“No me quiero ir de este mundo llena de plata. ¿Para qué serviría eso? Me quiero ir llena de aventuras. Es difícil explicar lo que se siente, pero soy periodista”. Así, estableciendo claramente el pacto de lectura, arranca esta novela contada en primera persona por Amalia Gutiérrez, una mujer de mediana edad que se gana la vida cubriendo noticias para una revista y su correspondiente sitio web mientras busca excusas para hacer lo que de verdad le gusta: investigar, meter la nariz ahí donde haya alguien tratando de disimular el olor rancio de la trampa, de la mentira, del juego sucio. Y lo de la nariz y los olores sucios, por cierto, no son sólo metáforas en esta historia.

En la literatura negra uruguaya no son muy comunes los héroes que revistan en la Policía. Hay excepciones, claro (una, inolvidable, es el Largo Viñas, creación de Renzo Rossello; otra, más reciente, es la comisaria Leonilda Lima, aparecida por primera vez en El miserere de los cocodrilos, de Mercedes Rosende), pero en general los escritores uruguayos parecen no inclinarse por poner a miembros de la fuerza policial en ese papel protagónico que siempre es el del héroe, incluso cuando se trate de un héroe corrupto o miserable. Los periodistas que terminan enredados en casos judiciales son más comunes. Nombraré, por nombrar uno, a Agustín Flores, personaje de Pedro Peña que ya lleva unas cuantas aventuras a cuestas.

Amalia Gutiérrez (Amy, para los amigos) es veterana en el oficio (y en la vida, o eso nos dice) y tiene un estilo entre frontal y patotero que le abre algunas puertas y le cierra otras, pero no tiene un pelo de tonta y sabe cuándo tiene que bajar el copete, cuándo tiene que poner cara de abombada y cuándo se enfrenta a alguien que reacciona favorablemente al apriete y a la violencia verbal. O eso se dice (y nos dice), porque excepto por este caso, que le cae inesperadamente, su vida diaria transcurre entre el trabajo más bien rutinario y tedioso para la revista y la vida doméstica que comparte con Esteban, su pareja y cómplice en las duras como en las maduras.

La aventura empieza cuando Amalia recibe un mensaje que es al mismo tiempo un pedido de ayuda y un encargo de trabajo que puede reportarle unos pesos extra: una colega que no le cae demasiado bien está siendo amenazada. Se la quiere involucrar en el asesinato de una jueza de Familia, y en unos pocos días debe probar su inocencia o se verá formalmente acusada ante la Justicia. Eso que podría parecer insostenible (que una periodista contrate a otra para investigar su propia inocencia) es perfectamente verosímil en el relato debido a la habilidad con que la voz narrativa, encarnada en la protagonista, va dosificando la información, mezclándola con sus propias impresiones sobre los demás actores del drama, con las opiniones sobre tal o cual cosa (la situación política, el sistema de justicia, la ética profesional, la práctica periodística, la vida de pareja, etcétera), y a la confianza que instala en el lector esa forma brutal y descarnada, comprensiva y cínica al mismo tiempo, de describir las circunstancias personales y colectivas.

En esta novela hay varios casos: el de la jueza asesinada y la periodista a la que amenazan con incriminar, y el de un caso en particular que la jueza tenía a su cargo y que involucra ‒ese sí‒ directamente a la periodista pero en calidad de denunciante: resulta que Cristina García, notera de televisión y clienta de Amalia, es la abuela de un niño cuya identidad ha sido robada. Nacido como hijo natural, fue reconocido por su padre, hasta que su madre se casó con otro hombre y este logró que lo inscribieran como hijo del matrimonio. Detrás de la restitución del apellido y la correcta filiación del niño corría la pobre Cristina cuando tuvo la mala suerte de que mataran a la jueza que llevaba el caso. Y sí, para decirlo todo, unas horas antes del desenlace fatal había tenido la mala idea de amenazarla por teléfono.

La novela no pierde ritmo en ningún momento, incluso cuando mecha escenas típicas de la vida del periodista de calle: conferencias de prensa que se demoran, cortes de cinta en un tramo de carretera en donde el Diablo perdió el poncho, entrevistas más o menos negociadas por el medio a algún jerarca del gobierno o a algún líder de la oposición, plazos de entrega, protocolos de escritura, trucos para cumplir con las obligaciones sin gastar el cerebro que, a veces, se necesita para otra cosa. Tampoco se desarma en lo que no consigue: el pacto de lectura establece que el trabajo de Amalia es liberar a Cristina García de la eventual acusación de homicidio y por eso no se le pueden reprochar hilos sueltos relativos a los demás asuntos turbios que van surgiendo. Dos cosas ayudan en esto: la primera persona, que facilita las reflexiones metanarrativas, y la experiencia previa del lector de novela negra, acostumbrado a tratar con héroes casi siempre groseros, tirando a viciosos, tramposos y egoístas. El gran hallazgo en este caso es que todo eso, lo bueno y lo malo del protagonista pulp, se conjugue en una mujer uruguaya que ronda los 50 años. Y que sea creíble y, por momentos, apasionante.

El defecto del libro corre por cuenta de la edición, que merecería haber sido más cuidada. Si bien la autora no juega sus cartas a una prosa poética ni sofisticada, es eficaz y solvente y resulta muy molesto que no se hayan corregido detalles de sintaxis que estorban como piedras en el zapato en medio de una carrera que se viene corriendo con fluidez y entusiasmo. Será para la próxima.

Identidades en juego. De Isabel Prieto Fernández. Montevideo, Rumbo, 2020, 207 páginas.