En agosto de 2018, la Agencia de Gobierno Electrónico y Sociedad de la Información y del Conocimiento (Agesic) convocó a un foro para celebrar los diez años de la aprobación de la Ley de Acceso a la Información Pública, al que fui invitado en mi calidad de relator especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Nadie dudaba por entonces del cambio profundo que supuso la ley para la transparencia y la democracia uruguaya, pero recuerdo haber centrado mi exposición en la necesidad de introducir cambios legislativos para hacer más comprensiva y eficaz la protección del derecho a la información de las personas.

También presenté un gráfico que mostraba los principales rankings de libertad de expresión ya ubicaban a Uruguay en el entorno del puesto 20 a nivel global, posición muy celebrada por el gobierno y en general por la opinión pública de la época. No obstante, alerté que a una década de aprobada la ley seguía habiendo un alto número de rechazos a pedidos de información –sin fundamento legal o motivados en decisiones políticas–, y que si el país quería mantenerse o escalar posiciones en dichos rankings, debía seguir adelante con las reformas, mejorar el marco normativo y sus prácticas en transparencia.

De hecho, para entonces muchos otros países ya habían avanzado en incluir, por ejemplo, más sujetos obligados a transparentar su gestión (empresas privadas que prestan servicios públicos o que son propiedad del Estado, partidos políticos y otros sujetos), en dotar de mayor autonomía y recursos al órgano encargado de controlar el cumplimiento de la ley, en legislar la protección de denunciantes de hechos de corrupción en la administración pública, en establecer sanciones para los organismos que incumplen los plazos de solicitudes de acceso a la información o de la transparencia activa, entre otros. A su vez, subrayé la necesidad de regular y transparentar la asignación y el gasto en publicidad oficial en todo el Estado, una materia postergada desde el retorno a la democracia.

Más cerca en el tiempo, durante la campaña electoral, los partidos de la coalición que hoy gobierna hicieron énfasis en la falta de transparencia en varias áreas de la administración anterior, por lo que era de esperar medidas para avanzar en estos temas. Por el contrario, la Ley de Urgente Consideración (LUC) perforó la Ley de Acceso en relación a las informaciones que recopila el Sistema Nacional de Inteligencia, que pasaron a ser reservadas sin plazo y sin la obligación de fundamentar con base en el test de interés público. Además, sólo el presidente de la República puede levantar el secreto.

Meses después, en la Rendición de Cuentas se introdujo un artículo para limitar el derecho de solicitar información respecto de aquellos datos que están obligados a publicar los organismos públicos. Esta propuesta no tiene antecedentes en el derecho comparado y recibió críticas de los organismos internacionales, lo que llevó a matizar esa disposición.

En la práctica, la respuesta de los nuevos jerarcas a los pedidos de acceso a la información ha sido errática; han desclasificado mucha información del gobierno anterior, pero no han establecido parámetros claros para empujar una mayor cantidad de respuestas en el presente. Se sigue registrando una tasa elevada de pedidos sin respuesta, y temas centrales de la agenda actual, como la asignación directa de la terminal del puerto de Montevideo, el detalle del gasto de la pandemia y las campañas publicitarias, se encuentran entre la información denegada.

La llamada Ley de Medios

A pedido de la sociedad civil, solicité a la CIDH en 2017 citar al Estado uruguayo a una audiencia pública para explicar la falta de avances en la implementación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA). El Estado compareció a regañadientes y me enviaron 20 cajas de fotocopias de expedientes de la Unidad Reguladora de los Servicios de Comunicaciones (Ursec), para tratar de presentar la convocatoria como un exceso.

Con la llegada del actual gobierno, y a más de siete años de aprobada la LSCA, seguimos ante la insólita situación de que dos administraciones omiten cumplir los mandatos claros de una ley vigente –ratificada por la Suprema Corte de Justicia, excepto por un par de artículos–. Mientras tanto, se adquieren radios por fuera de los límites de concentración que marca la ley, no se designa la autoridad reguladora, no se convoca a los organismos de participación social y sólo se cumple con algún artículo en forma aislada.

Por cierto, el Ejecutivo presentó al Parlamento una reforma amplia de la LSCA que propone un mayor margen para que los grupos con más poder económico adquieran y concentren un mayor número de medios; suprime la protección de los derechos de niños, niñas y adolescentes y otros aspectos, entre ellos los fondos para promover la industria de contenidos. Al mismo tiempo, se sigue discutiendo el otorgamiento de licencias para ofrecer internet a las empresas de televisión para abonados nacionales.

El gobierno alega que este paquete era parte del programa propuesto a la ciudadanía, lo que es cierto, pero a nivel internacional esta política resta y no suma en ningún ranking. La promoción del pluralismo con medidas efectivas es un índice de la calidad democrática. La propuesta a estudio del Parlamento es regresiva, si la comparamos con las medidas que vienen adoptando desde hace tres décadas Europa, Canadá o los países escandinavos en materia de diversidad y pluralismo.

Dormidos en los laureles

Otro avance histórico para la libertad de expresión en Uruguay fue la aprobación en el año 2008 de la Ley 18.515, que despenalizó los delitos de comunicación al disponer que no es punible la difusión de información, opinión y humor sobre temas de interés público. Esta reforma legal también fue adoptada como ejemplo a nivel internacional y tuvo efectos positivos en el debate público, dado que impidió que prosperaran los juicios penales realizados con fines intimidatorios contra periodistas.

Sin embargo, ya desde 2018 comenzaron a incrementarse las denuncias penales y sobre todo las demandas civiles contra medios y periodistas que investigan, mayoritariamente por parte de funcionarios o personas públicas sometidas a un mayor escrutinio de la prensa. Es evidente que los “ofendidos” ya saben que pueden someter a los periodistas y a los medios de comunicación a denuncias penales inconducentes y demandas por montos elevados sin tener ninguna consecuencia.

También hay que apuntar que 14 legisladores del Frente Amplio denunciaron penalmente a un periodista por una práctica periodística que, si bien es éticamente reprobable, no amerita que se recurra nuevamente al derecho penal para dirimir un debate sobre la labor de la prensa.

Aunque buena parte de esta situación no es atribuible al gobierno, afecta sin duda el clima de la libertad de expresión, debido a que se trata de un fenómeno de hostigamiento judicial. En ese sentido, varios países han adoptado parámetros sobre la responsabilidad civil de la prensa –conocido como el estándar de la real malicia– e incluso establecen penalidades pecuniarias para quienes desarrollen juicios civiles contra quienes informan sobre temas de interés público con la finalidad de hostigar (las llamadas leyes anti-slapp).

A veces pienso que los relatos y los rankings nos gustan tanto porque nos permiten entrar en esa suerte de zona de confort que apreciamos y nos permite flotar en un panorama regional desolador.

Otro tema en que el país va en declive es la estigmatización y las narrativas de descrédito de la prensa. En 2017 critiqué a la Presidencia de la República de entonces por divulgar en su página web datos personales de un colono que protestó de manera airada contra el entonces presidente Tabaré Vázquez. La publicación fue borrada horas después.

Ya en el actual período de gobierno la senadora Graciela Bianchi ha “investigado”, señalado y estigmatizado a periodistas por discrepar con sus coberturas, les ha atribuido pertenencia política, sesgo ideológico o traición a la patria. El senador Guido Manini, por su lado, ha arremetido y sembrado dudas de responder a intereses espurios contra el semanario Búsqueda y sus periodistas, cada vez que estos publican un informe que le obliga a rendir cuentas. En la Conferencia del Día Mundial de la Libertad de Prensa un periodista relató al público que el presidente de la República le atribuyó intencionalidad por haber publicado un artículo que investigaba el uso de un auto oficial por parte de un ministro.

Por su parte, en 2021 hubo denuncias de presiones desde lo más alto del poder hacia un medio por su director de informativos; las denuncias fueron desmentidas, mientras quien habría sido objeto de estas nunca se refirió públicamente al episodio.

En esta materia los organismos internacionales y las organizaciones de libertad de expresión han reiterado que los funcionarios públicos tienen un deber de cuidado al expresarse y no deben exponer o estigmatizar a quienes ejercen su derecho a la libertad de expresión. Socavar el rol de la prensa genera riesgos ciertos, envía a los seguidores de esos funcionarios la señal de que ese periodista es un blanco a atacar en redes sociales; no es nuestro caso hasta la fecha, pero en países con mayores niveles de violencia contra periodistas el riesgo incluso se traslada a la vida real.

En materia de seguridad, en el anterior y en el actual período de gobierno hemos tenido casos de periodistas amenazados por sus coberturas sobre narcotráfico. Aunque las amenazas provengan de actores privados, el derecho internacional establece que los Estados tienen obligaciones de prevenir, proteger e investigar la violencia contra periodistas. Esto obliga a que las autoridades y la fiscalía tengan contacto más estrecho para establecer mecanismos específicos ante riesgos ciertos que seguramente corren y van a seguir corriendo algunos periodistas.

En materia del derecho a la protesta, los cambios de la LUC vuelven ilegales los cortes de calles o rutas y dejan la interpretación de esta “ilegalidad” a la Policía, que puede disolver las manifestaciones. Es además explícita la intención de distintas autoridades de criminalizar actos de protestas como grafitis y pintadas, en lugar de privilegiar el diálogo frente a conflictos con movimientos sociales y gremios. A muchos integrantes del gobierno les parece una política legítima que privilegia el derecho a la circulación o la propiedad pública sobre esas formas de expresión, pero a nivel internacional se traduce como una señal de que se está afectando el espacio cívico en el país.

En lo que refiere al contexto económico, hace casi una década los medios escritos de todo el país vienen solicitando a los sucesivos gobiernos y al Parlamento ayudas, incentivos o políticas públicas para mejorar la sustentabilidad de la prensa, que produce buena parte de la agenda informativa del país, frente un panorama cada vez más complejo producto del modelo de publicidad de las plataformas que dominan internet. Cuando el presidente de la República reconoció la necesidad de garantizar el trabajo de la prensa en el Día Mundial de la Libertad de Prensa en Punta del Este, varios imaginamos que haría algún anuncio en ese sentido; sin embargo, ni el anterior ni el actual gobierno han atendido el problema y varios medios se encuentran en situación delicada.

Debates, no relatos

Recurrí a la primera persona para relacionar la evolución de la situación de la libertad de expresión porque se trata de una preocupación genuina que vengo manifestando desde hace bastante tiempo. No es producto de mi participación en el gobierno de Canelones, como se sugiere insistentemente desde el gobierno y columnistas afines. De ese modo se busca un chivo expiatorio para no dar la discusión de fondo.

Finalmente, sólo para el registro, no he participado –como ha afirmado de forma temeraria algún medio– en la construcción del nuevo Índice de Reporteros Sin Fronteras, ni he sido tampoco una de las personas consultadas de manera confidencial. A mí también me quedan dudas metodológicas respecto de la caída brusca de Uruguay en esa escala, no tanto por nuestros propios méritos y avances para consolidar la posición de privilegio, sino por la situación de declive en la democracia de varios países que aparecen por encima del nuestro.

Por otra parte, no podemos ignorar que las sociedades y los países se siguen moviendo, en general, más rápido que nosotros. Sin ir más lejos, Costa Rica ha aprobado una nueva ley de acceso a la información de avanzada y el pueblo chileno está discutiendo una nueva Constitución que, de aprobarse, nos sacará ventaja apreciable en muchos de los temas relacionados con derechos humanos.

El actual gobierno aborda la libertad de expresión de una manera simplista, en línea con su doctrina que radica en centrar la libertad únicamente en el nivel individual. Pero la libertad de expresión también tiene una dimensión social, que implica el derecho de la sociedad a recibir información de diversidad de fuentes, que la mayor cantidad de personas y grupos puedan participar en la esfera pública y entender que en la sociedad hay múltiples formas de expresión y que no todas tienen que ver con los medios de comunicación masivos.

Abstenerse de interferir en la libertad de expresión es una parte de las garantías que debe ofrecer el Estado, pero también hay obligaciones positivas en todos los campos que vimos. Las democracias actuales y el acelerado cambio tecnológico que impacta en los derechos humanos y las libertades fundamentales requieren debate y políticas también respecto de estos temas. No hacer nada en muchos de estos temas favorece la opacidad y fortalece a algunas voces sobre otras.

Miremos esto a través de los rankings de libertad de expresión. Desde que tengo memoria hay una constante: los primeros diez lugares siempre los ocupan los países nórdicos y un puñado de países europeos. No es casualidad: esos países se toman estos debates en serio. Por eso legislan, tienen mejores leyes de acceso a la información, protegen la diversidad y el pluralismo en los medios, apoyan esquemas de televisión pública con recursos y participación de múltiples actores. En estos países, los altos funcionarios tienen un discurso cuidadoso y no atacan a la prensa por hacer su trabajo –sin importar la línea editorial–, apoyan a los medios escritos con políticas ante la revolución digital, protegen a los informantes de irregularidades en la administración. También admiten la protesta pacífica, por incómoda que sea para la circulación y la economía.

A veces pienso que los relatos y los rankings nos gustan tanto porque nos permiten entrar en esa suerte de zona de confort que apreciamos y nos permite flotar en un panorama regional desolador.

Edison Lanza fue relator para la Libertad de Expresión del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Actualmente es director general de Relaciones Internacionales y Gobierno Abierto de la Intendencia de Canelones.