A Pepe Viñoles

No habían pasado dos horas de desempacar las valijas cuando bajé a fumar a la puerta del hotel y vi pasar tranquilamente a pie, por Vasagatan, a Elder Silva. La sorpresa fue grande. No solo porque Estocolmo quedaba casi al otro lado del planeta, considerando el Cerro de Montevideo como su barrio adoptivo, sino porque desde hacía tres años Elder estaba muerto.

No fui al velorio. Pero tenía la total certeza de su fallecimiento. Las señales de duelo de sus amigos, los obituarios en la prensa, los comentarios del cómo y del porqué de su muerte los conocía al detalle. Pero Elder estaba allí, en Estocolmo, y esa era también una verdad palpable. Su andar cansino, eternamente distraído, el modo de acicalar su grueso bigote, hasta la camisa leñadora creí reconocerle.

Lo seguí unas cuadras hasta que se metió en un bar. Con el corazón a punto de saltárseme del pecho, ingresé al local. Un grupo de barbudos cariblancos hablaban un inglés chispeante como las burbujas que emergían desde el fondo de sus jarras de cerveza.

Había conocido a Elder en tiempos de juventud cuando ambos colaborábamos para una revista literaria editada en papel de diario. El Estante se ocupaba sobre todo de la reseña de libros. La paga era poca, a veces solo la posibilidad de conservar el libro reseñado. Con el tiempo, Elder se había convertido en un poeta destacado mientras yo permanecía a la sombra de aquellos libros que criticaba con una dosis pareja de falta de talento y escaso entusiasmo.

Elder estaba solo, apoyado en la barra, bebiendo a grandes tragos su birra oscura, amarronada. Solo pensar en abordarlo me hizo sudar de pies a cabeza. Traté de armarme de valor. ¿Sería un doppelgänger perfecto? ¿Habría tenido un hermano gemelo del que yo no tendría noticias y seguramente él tampoco? Resultaba, por lo pronto, un caso extraordinario. Pedí café y fui y vine varias veces en la dirección de los baños. Cuando amenazó con sacar la billetera me adelanté y de un salto lo tomé por el hombro. Elder se asustó fuerte. Se libró con un empujón brusco y una cara que evidenciaba desconcierto.

—Elder, Elder, loco... ¿qué hacés acá?

Mi gesto expansivo, acompañado de un movimiento de apertura de brazos, amague de próximo abrazo, lo llevó al borde del pánico. Me habló en sueco, lo suficientemente alto y claro como para que no le entendiera una palabra, pues desconozco el idioma. Lo mismo pudo haber sido danés o finés. Pero su lenguaje corporal y gestual no dejaba lugar a dudas. No me reconocía, o tal vez peor, no me había visto jamás.

La “conversación” no pasó de un minuto. Dejé el bar con amargo desconsuelo. El alma humillada y como vacía. En la calle ya era la noche y las luces de los autos brincaban sin sentido de un lado a otro. Me senté en la acera para calmarme y tomar un respiro. Poco a poco fui saliendo de mi estado letárgico. “Cualquiera puede equivocarse”, intenté justificarme.

No me había repuesto del todo cuando vi caminar apoyado en un bastón al ingeniero Eladio Dieste, figura capital de la arquitectura uruguaya del siglo XX, muerto hacía más de una década. En ese velorio sí había estado. Ese obituario lo había escrito martillando con mis propios dedos el teclado de la vieja computadora. Dieste caminaba trabajosamente, pero no tanto si pensamos que, como en ese momento razoné, había resucitado. Me erguí y caminé hasta él. Me detuve a tres palmos y le eché una mirada amistosa, como si yo comprendiera lo que estaba sucediendo. Primero me miró con indiferencia, sin aminorar su ya de por sí cansino paso. Luego se detuvo, alzó la vista y me propinó un insulto apenas audible, probablemente en sueco. Aliviado, retomó la marcha a bastón.

El tercer muerto que vi fue Roberto Genta, hermano de tropelías y de letras descarriadas. No me animé siquiera a observarlo con detenimiento. Lo seguí con la mirada como quien mira el anuncio publicitario de un producto que jamás va a comprar. Hubiera seguido en esa especie de limbo si no me hubiera increpado una mujer. Era joven, baja y gruesa, de marcados rasgos indígenas. Hablaba en quechua, creo, gesticulaba con graves signos de reproche y una elocuencia atronadora. Me recriminaba golpeando un libro con dos dedos tiesos e invocaba una deuda que yo parecía haber contraído en otra vida.

Estocolmo, 14 de setiembre de 2022.