En una nota publicada en Montevideo Portal el 30 de abril, uno de los proponentes del proyecto de ley de creación del Consejo de Laicidad, el diputado Ope Pasquet, desarrolla una serie de interesantes explicaciones jurídicas respecto de las normativas vigentes en torno a la libertad de expresión, el proselitismo y la laicidad. El diputado ejemplifica y explica muy didácticamente aspectos jurídicos y da a entender que contamos con una sana legislación y una Constitución que aseguran que no se cometan actos de proselitismo en ámbitos como la educación.

La interrogante lógica que surge de esto es, entonces, preguntarnos por la necesidad de un proyecto con las características del que se presenta para crear un Consejo de Laicidad. ¿Pero qué sería exactamente este consejo? Según el proyecto presentado, estaría conformado por un integrante designado por el Ministerio de Educación y Cultura, otro por la Administración Nacional de Educación Pública y otro por la Facultad de Derecho de la Universidad de la República. El tribunal tendría potestades correctivas ante denuncias de hechos de “violación de la laicidad”. Pero, siguiendo los argumentos de Pasquet en su columna en Montevideo Portal, ¿no contamos ya con los mecanismos jurídicos para examinar presuntos casos de proselitismo o de actos en los que la libertad de expresión deba ser restringida por las normativas específicas, como el propio diputado ejemplifica? Otra interrogante lógica respecto de la creación de este consejo tiene que ver con la idoneidad que sus integrantes posean para llevar adelante semejante tarea.

Siguiendo con la nota de Pasquet, el diputado distingue las formas “dolosas” de aquellas “culposas” para aquellos casos en que “el docente no cumpla el mandato legal de ofrecer a sus discípulos un ‘tratamiento integral y crítico’ del tema que esté dando en clase, no porque tenga la intención de hacerlo sino porque carece de los conocimientos necesarios para hacerlo, que no es lo mismo”. Así como el diputado distingue estas posibilidades, me gustaría también “hilar fino”, como él, en el uso del lenguaje. Si bien es correcto pensar en la relación docente-estudiante como una en la cual el segundo es “discípulo” del primero, el sentido más generalizado del término apunta claramente a un tipo de vínculo algo diferente de aquel que se produce en las escuelas o los liceos, y remite a relaciones de discipulazgo en lo que podemos pensar como escuelas filosóficas, tradiciones de pensamiento, ideologías y, por supuesto, relaciones de maestro-aprendiz en escuelas iniciáticas, esotéricas y religiosas. En este sentido, tal vez no sea el término más feliz para referirnos de forma general a la relación entre docente y estudiante en los medios formales de educación, puesto que, si bien es evidente que la figura de la maestra, el maestro, el docente es de gran significancia para quienes transitan por sus aulas, estudiantes de enseñanza primaria y secundaria tienen claramente una mucho más amplia red de influencias y “maestros”, más allá de quien se para frente al aula a diario.

Así como las formas “dolosas” y las “culposas” son cosas diferentes, la laicidad es una cosa y la persecución ideológica en su nombre es otra.

Pero entiendo que la elección del término por parte del diputado no es azarosa, ya que da cuenta del sutil espíritu que se pretende transmitir con este proyecto, en el que pareciera que quien ejerce la docencia tiene intenciones de carácter cuasi iniciáticos con sus “discípulos”, convirtiendo a las escuelas en templos de proselitismo. Y sí, el docente tiene intenciones ideológicas, producto del dispositivo del que forma parte, el que (además de formar futuros trabajadores disciplinados) inicia a los nuevos ciudadanos, con pensamiento crítico y democrático.

Coincido completamente con Pasquet cuando afirma que “La pobreza de la enseñanza termina afectando la laicidad, porque aporta al alumno sólo una parte de ese tratamiento integral, de esa pluralidad de enfoques y de fuentes que debería ofrecérsele”. Pero entonces, ¿qué tal si nos tomamos en serio la formación docente, justamente universitaria, pública y laica, para ofrecer este tratamiento integral al que se aspira? ¿Por qué debería existir un tribunal de carácter inquisitorio, integrado por tres miembros cuya idoneidad sobre el tema no está garantizada? (repito, por únicamente tres miembros con evidente influencia de la ideología gobernante de turno). Y sí, porque todos tenemos ideologías, incluidos los docentes, y poner a los docentes bajo sospecha no parece ser el mejor camino para comenzar a construir esa mejor educación que todos queremos. Así como las formas “dolosas” y las “culposas” son cosas diferentes, la laicidad es una cosa y la persecución ideológica en su nombre es otra.

Juan Scuro es doctor en Antropología Social y profesor del Departamento de Antropología Social de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.