Si algo hemos aprendido de las grandes novelas de aventuras que plantean, entre otras cosas, el enfrentamiento del hombre contra alguna manifestación de la naturaleza, en un arco tan arbitrario que puede ir desde Robinson Crusoe (1719), de Daniel Dafoe, a La narración de Arthur Gordon Pym (1838), de Edgar Allan Poe –y su brillante secuela La esfinge de los hielos (1897), de Jules Verne–, es la persistencia de la capacidad de supervivencia humana, la pulsión de la vida ante la manifestación del peligro y la inminencia de la muerte. Naufragios en medio de la noche, volcanes que erupcionan de repente, montañas que se desmoronan, arenas movedizas que engullen al caminante, enfrentamientos cuerpo a cuerpo con animales salvajes y un largo etcétera conforman ese movimiento de lucha del hombre por la supervivencia dentro de la atmósfera controlada de una novela. El lector desprevenido que avance en la primera parte de La palabra para rojo, nueva novela del escritor inglés Jon McGregor (1976), autor de intermitente aparición en español –Si nadie habla de las cosas que importan (Salamandra, 2006), Tantas maneras de empezar (Salamandra, 2009), El embalse 13 (Libros del Asteroide, 2017)– puede creer que la materia que se escurre entre sus dedos, página tras página, está moldeada con la misma carga de adrenalina y tensión de los grandes autores decimonónicos de novelas de aventura: tres hombres enfrentan una colosal tormenta de nieve en la Antártida, sin posibilidad concreta de un auxilio inmediato, con el instrumental tecnológico de rastreo y ubicación fallando y a la merced de todas las complicaciones posibles dispuestas por la naturaleza. Sin embargo, los disparos van por otro lado.

En la primera parte del libro la atención está puesta en las peripecias que vive Robert Doc Wright, un miembro veterano de una expedición en la Antártida, durante un trabajo rutinario, junto a otros dos compañeros, en las inmediaciones del glaciar Priestley. El continuo cambio de foco en los tres personajes, sumado a la permanente tensión que conforma el enfrentamiento con los elementos naturales –viento, nieve, agua y hasta el propio silencio blanco que todo lo envuelve–, se vuelve tensión pura y dura en la escritura de McGregor: frases breves pero cargadas de información, descripciones de elementos técnicos que rajan la cobertura de la trama con la precisión de un hachazo y variaciones del monólogo interior que despliegan sobre el espacio de la acción las percepciones de cada explorador. Sobre el final de la primera parte irrumpe el elemento central de la historia: el derrame cerebral que padece Wright, cuyas consecuencias se desparramarán sobre el resto de la novela. La protagonista de la segunda parte de La palabra para rojo es Anna, la esposa de Wright, que debe abandonar de golpe su casa en los suburbios londinenses para viajar a Santiago de Chile y acompañar a su esposo convaleciente que ha perdido, entre otras cosas, la posibilidad de expresarse mediante las palabras. En la tercera parte, además de todos los personajes que rodean a la dupla protagónica, se suman Liz y Amira, las logopedas dedicadas a enfrentar la afasia que padece Wright. Hasta acá lo que puede resumirse del amasijo argumental que McGregor despliega en los diversos frentes de la novela.

Como en toda estructura de ficción, pautada en primer término por la escritura, el gran protagonista de este libro es el lenguaje, elemento que se vuelve especialmente problemático si se tiene en cuenta que el personaje central no puede expresarse con palabras o, mejor dicho, que los vocablos que utiliza en su comunicación diaria están intervenidos, han sido raleados de letras o de sílabas y producen, al manifestarse oralmente, una disrupción que va de la opacidad del sentido de lo que se quiere expresar a la constatación –en primer término, por el propio hablante– del desfasaje entre lo que se piensa y lo que se verbaliza.

No constituye ninguna novedad la manifestación en la ficción de un lenguaje “inventado”, que debe ajustarse y reflejar las particularidades léxicas, comunicativas, de un determinado hablante/personaje, tal como ocurre, por ejemplo, en las novelas La habitación cerrada (1986), de Paul Auster, y Las gratitudes (2019), de Delphine de Vigan, oportunamente comentada en estas páginas. El lenguaje que McGregor “crea” para su protagonista en La palabra para rojo se basa, entre otras cosas, en sus observaciones como invitado al grupo de autoayuda Aphasia Nottingham (tal como relata en la nota de agradecimientos), espacio en el que tuvo oportunidad de interactuar con diversos pacientes que batallaban para recuperar el dominio de su capacidad completa del habla. Y es justamente en los capítulos dedicados a narrar la interacción entre Wright y los demás pacientes que asisten a las reuniones de logopedia, donde el autor despliega al máximo las variantes conversacionales, que van desde el empleo de diminutivos y contracciones de palabras a las asociaciones, monosílabos sucesivos, omisión de determinadas vocales o interjecciones que son trocadas por un único vocablo o una frase completa.

Además de subrayar la tarea que debió significar para la traductora Concha Cardeñoso verter al español las manifestaciones verbales de los personajes con afasia que aparecen en la novela, quiero concluir este comentario con una referencia al título del libro en español. El título original es Lean Fall Stand, expresión que desaparece en la conversión al nuevo idioma, manteniéndose sin embargo cada expresión (“Inclinado”, “Caído” y “De pie”) al inicio de cada una de las tres partes de la obra. La razón del título en español –de la que desconozco quién fue responsable– cuaja plena de sentido en las líneas finales, en lo que constituye todo un hallazgo y un plus para la lectura de esta más que interesante novela.

La palabra para rojo. De Jon McGregor. España, Libros del Asteroide, 2022, 296 páginas. Traducción de Concha Cardeñoso.