, donde el 60 era de él, cuando yo llevaba toda la gente”, lamenta. Desde ahí se trasladó al sótano de una peluquería chiquitísimo y sin ventilación. Empezó con ocho o nueve alumnos, más de la mitad uruguayos, y en menos de diez meses la cifra se duplicó. Era 2018, el momento de mayor migración venezolana, y entre ellos “se fue regando la voz”.

A pesar del éxito, el movimiento se convirtió en norma. Por sus publicaciones en Facebook, la llamaron para ofrecerle alquilar un espacio por mes en La Bodeguita del Sur —una discoteca dedicada a la salsa, con más de 20 años de historia— y aceptó, y luego en un hotel y también aceptó. A la vez, la contrataron de diferentes academias. La razón de la demanda, dice, era que “traía un estilo más novedoso, actualizado”, atractivo para las generaciones más jóvenes.

En paralelo, Mimí comenzó a organizar fiestas para juntar a sus compatriotas y disfrutar de su música, porque la plena y la cumbia no les gustaba del todo. “No está mal”, dirán algunos, pero no era su ritmo. El negocio era un win-win: además de ganar dinero, le permitía tener más difusión y por lo tanto más alumnos. “Antes las hacía cada tres meses y ahora las estoy haciendo temáticas, para un público puntual, cada seis”, explica. “Tengo una Noche Vallenata, que es para colombianos y toda la frontera con Venezuela, que escuchaban ese estilo de música. Otra latina, que hacemos con salsa, merengue y reguetón, y una Noche en Caracas, que es sólo de música que se escucha en Venezuela”, añade.

Paola Rivas, alumna venezolana.

Paola Rivas, alumna venezolana.

Aunque podría parecerlo, lo que se está gestando en la puerta de Q'Atrevido no es una fiesta, sino lo que en su círculo se conoce como “social”: un encuentro impulsado por las academias de la zona para bailar durante toda la madrugada. La mayoría de los que esperan para entrar son venezolanos. Sin embargo, algún acento local se escucha. Mimí asegura que son recibidos con gusto, que si algo caracteriza a su gente es la hospitalidad con la que acogen al que viene de afuera. Porque esta noche, en Q’Atrevido, el adentro es Venezuela. Eso sí, hay que respetar la cultura y saber que acá “ponen la canción y, así no te conozcan, viene gente a sacarte a bailar y no es raro”.

Mover

Un.

El boliche tiene tres ambientes. Hay gente que viene de arriba y otra que aparece desde abajo. En el subsuelo suena electrónica; más allá del techo quién sabe qué. Acá, en este piso que da a la calle, reinan la salsa y la bachata.

Dos.

Aún no está lleno. Los bailarines y las bailarinas siguen llegando. Mimí los saluda en la puerta, con atención y algo de seriedad. Días más tarde, dirá que son su familia. Llevan puesta la misma remera que ella y se tratan como se tratan los que se conocen, incluso cuando no es así.

Tres.

No hace falta demasiado para empezar a bailar. Ni grandes volúmenes de alcohol ni grandes volúmenes de cuerpos. De hecho, entre estas 30 o 40 personas cuesta encontrar alguna que sostenga un vaso.

Cinco.

Las manos ahora están ocupadas. Unas se apoyan sobre hombros, otras sobre cinturas. Las demás se agarran entre sí, y cuando quedan solas, se buscan. Mimí tenía razón cuando afirmó que en la pista la soledad no duraba mucho tiempo. La cosa parece tratarse de encuentros breves, variados, chispeantes.

Kimberly Low y Diego Pérez, matrimonio y alumnos de Baila Casino.

Kimberly Low y Diego Pérez, matrimonio y alumnos de Baila Casino.

Seis.

Casi todas las canciones hablan de amor. O de desamor. “Ando manejando por las calles que me besaste, oyendo las canciones que un día me dedicaste, te diría que volvieras, pero eso no se pide, mejor le pido a Dios que me cuide”, dice una de las primeras bachatas en sonar.

Siete.

Se armó una ronda. No por nada la danza se llama “rueda de casino”. Los cuerpos van rotando y haciendo figuras entre sí, de manera que los que aún no se conocían, se conocen. “Bailar es presentarse ante otro y eso te deja super vulnerable”, confesó Mimí, horas antes.

Unir

“Undostrés, cincoseisiete. Undostrés, cincoseisiete. Undostrés, cincoseisiete”. El canto de Mimí se repite, una y otra vez, durante minutos. Son las ocho de la noche del primer lunes desde el social del sábado y, tras sobrevolar anécdotas de la fiesta, tocó volver a practicar. Ordenados en dos filas paralelas, frente a un espejo que, como de costumbre en los espacios de danza, se apodera de una de las paredes de la habitación, donde 19 personas comienzan a bailar en pareja.

Mimí habla a los alumnos sobre las manos.

Mimí habla a los alumnos sobre las manos.

Los tres primeros tiempos son de marcha. Cada uno se mueve en el lugar, la mujer adelante, el hombre atrás, llevando la cadera de lado a lado, en forma de ocho. “Si quiero mover algo, muevo de la tetilla para abajo”, ordena Mimí, poniéndose de ejemplo. Con el cuarto tiempo, ese que no nombra, los cuerpos se orientan hacia la izquierda de forma lateral y, finalmente, en los últimos tres la idea es “dejarse caer” y volver al lugar. Después de repetir esa serie de movimientos hasta aceitarse, los hombres irán girando por el espacio, bailando con una compañera, y luego con otra y con otra.

“Necesito que agarren a su pareja con propiedad. Tienen que acercarse más, generar más ataque. No es que llevan a una mujer. Ustedes la buscan, la persiguen”, le indica la profe a los chicos, como les dice ella. Por otro lado, a las chicas les pide que actúen de “recatadas” o de “señoras con plata, con dólares”. Un par de días después, luego de su clase, Mimí admitirá que la cultura de la salsa “es machista” y que deconstruirla es algo que aún le cuesta. Como por algo se empieza, está intentando dejar de pensarla en términos de “chico y chica” para hablar de “guía y seguidor”.

“La mujer debe aprender a dejarse llevar”, observa Paola, una de sus alumnas, al ser consultada sobre las características del baile. La joven, también venezolana, conoció las clases de Mimí en 2015, a la vez que llegó a Uruguay. Dice que empezó a tomarlas “por presión social”, pues los uruguayos daban por sentado que era buena en eso, y también porque no tenía amigos. “Necesitaba conectar con gente, porque estaba cayendo en un hueco en el que no quería caer, y esto me salvó”, revela.

Noche de clase en la academia.

Noche de clase en la academia.

Al fondo del local, mientras el resto va terminando de practicar, un muchacho oficia de maniquí para dos compañeras que confeccionan sobre él un chaleco negro, de tela fina y semitransparente, que usarán en una presentación el fin de semana. Luis, uno de los mejores amigos de Mimí desde su adolescencia, vino a Uruguay poco tiempo después que ella, tras conseguir realizar un intercambio entre su universidad y la escuela de ballet del Sodre. Igual que Paola, considera que posiblemente se acercó a la salsa por imposición, pero no la de uruguayos sino de su gente. “Allá los hombres sienten una presión social de que tienen que bailar sí o sí”, cuenta. “La sociedad los obliga, pero también no vaya a ser que bailen mucho. El hombre tiene que bailar lo justo y necesario para sacar a una mujer a la pista”.

Guíe quien guíe, el género convoca a un juego de dos, en el que cada persona ocupa un rol fundamental. Adriana, otra alumna venezolana, que vino apenas un año atrás, lo piensa como una energía que “se pasa entre cuerpo y cuerpo, para lograr crear juntos”. La gracia es “que no se vea que cada uno está bailando por su lado, sino que realmente están bailando en pareja, que son uno”. Con sus palabras, Adriana confirma una consigna que se repite: más que aprender la técnica, en la academia buscan comulgar, irse del mundo al que recién llegaron, dejar las preocupaciones atrás.

Calzado que usan para el baile.

Calzado que usan para el baile.

“El afuera aquí no existe”, celebra Paola. “Bailas, te diviertes, es maravilloso”. Pero lo mejor de todo son los demás. “Si tú les preguntas a los de aquí, la mayoría te dirá que llegamos porque nos sentíamos solos, porque estábamos mal”. En ese sentido, tomar las clases de Mimí “fue un clic para todos”. Ella “es el lacito que todo lo une”.


  1. Entre 2015 y 2023 más de 7,7 millones de venezolanos se fueron de su país. De ellos, 32.900 se instalaron en Uruguay, según el último informe de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes.