Impunidad es una palabra enorme, aunque en los últimos tiempos y por causas históricas y políticas hayamos acotado su alcance. Lo mismo pasa con “corrupción”, que parece entenderse únicamente en el sentido de que alguien aproveche un puesto público para obtener beneficios para sí mismo. Pero se puede ser corrupto en formas menos escandalosas, aunque sean, a veces y paradójicamente, más obvias y extendidas. Por ejemplo, cualquiera entiende que si un funcionario se queda con el dinero de una multa está llevando a su bolsillo una plata que pertenece a la institución para la que trabaja, pero no es tan claro el asunto cuando se usa el poder institucional para colocar en puestos claves a personas que van a defender los intereses personales o de clase de un sector, a costa (o aun, en contra) de los intereses del Estado.

En medio del escándalo por la aparición tardía de parte de las actas del tribunal de honor que se ocupó de la fuga de Gilberto Vázquez en 2006, y de las idas y vueltas en torno a la votación del desafuero al senador y ex comandante en jefe del Ejército Guido Manini Ríos, ingresó al Parlamento el presupuesto presentado por el gobierno para el período 2020-2024. El voluminoso documento será desmenuzado apropiadamente en la comisión correspondiente y todos los sectores con representación parlamentaria se ocuparán de manifestar en qué aspectos lo acompañarán y en qué otros no, y las organizaciones sociales tendrán a cargo la tarea de advertir a la población cuánto de sus derechos, de su bienestar y de su economía se verá afectado por las condiciones que se creen a partir de la aprobación de la norma.

Pero desde ya podemos advertir algunas constantes: se incrementó el salario de los presidentes de las empresas del Estado hasta casi duplicarlo, con el argumento de que para que “los mejores” quieran ocupar esos lugares hay que ofrecerles un dinero suficientemente tentador, porque cualquiera sabe que los mejores tienen gustos caros y que, a diferencia de los funcionarios comunes y corrientes, no están obligados por nada que se parezca a la vocación de servicio. Al mismo tiempo se supo que los salarios de los trabajadores del sector público se verán afectados por una pauta que consagra una pérdida de 5% para el primer año, que se atan los aumentos posteriores al cumplimiento de los “compromisos de gestión” y que, entre otras cosas, los funcionarios perderán el beneficio de cobrar los días de enfermedad como si los hubieran trabajado, y en su lugar quedarán sujetos a la norma que afecta a los trabajadores privados: los primeros tres días sin trabajar no se cobran (a menos que el empleador quiera pagarlos, y en el caso del Estado eso no ocurrirá) y recién a partir del cuarto día se empieza a percibir el seguro por enfermedad, que equivale a 70% del sueldo. Digamos que si la regla de los primeros tres días sin salario ya era mala para los privados y debió haberse exigido su modificación desde hace tiempo, ahora también afectará a los estatales, que deberán pensarlo bien antes de quedarse en casa por una gripe, un resfrío o una enterocolitis, todas afecciones que no justifican el trámite de seguro de enfermedad pero pueden causar una cadena de contagios que nadie con dos dedos de frente podría considerar beneficiosa.

Pero además, las empresas públicas “deberán formular sus presupuestos de forma tal de cumplir con estándares mínimos de retorno sobre su patrimonio”, y el mínimo de rendimiento para cada ejercicio será fijado por la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, de tal modo que en ningún caso “el retorno podrá ser inferior al costo promedio de la deuda pública del Estado”, según dice el artículo 682 de la ley.

Así las cosas, se espera de las empresas del Estado un comportamiento semejante al de las empresas privadas: máximo rendimiento, máximas utilidades, mínimos gastos e inversiones. Se pasa por alto el detalle de que si los estados tienen empresas es precisamente porque tienen la responsabilidad y el compromiso de asegurar para los ciudadanos el mejor servicio, el acceso más amplio, la cobertura más extendida y la mejor calidad. Ganar dinero no es la finalidad de las empresas estatales. Al contrario, si se necesita que el Estado tenga empresas es porque su objetivo no es el lucro, sino el bienestar de la población y el alcance universal de los servicios.

El presupuesto de una nación no es nunca un asunto económico, sino político. Recortar en los salarios de los trabajadores pero aumentar la remuneración de los gerentes para que lleven adelante esa transformación es una decisión política que se corresponde exactamente y punto por punto con un proyecto mercantilista y despiadado. Con una teoría del disciplinamiento por hambre y por humillación, que se acompañará, como es notorio, con el fortalecimiento de los aparatos represivos, que no sólo no se verán afectados por los recortes presupuestales sino que ya fueron dotados de herramientas legales para que sus prácticas abusivas se diluyan en la impunidad. Porque “impunidad” es una palabra muy grande. Y hay que verla en todo su alcance.