Escribo una oración aseverativa que da cuenta del estado del tiempo del día. La oración copia la que una maestra escribe todos los días en el pizarrón, al comienzo de la clase: El día está soleado o El día está nublado, pero siempre, sin importar los mil matices ni las mil modulaciones del cielo, es El día está... El ojo censor y la mano ejecutora evalúan el resultado y, por el momento, aprueban. Respiro aliviado, pero sé que la aprobación es circunstancial, que deberé volver a dar cuenta de lo escrito, por lo que, en el fondo, permanezco tenso.

Sin errores de ortografía, me voy a acostar con los deberes terminados. Al día siguiente, el ritual se repetirá, esta vez con mayores niveles de exigencia y, seguramente, severidad. En cada trazo del lápiz tiembla mi pulso y, con él, mi sintaxis se hace arena en mi cabeza, se desarma como un desafinado camino de hormigas que han perdido la orientación. Me esfuerzo por que lo que pienso no descienda a mi mano, no alcance el lápiz y, menos, se imprima en el dibujo de las letras que componen la nerviosa oración en cuyo seno aparecen, casi sin quererlo, adjetivos valorativos o estructuras equivalentes, como una oración subordinada que viene a añadir una nota sensible de mi percepción del día.

Escribo: El día está nuboso. El calor de la tarde, que sofoca, se expande. Mi padre toma el cuaderno de Lengua (no recuerdo exactamente si entonces se llamaba así), lo apoya sobre sus piernas, inclina ligeramente la cabeza y observa con detenimiento, mucho más del que requiere la lectura del pasaje. Sopesa la relación entre las oraciones, piensa en el verbo se expande y, cuando levanta la cabeza, me dice: Está bien. Otra vez respiro con alivio y me doy cuenta de que mi expectación ha sido, durante todos los segundos que duró, sofocada, justificadamente paranoide. La oración subordinada que añadí adquiere otro significado: parece tomar un peculiar relieve por encima de la sintaxis, que la condena al segundo plano: concisa, lacónica, parece hablar de la tarde, pero yo sé que habla de otra cosa, de la relación que me une a mi padre, de la silenciosa disciplina que ejecuta sobre mí.

¿Y qué hay de mi madre, la verdadera escribiente de la familia? Su prolija y delicada caligrafía enarcaba la escueta constelación de los sentidos literarios a los que había tenido acceso o con los que había podido mantener cierta relación. Sin embargo, escribía con una candidez llamativa, extraordinaria, que se volvía calidez del azulado trazo, de la precisión de las palabras que obtenía de la lengua como efecto visible de su escaso repertorio de formas expresivas (a diferencia de la fatuidad inútil de mi padre, que gozaba del prestigio que le daba ser el hombre que traía el pan a la casa y que, hasta cierto momento, era la única persona que había llegado casi hasta el final del liceo).

Arribo así al punto fundamental de las huellas de la letra: mi relación con la escritura y la lengua no parece provenir, finalmente, solo del trabajo censor de mi padre, de la insensibilidad con la que se plantaba, estricto, amenazante, ante mis redacciones escolares, sino también de la ingenuidad subversiva de la escritura materna, de esa prolija caligrafía insurrecta que, para mí, hoy, mucho tiempo después de aquellos sufrimientos, metaforiza su acceso a la literatura, en la que sus mates con azúcar a la sombra de una parra, llenos de interminables calorías edulcoradas, eran su forma de ser una Emma Bovary a contrapelo.

Alguien habla

Escucho las palabras que me llegan físicamente nítidas, casi transparentes. ¿Qué interpreto, qué puedo interpretar? Cargadas de saliva y de inconsciente, mi deseo ve en ellas sentidos que la gramática ha rechazado, inseminaciones semánticas que la sintaxis no puede conjurar. Balizo el territorio de los enunciados como si estuviera caminando por una superficie cenagosa. Solo puedo percibir los rumores que se van tejiendo, entre ellos, bajo el sonido de las formas audibles y que reconozco, en la lejanía, como familiares. Quizás sean las indicaciones de mi madre pidiéndome que deje la vereda para merendar o las ignominias de mi padre diciendo una vez más que no sirvo para nada, o, tal vez, eso querría, el balbuceo de mi abuela meciéndome en sus brazos.

El discurso, cualquiera sea el sujeto que lo profiera, cualesquiera sean las circunstancias de su proferimiento, está irremediablemente afectado por los ruidos, las interferencias, los farfullos, los innumerables cortocircuitos que determinan su escucha. El “mensaje” que el hablante produce nunca llega puro, limpio, sin asperezas, sin raspaduras, sin imperfecciones en algún plano de su composición, por lo cual el oyente siempre ejerce, involuntariamente, una escucha distorsionada. La propia interlocución, siempre afectada por los diversos malentendidos que obstaculizan y, a la vez, hacen posible la comunicación, constituye el mensaje en su inherente equivocidad, como la propia palabra mensaje lo deja saber con opaca elocuencia.

Una conversación cualquiera

Una conversación cualquiera, un texto, funcionan sobre la base de una ilusión, que es, también, una petición, a saber: la existencia de un “nosotros” de diálogo, más o menos a resguardo de los malentendidos que afectan cualquier comunicación. Esta ilusión, perfectamente asimilada a la estructura misma del discurso, al punto de que nos resulta en buena medida invisible, es lo que la comunicación pide para que las cosas funcionen entre los interlocutores.

¿Por qué una “economía de la gestión comunicativa” es el paradigma más sobresaliente que explica (es decir, pretende describir y explicar) cómo funcionan los cruces discursivos entre las personas? ¿Qué es lo que esta economía no tolera, no es capaz de tolerar y soportar? Digámoslo así, a riesgo de parecer un poco brutos o burdos: el deseo y el inconsciente; que hablar sea, finalmente, más acá o más allá, un balbuceo. Sobre el uno y el otro se le oye decir a Lacan en el Seminario 11:

Así, el inconsciente se manifiesta siempre como lo que vacila en un corte del sujeto —de donde vuelve a surgir un hallazgo, que Freud asimila al deseo—, deseo que situaremos provisionalmente en la metonimia descarnada del discurso en cuestión en que el sujeto se capta en algún punto inesperado.Una particular idea de comunicación es puesta en crisis perpetua (digamos, en una crisis perenne) por las nociones de deseo e inconsciente, con relación a las cuales la lengua que cualquier hablante hace funcionar se le presenta como esencialmente ajena, siempre ya dada como institución social y orden simbólico, lo que implica que el sujeto hablante se constituye como tal por el efecto de una captura: la que sobre él efectúa, precisamente, la lengua.

Este hecho nos permite descartar de plano la posibilidad de que el sujeto pueda ocupar la posición de amo y señor del decir, puesto que es sujeto del deseo y del inconsciente y, en consecuencia, no habla solo, no dice exactamente lo que quiere, sino que se ve envuelto en o empujado a excesos, déficits u oblicuidades del sentido, en suma, equívocos de toda clase.

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El asunto es siempre el mismo: los fantasmas que vuelven a la vida, sin permiso, sin aviso, sin la indulgencia demandada por quienes se han visto desgarrados por el pasado inmediato o lejano; que vuelven y se ubican en los rincones sombríos de las casas que los vieron crecer, escondrijos donde se alojan arañas que tejen incesantes las formas ubicuas de la supervivencia: una mosca capturada en pleno vuelo, cuyas patas quedan adheridas a los hilos pacientemente dispuestos sobre el aire. La imagen, pues, de la angustia, opresión que desmiembra el ánimo y hace de la rutina cotidiana un veloz descenso a los infiernos de la desesperación.

¿Qué dicen, cómo suenan sus voces ya olvidadas, por qué, en las frías noches de invierno, gritan?

El problema del signo es, precisamente, el problema del deseo y del inconsciente: ¿qué dice el signo del deseo y del inconsciente? ¿Cómo hablan estos en aquel? Estas son las preguntas principales, las preguntas cuyas respuestas huyen en múltiples direcciones. Son, también (y habría que pensar hasta qué punto el también resulta una denegación o un rechazo de lo que uno no quiere enfrentar, el empecinamiento de no ver lo que tenemos ante los ojos), preguntas que suponen cierta vigilancia que procura la escucha de lo que no se dice, como si colocáramos el oído sobre el pecho, auscultando lo que se oculta en el intervalo de los latidos del corazón.

La lengua en falta

La lengua, sin el equívoco que la define, sería otra cosa, y otra cosa muy diferente (y llegado el caso, muy aburrida, carente de todo relieve y de todo espesor). En otras palabras, la lengua no existe sino como un sistema de diferencias y oposiciones entre signos, gobernado por la homonimia generalizada que habilita que, cuando decimos algo, digamos también, al mismo tiempo, lo contrario, en cuyas redes el sujeto hablante queda “preso” o desposeído de su imaginaria relación de dominio o control de su decir. Llamemos (esta es, en buena medida, su gracia) “pliegue traumático” a este “doblez” de los signos, una de cuyas consecuencias más relevantes y fundamentales es la referida desposesión del sujeto que habla. Se trata de un “doblez” que, por así decirlo, da cuenta de un trauma y, en paralelo, lo produce incesantemente; un trauma que aparece como tal en los modos mediante los cuales el hablante se relaciona con la lengua y, por ella, con el mundo.

Michel Foucault, abriendo ese maravilloso opúsculo llamado El pensamiento del afuera, proponía la consideración de la célebre aporía del enunciado miento (miento, hablo), por medio de la cual se observa, con nitidez cegadora, el pliegue traumático del que estamos hablando: que el contenido de lo afirmado en el enunciado (la predicación de una mentira atribuida al sujeto implícito yo) va en la dirección contraria a lo afirmado en la enunciación: la afirmación de una verdad. Vemos aquí la escisión propia del funcionamiento del lenguaje, de la cual, entrado el siglo XX, el psicoanálisis lacaniano sacará todas sus consecuencias.

Este “pliegue traumático” (en el sentido en que se habla de un trauma físico o de un trauma “interior” del sujeto causados por un accidente de algún tipo, pero sin que trauma remita necesariamente a ninguna “acepción” específicamente freudiana) adopta, en las instancias discursivas en que se pone en juego la lengua, diversas formas de opacidad internas al propio sistema lingüístico (formas que debemos considerar, en sentido estricto, estructurales), entre las que se cuentan especialmente, para lo que nos interesa en este artículo, las funciones del lenguaje que el lingüista eslavo Roman Jakobson llamó poética y metalingüística. No es momento de señalar aquí las críticas de las que Jakobson y su “modelo comunicativo” han sido objeto (para los fines que persigo, dichas críticas resultan irrelevantes, tanto más cuanto que, en buena medida, responden a una “mala” lectura de la propuesta jakobsoniana); me interesa, sin embargo, anotar lo siguiente: las dos funciones del lenguaje en cuestión introducen en el “fenómeno comunicativo” descrito y explicado por Jakobson un excedente teórico, producto, en buena medida, del análisis concreto de las prácticas discursivas más corrientes, excedente que desborda los propios límites de la “modelización” de la comunicación y, en consecuencia, la pone en crisis. Digamos, pues, que ambas funciones del lenguaje dramatizan, cada una a su manera, pero, finalmente, de una forma que puede entenderse como la misma, el pliegue traumático en el que cada hablante se sitúa, lo sepa o no, cuando habla.

De esto es de lo que, en definitiva, trata el presente texto: de las diferentes formas productivas (teóricas y analíticas) del pliegue traumático, siempre amenazado por el movimiento constante de su saturación o de su mitigación en manos del referente, es decir, de esa entidad, habitualmente pensada como una cosa con su sustancia esencial, hacia la cual se precipita el significado cuando olvidamos el carácter central del significante y sus modos sin límites de provocar equívocos. Es así que, en este contexto teórico, suscribimos plenamente a la idea lacaniana de que solo hay significación porque hay significante, en cuya remisión a otro significante (otro “pliegue”, el más particular de todos, que se nos aparece como un vacío en el espacio entre dos significantes) se produce el sujeto y la palabra es, finalmente y también en y por principio, palabra, lenguaje.

El pliegue traumático es, en rigor, un juego ilimitado de pliegues dentro de pliegues, de dobleces que doblan lo doblado por lo que ya viene, desde sus fundamentos mismos, plegado: la lengua (y su revés, que Lacan llamó lalengua), ya que su forma más básica, el signo lingüístico en su irreductible relación (equívoca) con los otros signos, de los cuales se diferencia y a los cuales se opone (situación que lo define como signo, del mismo modo en que define como signos del sistema lingüístico a esos otros signos de los que se diferencia y a los que se opone), es una relación asociativamente en desbalance entre un significante y un significado, signados (dañados, incluso, podríamos decir) por la barra que los mantiene unidos y, a la vez, los separa haciéndolos diferentes y opuestos. Esta barra “invisible” que resiste la significación (el significante tiene que vencerla para que haya significado) es el “lugar” por el cual el signo está plegado, lo que constituye, pues, un “espacio” vacío, silencioso (un espacio de silencio ontológico), que no puede ser dicho, pero que, en su defecto, hace posible, en la medida en que se lo vence, la significación.

Doctor en Lingüística, maestro y profesor de Idioma Español egresado del Instituto de Profesores Artigas, Santiago Cardozo González ganó el Premio Nacional de Literatura con Elogio del discurso (Estuario, 2023).