El tema de la seguridad está de nuevo en el tapete; ya sea por el gobierno, que a falta de otros temas lo ha hecho su buque insignia en la discusión sobre la ley de urgente consideración (LUC), ya sea por los delitos, que no bajan. Se pretende hacer aparecer el problema como si dependiera de una serie de reglamentaciones y disposiciones legales o de los ímpetus de algún ministro, y que serían la clave para la mejora de la seguridad pública. ¿Es realmente así?

Se habla mucho de seguridad, de seguridad pública, humana, ciudadana y varios etcéteras, confundiendo la acción policial con el ministerio, pero a veces no se manejan los mismos conceptos. Conviene, entonces, comenzar por precisarlos.

En primer lugar, está la conducción política. La seguridad pública no es cosa de policías; interviene obviamente la Policía, pero es en el Ministerio del Interior donde reside la conducción política y se determinan las políticas de seguridad, que la Policía vuelve operativas. De forma que la responsabilidad es política, sea por la determinación de las líneas de conducción o sea porque no estén, por omisión, lo que también expresa una carencia en la conducción. Parafraseando al ex primer ministro francés Georges Clemenceau, podríamos decir que la seguridad es una cosa demasiado importante para dejarla en manos de los policías. El equipo ministerial ordena las políticas, las jerarquiza y planifica, las prioriza mediante el presupuesto, que no es otra cosa que la expresión numérica de esas políticas. El ministro no debe ser el ministro de la Policía ni comportarse como un sheriff; debe conducirla políticamente. No es “un policía más”. Cuando dice representarla, la corporativiza y se crea la ilusión de “defenderla” del sistema político, sobre todo de los políticos, como si se la atacara. Y así, a la imagen del policía, en vez de integrársela, se la aísla. Cuando no existen políticas tenemos las bravatas como las del anterior ministro, que sólo demostraban su inseguridad en el tema y poco más. Porque la certeza de las políticas se mide en resultados, y estos dependen del objetivo que nos fijemos. Parece obvio, pero hasta ahora no hemos visto del actual ministro ni del anterior cuál es el plan general de seguridad, cuáles son los objetivos que se plantean, para poder comparar. En lugar de eso, se dan cifras –cuestionables– como si a eso se redujera todo, a un punto más o menos.

En segundo lugar, la misión fundamental del ministerio es hacer cumplir la ley; para eso se enfrenta el delito. Ahora bien, tampoco se puede hablar de “delito” en general. No es lo mismo una rapiña que el narcotráfico, por ejemplo. Y es que hay una segunda obviedad: la Policía es un instrumento; como tal, para conducirlo hay que saber a qué nos enfrentamos. Es lo que tipificamos como delitos lo que moldea, por decirlo así, la herramienta que necesitamos. De allí la importancia de la inteligencia policial, y la necesidad de expresar en el presupuesto las necesidades de esa herramienta. Desde ese punto de vista, el presupuesto no es más que la expresión numérica de las políticas. No todo son pistolas y balas; una computadora puede ser tanto o más importante.

El narcotráfico, por ejemplo, es un delito sumamente complejo; piénsese en la organización que se requiere para administrar plantaciones, trasladar productos, establecer rutas y, sobre todo, para lavar fabulosas cifras de dinero, cosa que no se puede hacer sin complicidad financiera, obviamente. El narcotráfico no es un problema de salud ni de derechos, es ante todo un negocio: requiere gente muy preparada en diversos campos para florecer. Es, además, un delito transnacional, que mueve más dinero que muchos países, y de una gran complejidad. Por ser transnacional, no en todos los países se produce droga, pero lo que sí se nota son sus efectos. Las organizaciones productoras buscan salidas y eso produce rutas.

Uruguay no produce drogas ilegalmente (sí legalmente), pero es ruta de cargamentos con destino a otros continentes. Nuestro mercado es pequeño, en comparación, pero existe el microtráfico y hay bandas que comienzan a controlar territorio para poder vender. Atrás de eso es que vienen los sicariatos y los enfrentamientos, y, como es lógico, comienzan las disputas por el control del territorio y de las personas. Y lo que es más grave, la imposición de su ley, al margen de la ley.

El Estado no puede permitir eso, pero se comprende que no pueden obtenerse resultados duraderos a base de impulsos o anunciando medidas operativas; es necesaria una política efectiva y continuada. Y se ve la complejidad de las medidas; esto no se resuelve sólo con medidas policiales, que debe haberlas, es necesario también trabajar en el barrio, multiplicar el acceso a la educación y al trabajo. En el gobierno anterior se procedió así, conjuntando la labor policial con el trabajo con los vecinos y el barrio, y comenzó a dar resultados. Como demuestra el ejemplo, se necesitan policías formados específicamente para cada forma delictual, de ahí la importancia que tiene la formación y, sobre todo, la continuidad de las políticas.

Los últimos procesamientos de policías muestran claramente que se privilegió una supuesta fidelidad frente al profesionalismo, y eso nos parece un error grave.

Por lo tanto, aunque es necesario, tampoco basta con patrullar, “sacar los policías a la calle”, etcétera: es necesario definir políticas para enfrentar este fenómeno, que ante todo es global. De nuevo, la actitud de un sheriff no sirve de mucho; es necesaria la conducción. Y se comprende, de nuevo, que ello no depende de si la LUC es buena o no, sino de la definición de las políticas, que brillan por su ausencia.

En tercer lugar, es preciso comprender que el tema, así como no es policial, tampoco se agota en el Ministerio del Interior. Este es uno de los componentes de las políticas, junto con el sistema penal y el sistema carcelario. La definición de estas grandes relaciones es responsabilidad de la política y del gobierno nacional, no de un ministro, porque necesita la globalidad del sistema. Por ello la reforma del sistema judicial y de la Fiscalía, la conformación de un sistema carcelario por fuera de las jefaturas (no así del Ministerio del Interior), con todo el esfuerzo presupuestal y humano que conllevó, fueron parte de una línea institucional que, más allá de aciertos y errores, que seguramente se cometieron, se continuó en los períodos de gobierno y se intentó llevar adelante como política de Estado, con consensos que permitieran una continuidad, condición absolutamente necesaria, pues su ejecución lleva mucho más que un período de gobierno.

La continuidad de las políticas debe expresarse también en las políticas de profesionalización y de personal. En lo que respecta al Ministerio del Interior, en los tres períodos anteriores de gobierno se continuó con una línea de profesionalización, eligiendo a los que se consideraba más formados y con mayores conocimientos; profesionales a los que no se preguntó por sus preferencias políticas. Esto es algo de lo que ciertamente no puede jactarse el actual ministerio, que despidió a un jefe reconocido y respetado de Montevideo por hablar con un exasesor y director de unidad del gobierno anterior, y que nada más llegar comenzó una purga de oficiales sustituyéndolos por oficiales retirados, en general, pero no todos, vinculados a los gobiernos anteriores.

Los últimos procesamientos de policías muestran claramente que se privilegió una supuesta fidelidad frente al profesionalismo, y eso nos parece un error grave. Se vuelve a la vieja concepción de que la Policía está solamente para reprimir la delincuencia, y, mientras bajen los porcentajes, no se interviene mucho. Pero los porcentajes no pueden bajar indefinidamente mientras existan las mismas condiciones sociales. Por ello es necesario comprender que, si la situación cambia y el cariz de los delitos también, se necesita una Policía profesional, con medios y, sobre todo, con oficiales formados y no designados solamente por confianza. Con esa política se pierde, además, la experiencia acumulada en estos años y los contactos personales en los cargos, tan importantes para el desempeño de esas tareas. La oficialidad es el vehículo indispensable para el funcionamiento del sistema, al igual que la conducción política, de la que ya hablamos. Sin estos dos requisitos, por más dinero que se invierta, no va a haber resultados duraderos.

Por último, conviene recordar una vez más las causas sociales del delito. Y entendámonos: no se puede esperar a solucionar las causas para combatirlo, pero tampoco se puede prescindir de ellas para comprenderlo. Sin intentar quitar la responsabilidad del Ministerio del Interior en este aspecto, comprender lo anterior encuadra el problema y da fuerza a las políticas de seguridad en vez de disminuirlas. Por ello son tan importantes, desde el gobierno, las políticas sociales, por un lado, y la situación del sistema carcelario y el funcionamiento del sistema penal, por otro. Por ello, desde el gobierno, debe comprenderse que el problema de la delincuencia no se soluciona sólo con represión, como no se soluciona sólo con medidas sociales. Las políticas deben expresar un equilibrio entre todos estos factores, y estos deben explicitarse si se espera obtener resultados. El ministro del Interior, en particular, es quien debería comprenderlo mejor.

Jorge Jouroff es experto en seguridad y defensa e integra Convocatoria Seregnista-Progresistas.