La discusión periódicamente recurrente sobre la pertinencia de que Uruguay mantenga su Instituto Nacional de Colonización (INC) suele estar teñida de aspectos coyunturales que flaco favor le hacen al necesario rigor del análisis que permita aportar elementos de juicio debidamente fundamentados. Por supuesto que también, más o menos camuflados detrás de argumentos de apariencia objetiva, están los posicionamientos de base ideológica que, por genuinos que puedan ser, no dejan de ser elementos contaminantes de la discusión toda vez que no se los explicita o, peor aún, se los contrabandea travestidos de saber disciplinar o profesional bajo el escudo de que se habla desde la neutralidad objetiva del conocimiento académico-profesional, fabulación que la ceguera de la sociedad moderna acepta casi sin cuestionamientos, como en otra época aceptaba las premoniciones del brujo de la tribu.

En ese contexto, al que se agregan otros muchos condimentos, no es tarea sencilla encauzar una discusión con bases serias y honestidad intelectual que permita mejorar la comprensión del tema como para que, en definitiva, muestre, despojadas de otras cuestiones, las válidas diferencias conceptuales de fondo en las que se sustenta el posicionamiento genuino que se tenga al respecto.

Pues bien, sin esconder la posición personal ampliamente favorable a la existencia del INC ‒en el entendido de que se trata de un organismo imprescindible para defender los más altos intereses del país‒, pretendo en estas líneas compartir algunos puntos de vista que considero insumos valiosos para la mejor comprensión del problema, así como, también, en una segunda entrega, tratar de responder fundamentadamente a algunos de los argumentos más frecuentemente manejados por los detractores del INC.

Quede claro, entonces, que no me declaro ni pretendo ser imparcial, lo que no significa claudicar en el intento de ser objetivo, porque el propósito es contribuir a la sana discusión de ideas con la mayor honestidad intelectual de la que pueda ser capaz, a efectos de que el esfuerzo analítico contribuya a identificar y explicitar la eventual existencia de propuestas alternativas de modelos de desarrollo del país basadas en concepciones diferentes sobre la cuestión agraria que, en definitiva, serían los elementos conceptuales de peso atendibles detrás de los posicionamientos sobre el INC.

Sobre el contexto para enmarcar la discusión

Uno de los riesgos con los que se enfrenta cualquiera que pretenda discutir un tema de la amplitud y derivaciones que tiene el asunto de la colonización es caer víctima del “efecto jauría”. Me refiero con eso, por analogía con la forma en la que una jauría ataca a su presa, a tener que responder en simultáneo, y sin priorizar, multiplicidad de argumentos de muy diferente naturaleza y jerarquía, que lejos de permitir una aproximación racional al tema lo termina destrozando en jirones irreconocibles, tal y como queda la víctima del ataque de una jauría.

Por eso parece de orden, en primer lugar, separar del análisis del caso concreto del INC la discusión más general ‒eventualmente también válida‒ sobre si el Estado debe o no tener políticas públicas de intervención, regulación, subsidios, etcétera. Ese debate sobre el rol del Estado, en caso de tener lugar, es independiente del caso particular del INC, por lo que incorporarlo a la discusión sería mezclar aspectos conceptual y jerárquicamente muy diferentes. Quiero decir, quien sostuviera la tesis liberal a ultranza de que el Estado debe abstenerse de intervenir estaría naturalmente en contra del INC, pero no porque entienda que el Instituto desarrolla mal su función o que habría mejores formas en las que el Estado puede manejar su política de tierras, sino simplemente porque estaría en contra de todo tipo de intervención del Estado. Esa discusión, entonces, queda excluida del presente análisis y se parte de la base de honrar la tradición histórica del Uruguay de tener un Estado presente.

De manera análoga, es necesario separar de la discusión sobre la pertinencia de su existencia las múltiples disfuncionalidades que se puedan advertir sobre el accionar del INC a lo largo de su historia (que reconocen muy diversas causas: políticas, económicas, de gestión, etcétera) de los objetivos y alcance del Instituto plasmados en la Ley 11.029, sus modificaciones posteriores (leyes 18.187, 18.756, 19.231, 19.577 y 19.781) y decretos reglamentarios. Porque cuestionar el instrumento por el mal uso ocasional ‒que no permanente‒ que se hace de la herramienta no parece ser una aproximación saludable a la discusión del tema, sino más bien un recurso oportunista que aleja del cerno del debate.

Finalmente, también es imprescindible evitar la discusión desde posturas maniqueas teñidas por preferencias político-partidarias que, además de enredar el análisis con discusiones estériles, parten de preconceptos caricaturescos sobre el posicionamiento que los partidos políticos uruguayos tienen sobre el INC, más allá de los chisporroteos, posiciones o declaraciones públicas de ciertos actores más o menos verborrágicos, pero cuya voz no representa la posición formal del partido sino, a lo sumo, la posición de un sector o, a veces, únicamente la del individuo en cuestión.

Lo anterior no significa que deba desconocerse la existencia de posiciones político-partidarias diferentes en relación al INC. Por el contrario, parece oportuno poner sobre la mesa de manera explícita la existencia de una puja de fondo histórica (y actual) entre sectores reformistas y sectores políticos y/o grupos de presión representativos de intereses contrarios a la modificación de las estructuras agrarias de cada momento. Y es necesario mencionarlo porque es del balance de estas fuerzas en las diferentes coyunturas históricas que se explica en gran medida la capacidad de impulso o freno del accionar concreto del INC a lo largo de su vida, independientemente del marco legal sobre el que se sustenta y del espíritu del legislador que anima el funcionamiento del Instituto.1

Conviene insistir, además ‒tal como fue señalado al principio de este artículo‒ que por más aceptación general y predicamento social que tenga la aproximación al tema desde las ciencias económicas, en relación con otras disciplinas, esta, además de estar enmarcada en el propio recorte disciplinar que esa rama del conocimiento hace de la realidad, debería ser igualmente válida al enfoque ‒también con sus propios límites disciplinares‒ que proviniera de un antropólogo, un biólogo, un sociólogo... o un ingeniero agrónomo, como es el caso del autor de estas líneas.

Incluso más, también hay que comprender que aun dentro de una disciplina cualquiera ‒y la economía no es una excepción‒ la propia construcción disciplinar del conocimiento específico no es lineal, y en su interior también existe una puja epistemológica entre diferentes paradigmas, por más que prime cierto statu quo funcional a los intereses dominantes.

La creación del INC fue una política de avanzada en 1948 y hoy, siete décadas después, sigue contribuyendo y siendo modelo de inspiración pese a las recurrentes fuerzas contrarias al cumplimiento cabal de sus cometidos.

En todo caso, el desafío es comprender que toda aproximación disciplinar se hace siempre desde su propio cuerpo doctrinario, y que es desde allí desde donde se (auto)define qué es y qué no es, se delimita el objeto de estudio (por lo tanto, se excluyen determinados otros aspectos o dimensiones que también lo componen pero no se analizan), se construyen las propias variables e indicadores relevantes para sí misma, etcétera. Estas restricciones que el enfoque disciplinar impone a la adecuada comprensión de la realidad se hacen tanto más relevantes conforme es mayor la complejidad del fenómeno que se estudia. También hay que advertir que la gravedad de las limitaciones de determinada forma de saber académico se hace tanto más perniciosa conforme más extendida sea la aceptación colectiva de esa determinada disciplina como laudatoria del “deber ser”; de “La Verdad” (así, con mayúsculas).

En nuestra sociedad moderna, las ciencias económicas en general, y los profesionales que las ejercen en particular, gozan de ese triste privilegio de ser voces con altísimo predicamento y aceptación exageradamente acrítica de sus opiniones, que no guardan relación con los desastres económicos ‒sociales y hasta ambientales‒ que han devenido de aplicar como mandato divino lo que no son más que simples construcciones teóricas con base en ciertas hipótesis sin validar, como las que pueden surgir de cualquier otro corpus de conocimiento que no es seguido a pie juntillas.

El propósito no es denostar a las ciencias económicas ni, mucho menos, a los profesionales que la ejercen, sino, por el contrario, poner en evidencia la pesada mochila que el devenir del desarrollo de la disciplina puso sobre sus hombros (cierto es que a algunos les agrada ese halo de superioridad) al investirla de ese poder casi celestial de ser la voz que decide nuestros destinos. Quizás no sea consuelo, pero suelo afirmar ‒medio en broma, medio en serio‒ que los economistas son casi tan dañinos como los ingenieros agrónomos...

El asunto es que me detengo en las voces que vienen de las ciencias económicas porque es desde allí de donde vienen la mayoría de las críticas con cierto grado de peso sobre la pertinencia del INC, sin perjuicio de que luego sean tomadas, amplificadas y hasta distorsionadas por otros muchos actores que con más o menos rigor también hablan del tema.

En una siguiente entrega espero tomar esas principales críticas que recibe el INC, a efectos de discutirlas y aportar elementos de juicio que permitan ampliar la mirada sobre el asunto.

Pero no podría finalizar estas reflexiones sin adelantar que la creación del INC fue una política de avanzada en 1948 y que hoy, siete décadas después, sigue contribuyendo y siendo modelo de inspiración pese a las recurrentes fuerzas contrarias al cumplimiento cabal de sus cometidos, la falta de financiamiento durante largos años, la falta de profesionalismo y hasta el eventual manejo inescrupuloso de algunos funcionarios y directorios (y/o directores) a lo largo de siete décadas, la falta de coordinación con otras políticas públicas, etcétera.

Debe quedar claro que el INC es mucho más que lo que puede arrojar una mirada economicista, por definición reduccionista. La lectura atenta ‒y con mirada del siglo XXI‒ del cuerpo y espíritu que promovió la Ley 11.029, el rescate de raíces históricas como el “Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de su campaña y seguridad de sus hacendados” del general José Gervasio Artigas en 1815, que proponía la reestructuración del modelo de desarrollo agropecuario basado en el reparto de tierras con una base de justicia social y, a la vez, con un sentido de desarrollo productivo y de repoblamiento de la campaña, la recuperación de la memoria de la fundación de las primeras colonias a mediados del siglo XIX (Valdense, Nueva Helvecia) que modulan el paisaje y la cultura de la zona hasta el presente, la creación en Paysandú, en 1905, de la Comisión Asesora de Colonización, que es dotada de recursos por el Poder Ejecutivo bajo el primer gobierno de José Batlle y Ordóñez para la expropiación de tierras destinadas al ensanche del ejido de Paysandú y la formación de colonias en ese departamento ‒cuyos resultados siguen vivos en la actualidad‒, o la creación por ley en 1923 de la Sección de Fomento Rural y Colonización del Banco Hipotecario del Uruguay (que contaba con independencia económica y financiera respecto de las demás secciones del banco) y que durante sus 25 años, hasta su pasaje al INC en 1948, colonizó unas 200.000 hectáreas, son muestras de la sabiduría e inteligencia de un Uruguay que supo forjar su futuro. Un futuro que es el presente que hoy disfrutamos y que ‒sin perjuicio de aceptar la validez de posiciones que genuinamente crean en otro modelo de desarrollo del país‒ no puede desconocer la incidencia de intereses espurios, de corrientes de pensamiento de dudosa raigambre en defensa del interés nacional, del desconocimiento o indiferencia acerca de la cuestión rural o hasta de decisiones irreflexivas o poco fundamentadas que hagan correr el riesgo de dilapidar lo acumulado, hipotecando, además, la construcción del futuro que como nación dejaremos a los que nos sucedan.

Finalmente, comprendiendo que los resultados del proceso colonizador son producto de las luces y sombras de los avatares y embestidas a lo largo de sus siete décadas de vida, expreso también mi disconformidad con mucho del INC; no sólo por los errores de lo hecho (que los tiene y se deben discutir) sino, sobre todo, para mejorar de cara al futuro, por lo que no pudo, no supo o no se le dejó hacer para expresar toda la potencialidad de esa política pública, desaprovechando, por ejemplo, las sinergias con otras acciones estatales o la sistematización de la información técnica, productiva y social que a diario es generada en su más de medio millón de hectáreas por las miles de almas que lo integran y palpitan como el organismo vivo que es.

Gustavo Garibotto es ingeniero agrónomo, exdocente e investigador en la Universidad de la República, productor rural ganadero y asesor privado.


  1. Sin perjuicio de otros factores, lo cierto es que producto del avance relativo de cada fuerza en esa puja durante las diferentes coyunturas del país y del propio INC a lo largo de sus siete décadas de existencia (y aun antes) se reconocen diferentes etapas en las que tanto la tasa anual de incorporación de tierras al Instituto (57 ha/año vs 35000 ha/año) como la consecuente cantidad de nuevos colonos muestran importantísimas fluctuaciones.