No fueron pocos los que, encerrados en sus casas durante el tiempo de confinamiento, se dieron a recorridos más o menos azarosos por Google Maps. El mundo desde la street view es siempre extraño: uno ve las calles conocidas o no, cercanas o distantes, los carteles, el movimiento de personas y de tráfico, pero todo envuelto por un halo extraño. Las caras, como se sabe, están borradas, y a veces los espacios se superponen. En la misma avenida, dependiendo del punto desde donde se esté “parado”, las sombras se proyectan distintas. Desde un ángulo se ve una paloma que desaparece desde otro, un bar tiene gente y de pronto está vacío, una tienda aparece abierta y luego cerrada. En una misma ciudad, en un “mismo” instante, hay gente de remera y shorts y, unas cuadras más allá, otros caminan apretados, de gabardina y bufanda.

Hace un tiempo conocí a Tommaso Donati, un cineasta suizo cuya obra me cautivó desde que vi, en un festival de cine, Monte Amiata (2018), un mediometraje centrado en el complejo habitacional milanés del mismo nombre. En esa película, que sigue de manera muy particular la vida de una mujer que se mueve por los espacios inmensos de su edificio realizando actividades acaso triviales, como intentar mandar un mensaje de audio por Whatsapp, Donati hace un uso inteligente del mapa de Google y muestra en pantalla la pantalla que muestra los cuerpos y las construcciones seccionados, deformes, por el movimiento siempre acelerado de ese “avanzar” que es una forma que podría llamar ahora maldororiana del vagabundeo.

Es que si el flâneur se convirtió, Charles Baudelaire y Walter Benjamin mediante, en un ícono de la experiencia urbana moderna, en el poema de Isidore Ducasse firmado por el conde de Lautréamont el acto de “callejear” es bien otra cosa. Si ya el desplazamiento de Maldoror estaba signado en los primeros cinco cantos (situados en su mayoría en ambientes marinos o montañosos) por una suerte de andar a zancadas a través de los paisajes, en el canto sexto esto se transforma ya en un andar frenético que no es ese “dejarse llevar” de la flânerie, sino otra cosa signada por el deseo.

Esta sucesión de ambientes disímiles, este andar a pasos de gigante, se puede ver efectivamente en un canto anterior a la “novelita” final, en el que, en una caminata “hacia delante”, los personajes atraviesan una serie de “bosquecitos de lentiscos, jazmines, granados y naranjos”; “una ciudad populosa” de la que se ven “a través de las tinieblas, en el azul intenso del cielo” los “perfiles de las cúpulas, las agujas de los minaretes y las esferas de mármol de los belvederes” y “el campo” en el que la marcha es acompañada por el “vuelo de la fulgora laternaria, el crujido de las hierbas secas” y “los aullidos intermitentes de algún lobo lejano”, para llegar a un “bosque espeso” en el que alternan un abedul y árboles que se entrelazan “en una maraña de altas lianas inextricables, de plantas parásitas y de cactos de espinas monstruosas”.

El paisaje no es, por decirlo de algún modo, natural: es un mundo hecho como a cada instante, un mundo que se abre ante el caminante como ante nosotros hoy el azar de internet, que nos hace pasar con un par de enlaces del castillo de Neuschwanstein a la isla de Santa Elena y de ahí a un artículo sobre los jícaros. Ese territorio enciclopédico de distancias cortas e inmensas a la vez llena los ojos de Maldoror: es un auténtico mundo sin mundo, en el que el personaje puede estar un día en Pekín, el siguiente en Madrid y más tarde en San Petersburgo, siempre en deriva, siempre en búsqueda: “Ese bandido está, tal vez”, se nos dice “a setecientas leguas de este país; quizá, esté a pocos pasos de aquí”.

La geometría de la persecución, por su parte, queda clara en el canto último, que se centra en la figura del adolescente que Maldoror corteja/caza. Mervyn anda la ciudad de París, atraviesa calles y plazas de nombre reconocibles, pero todo está enrarecido, como el campo por la noche, cuando la luna cubre todo “con formas amarillas, indecisas, fantásticas”. Para ir al Carrusel, por ejemplo, Mervyn hace un desvío extraño, dramático (atraviesa, antes de ir a su muerte, la Île de la Cité y pasa momentáneamente por Saint-Michel) y luego es llevado a la plaza Vendôme, para terminar en el Barrio Latino: “No hay tanta distancia como se cree desde la calle de la Paz a la Plaza del Panteón”, se comenta no sin ironía.

Más que lugares, por eso, parecen otra cosa, nombres sonoros, tal vez símbolos: la Bolsa, el Palais Royal, Saint-Honoré. En su prólogo a la recientemente aparecida edición uruguaya de los Cantos, Alma Bolón se detiene en el andar del personaje y afirma que Maldoror “avanza como en un sueño en el que los espacios se yuxtaponen, sin que nada conduzca de uno a otro: no hay nexo, ni articulación, ni motivo, ni móvil, ni función, ni razón”, es decir que avanza “como si no tuviera fin: sin meta alguna y, en consecuencia, sin posibilidad de final. Solo atravesar espacios y tiempos”. En ese atravesar espacios y tiempos, Maldoror se mueve sobre los pliegues de un mapa doblado, como los cuerpos “mutilados” por la imagen de la película de Tommaso, a quien le escribí en estos días.

Me respondió al rato, y dice que no leyó, todavía, a Ducasse, pero que en su momento pensó mucho en los dibujos de Goya, en sus figuras indefinidas, incompletas. Busco al azar uno de los grabados de la serie Los desastres de la guerra: abro el primero que aparece y veo un cuerpo echado hacia atrás, todo blanco, como una hoja ante el escritor sin ideas. No tiene cara, y no la necesita, porque el título lo dice todo: “Ya no hay tiempo”. Pienso en las noches blancas del encierro que nos detuvo entre marzo y mayo y me lanzo a restablecer, en el mapa virtual, el via crucis de Mervyn. Pienso, ahora que ya estoy lejos, en esas calles vacías por el reconfinamiento, en los cuerpos tendidos, inmóviles, y en Maldoror, afuera, guiado sólo por su hambre.