“Fui y he seguido siendo un estudiante que elige a sus educadores, y liba a la vez de la cultura universitaria y entre los autores ignorados o excluidos por esta cultura. El ser humano porta en sí mismo un principio de incertidumbre, que es su principio de libertad”. Edgar Morin

Presentar en breve síntesis a Edgar Morin constituye un desafío apasionante. Porque apasionante es el desafío de leerlo y entusiasma la posibilidad de compartirlo. La vida y la obra de Morin están entretejidas: no se concibe la una sin la otra; aquí sí podemos afirmar que la clasificación es meramente metodológica: su obra es su vida y esta, como en un bucle, revierte para alimentarla.

Así también sucede en la experiencia de leerlo y en la vida del lector: encarar un libro de Edgar Morin supone una aventura que, seguramente, no dejará las cosas como estaban. Es que la vida concreta de uno mismo y los paradigmas que la orientan se ponen aquí en juego.

Es cierto que Edgar Morin es hoy un referente intelectual, pero no siempre ha sido así. El pensador Morin siempre fue lo que en sociología se denomina un “desviante”, un pensador que no se encolumnó atrás de líneas dominantes de pensamiento, ni en claustros universitarios cerrados. Por el contrario, prefirió siempre amplias libertades para sus investigaciones, métodos de intervención y producciones teóricas. Esa aventura intelectual, con pasión por el conocimiento –sus vías, sus afluentes, sus derivas, sus diques–, ha sido de tal coherencia y honradez intelectual que pervive porque él se ha transformado mientras el mundo se transforma. Una de sus frases favoritas es: “Todo lo que no se regenera degenera”. Y así ha sido durante toda su vida: sin miedo a las regeneraciones que ha asumido, en su desarrollo personal y también acompañando las conmovedoras transformaciones del mundo, en un siglo de incertidumbre, barbaries, novedades y esperanzas.

Edgar Morin nació en 1921, el 8 de julio, en París. Dato cronológico que marca la historia de un parto difícil que no debía haber sido, pero fue. Un nacimiento que, en la previsión médica, excluía la posibilidad de sobrevida para ambos, madre e hijo, pero cuyo destino, no obstante, arrancó de la muerte al uno y mantuvo con vida a la otra. Primera contradicción, primera integración.

A partir de allí, la historia de quien deviniera uno de los mayores pensadores contemporáneos se encabalga en la contradicción, la curiosidad, la reflexión, el misterio. La esperanza y la desesperanza, la alegría y la tristeza, el escepticismo y la utopía... fueron todas ellas marcas de fábrica en una aventura que, aún hoy, mantiene la vitalidad de un pensamiento siempre inacabado.

“Omnívoro cultural”, como él mismo se define, Morin explora desde niño territorios que le ofrecen −desde la literatura, la música y el cine− herramientas para una mejor comprensión del mundo.

“Mi espíritu −dice Morin− dio primacía a los libros que alimentaban el escepticismo y la esperanza, así como a los que anunciaban la redención después de tantos dolores. La contradicción entre fe y duda siempre fue vívida, violenta, inextinguible, inalterada, nunca superada, con accesos mesiánicos anunciándome redención y salvación, y accesos nadáticos que me confirman que todo está perdido para siempre. De ahí mi irresistible atracción por la duda fundamental (Montaigne), pero también por el impulso fundamental más allá de la duda y de la razón (Rousseau); por las verdades del corazón que responden a todas mis insatisfacciones anunciándome amor, redención, salvación, y las verdades de la razón que satisfacen mi escepticismo y mi sentido de la relatividad. De ahí mis impulsos, nunca agotados, hacia el escepticismo, el misticismo, la racionalidad, la poesía, el realismo, el utopismo. De ahí mi fascinación por los autores que más intensa e íntimamente vivieron esta contradicción (Pascal, Dostoievski), por los filósofos de la contradicción que, en profundidad, nunca la suprimen (Heráclito, Hegel). Paso de una a otra polaridad según la última influencia principal, pero, al hacerlo, no dejo de alimentar a la una y a la otra”.1

Poco a poco, ese niño-adolescente-joven va forjando –sin ser consciente de ello– una dialógica que lo conducirá a la construcción de una formidable obra intelectual con indudable incidencia en todas las áreas del saber. Porque así es la elaboración de Morin: transfronteriza, ciudadana del mundo del conocimiento, apátrida de territorios clásicos, anfitriona del forastero.

El trabajo de Morin, siendo científico y teórico, es a la vez personal y político, y apuesta a tener incidencia en la vida concreta de hombres y mujeres. De ahí lo apasionante que resulta incursionar en él.

En sus 100 años de vida, Edgar Morin ha conocido muchas épocas, tanto histórico-sociales como personales. Ha sido agudo y crítico observador de un mundo convulsionado por radicales transformaciones sociales, políticas y tecnológicas. A ellas ha asistido, no desde la distancia, sino como voluntario protagonista de la historia en cuyo devenir pretende contribuir. Así, la Resistencia Francesa; así, los sucesos del 68 –francés y universal–; así, el descubrimiento del ADN; así, la revolución científica y tecnológica de los Wiener, los Shannon, los Von Neumann…; así, el ascenso y el ocaso del estalinismo y el mundo soviético; así, las nuevas configuraciones, fragmentaciones, integraciones de los estados-nación y la identidad planetaria.

En ese interjuego entre sujeto y mundo, el Morin-observador no ha dejado de observarse a sí mismo. De ello da cuenta la mayoría de sus obras, especialmente las que pueden ser consideradas verdaderas autobiografías intelectuales. Desde ese enorme caudal de experiencia vivida intensamente y de reflexión rigurosa y arriesgada, va tomando cuerpo un sistema de ideas provocador y estimulante. Se trata de un proceso de libertad creadora y rigurosidad teórico-metodológica con alta implicación personal, en el que se encuentra con la educación, la ecología, la ciencia política, la sociología, la psicología, la historia y la antropología, la física y la biología... saberes que se entrelazan en diálogo.

Su obra ha sido una aventura con innumerables estaciones, siempre en diálogo con el entorno y su mundo interior. Si hay algo que caracteriza la obra de Edgar Morin, más allá de los temas que aborda, es el profundo involucramiento personal en lo que escribe, tanto como el diálogo del escritor con el mundo que habita. Morin habla varios lenguajes a la vez: por un lado, su observación del mundo en el que se sitúa; por otro, la reflexión sobre el impacto en su fuero interno: la dialógica de un cronista que es de su época y, a la vez, la sobrevuela y la experimenta. Por ello, leer una obra de Morin es transformador en la capacidad de reflexionar sobre lo que nos ocurre, pero también es una extraordinaria crónica de un siglo de acontecimientos mundiales que nos han marcado: desde la Segunda Guerra Mundial hasta la covid-19, Edgar no ha dejado de leer el mundo, la vida, la muerte y la humanidad. Y lo ha hecho, como él mismo advierte, entre la fe y la duda, pero en cualquier caso convocando a la esperanza: “Es importante no ser realista en el sentido trivial (adaptarse a lo inmediato) o irrealista en el sentido trivial (escapar de las limitaciones de la realidad), es importante ser realista en el sentido complejo: comprender la incertidumbre de la realidad, saber que existe lo posible aun invisible”.2

En su personalidad, Edgar conjuga múltiples facetas de gran valor cada una de ellas para cualquier ser humano: la curiosidad, la sensibilidad, la libertad de pensamiento, el amor por la fraternidad y el interés por los otros, la capacidad de diálogo y comprensión del diferente, el espíritu de resistencia a injusticias y barbaries... Cada una de estas cualidades es valiosa en sí misma, pero lo más singular en la personalidad de Edgar Morin es su capacidad para hacer de todas ellas componentes articulados de su condición humana. En efecto, su vida es un camino pleno de curiosidad, que lo lanza a la exploración del mundo, sensible a lo que sucede a su alrededor y con libertad de pensamiento para comprenderlo, aun en la diferencia, gracias a su capacidad de diálogo y búsqueda de la comunidad de destino con los otros. Esa es, quizás, su mayor singularidad: conjugar facetas tan valiosas de manera que una nutra a la otra. Él es lo que predica: la celebración de la unidad en la diversidad.

El trabajo de Morin, siendo científico y teórico, es a la vez personal y político, y apuesta a tener incidencia en la vida concreta de hombres y mujeres. De ahí lo apasionante que resulta incursionar en él: es que la vida concreta de uno mismo, lector, lectora, y los paradigmas que la orientan se ponen en juego en esta experiencia transformadora.

Luis Carrizo es psicólogo, magíster en Desarrollo Local y Regional, con estudios de doctorado en Sorbonne-Nouvelle Paris 3. Coordinador de la Cátedra Regional de Complejidad y Condición Humana, Universidad Claeh. Esta columna se nutre del dossier “Edgar Morin, la aventura intelectual”, publicado en la revista Educación y Derechos Humanos, Servicio Paz y Justicia, 1999, y de la nota “Edgar Morin: 100 años de un maestro universal”, publicada por la Oficina Unesco, Montevideo, 8 de julio de 2021.


  1. Mis demonios, Kairós, Madrid, 1996. 

  2. Tuit publicado en su cuenta @edgarmorinparis el 1º de mayo de 2020 (traducción libre del autor).