El reciente asesinato de la joven Romina Ashrafi a manos de su padre en Irán reavivó la polémica, tanto interna como externamente, acerca de lo que se conoce como crímenes de honor. Los detalles escabrosos de la muerte de esta niña de 14 años generan, ante todo, indignación y rechazo por costumbres que se nos antojan arcaicas e inaceptables.

Las redes sociales circularon durante días la noticia y, en especial, mensajes de repulsa de parte de ciudadanos iraníes detractores del régimen. El propio presidente iraní, Hasan Rohani, pidió a su gobierno endurecer las leyes para castigar este tipo de homicidios. ¿Ficción o realidad? Habrá que ver.

Los crímenes de honor son aquellos asesinatos que se producen para limpiar el buen nombre y el honor de una familia, que una mujer, habitualmente muy joven, ha mancillado por alguna de las siguientes razones: adulterio, rechazar un pretendiente propuesto por la propia familia, desautorizar al padre o tutor legal, iniciar una relación sentimental no autorizada por los padres, mantener relaciones sexuales antes del matrimonio, sostener una conducta moral inapropiada y a veces, incluso, relacionarse con alguien de otra comunidad enfrentada a la propia, es decir, por motivos sectarios.

Por lo general, nos llegan noticias de este tipo de crímenes de países musulmanes; hoy es el turno de Irán, como ayer fue de Líbano, Jordania o Pakistán. Sin embargo, también se mata a mujeres por haber deshonrado a sus familias en India, África e incluso en Latinoamérica. Por ello, es necesario sobreponernos a la indignación por un momento y reflexionar sobre el origen de este tipo de crímenes, que se remonta a antes del advenimiento de las religiones abrahámicas. De hecho, el asesinato de una mujer a manos de su progenitor o de algún hermano o tío para enmendar la afrenta se retrotrae a la etapa tribal, cuando la tribu era fuerte cuantos más integrantes tuviera. Por ello, cuidar la castidad de una joven para poder casarla con un buen pretendiente requería de ella una actitud decorosa, de acuerdo a las tradiciones y los valores de su tribu. Velar por su conducta moral era la obligación del padre, a fin de que pudiera ser pretendida por varones que buscaban formar familia e incrementar su descendencia. La mujer en esa época era valorada sobre todo por su función reproductora. Cualquier desviación de sus tareas o atisbo de libre albedrío eran duramente castigados. Lo extraño y paradójico es que este tipo de situaciones se produzcan en la actualidad, cuando casi todos los países donde se han reportado estos casos han firmado la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, además de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Por otra parte, de poco sirve escandalizarse por estas muertes y acusar a una religión practicada por 2.000 millones de personas en el mundo sin antes reconocer que también en nuestros países siguen produciéndose situaciones lamentables de violencia familiar, entendida en su sentido más amplio como discriminación de género o por factores religiosos que empuja a muchas personas a quitarse la vida tras sufrir abusos y humillaciones múltiples.

Hasta hace pocos años, el Código Penal de países europeos desarrollados, como Francia e Italia (1975 y 1979, respectivamente), exoneraba de la pena a la persona que cometía un crimen pasional, provocado por la ira y el arrebato que le sobrevenían al encontrar in fraganti al cónyuge en adulterio. En Uruguay ese fue el caso hasta 2017, cuando el artículo 36 del Código Penal fue modificado por la Ley 19.580. Si bien el crimen pasional ocurrido en sociedades occidentales como la nuestra es juzgado por un sistema legal secular, aquellas legislaciones que aceptan “la ira y la pasión” como circunstancias mitigantes permiten, a su vez, que algunos juristas sientan empatía con el perpetrador y atenúen la pena. Es decir, en sociedades influidas por el patriarcado y los valores cristianos, encontramos que legisladores y jueces se ven influenciados y se emiten sentencias muchas veces mínimas para crímenes de este tipo.

Aunque las creencias religiosas juegan un papel importante en la perpetuación de los crímenes de honor hasta la actualidad, no los provocan. Eso sí, son un formidable pretexto para ejecutarlos.

Diversos informes de agencias internacionales especializadas en derechos humanos alertan que al menos en 31 países de los cinco continentes se han producido crímenes de honor contra mujeres, niñas y homosexuales en los últimos años. Aunque en muchos de ellos la religión del islam es mayoritaria, una moral rígida afecta también a otras comunidades religiosas, como la cristiana, igualmente empapadas de un conjunto de valores que deposita el honor de la familia en las mujeres y que, en ocasiones, les niega derechos que tienen contemplados en las sagradas escrituras. Es justo señalar que Colombia, Argentina y Brasil, entre otros países latinoamericanos, figuran en dicha lista.

Por otra parte, en el asesinato de la joven Romina merece la pena detenerse en la figura de su pareja o pretendiente, pues, al tratarse de un hombre 21 años mayor, tiene buena parte de responsabilidad en lo sucedido, toda vez que inició los contactos y una supuesta relación con la menor cuando esta tenía nueve años. Además, conoce perfectamente los códigos y las normas sociales de su país, en especial del medio rural, en el que ambos vivían, donde el conservadurismo es la tónica dominante. Así, este hombre adulto no sólo cometió un hecho cuando menos censurable, iniciando y fomentando una relación sentimental con una niña de tan sólo nueve años, sino que hizo algo que para otras legislaciones podría ser incluso un delito, al inducir a engaño, y, en caso de haberse producido la conjunción carnal, violación.

La legislación iraní, y en especial el Código Penal, se basa en la sharia o el código islámico, con lo cual sería de esperar que el asesinato esté severamente castigado. No obstante, el padre de Romina recibirá una condena máxima de diez años. Su crimen quedará atenuado por lo que se entiende que fue una conducta deshonrosa e inmoral de la menor, al huir de su hogar con su amante.

Reza Ashrafi argumentará que se vio obligado a terminar con la vida de su hija para poner fin a su inmoralidad y tratar así de restituir el honor perdido por las continuas transgresiones de la niña. Es un alegato clásico: los perpetradores de asesinatos por cuestiones de honor esgrimen la ofensa a su religión como principal motivo del crimen, sin ninguna evidencia fáctica de que las religiones lo condonen. Todas las religiones piden condenar y castigar los actos, tanto de hombres como de mujeres, que conducen a los crímenes de honor. No obstante, no reivindican el asesinato de los culpables. Se olvida además el perdón y la compasión, cuando hay arrepentimiento. Por tanto, o bien los perpetradores interpretan mal las enseñanzas religiosas o existen otros motivos, como pueden ser la estructura social y las dinámicas de género, tanto en la antigüedad como en nuestro siglo XXI. En suma, aunque las creencias religiosas juegan un papel importante en la perpetuación de crímenes de honor hasta la actualidad, no los provocan. Eso sí, son un formidable pretexto para ejecutarlos.

Susana Mangana es directora de la Cátedra Permanente de Islam del Instituto de Sociedad y Religión del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica de Uruguay.