En los Apuntes del día 3 de junio pasado, Marcelo Pereira, con su lucidez habitual, comenta la propuesta de Guido Manini Ríos para estimular el crecimiento demográfico de nuestro país. En la nota se pone de manifiesto la simplicidad del planteo del general. ¿Quién puede estar en contra de medidas que faciliten la vida de los padres y madres recientes, mejorando las condiciones para que los niños puedan desarrollarse en los primeros años de vida? Sin embargo, la aclaración de que el frenazo en la natalidad no es consecuencia de la falta de estas medidas, sino de cambios culturales (que también están relacionados con condicionantes económicas) resulta clave para entender que es torpe intentar aumentar la natalidad como si se tratara de estimular la compra de electrodomésticos haciendo descuentos o regalos. La prueba está en que la natalidad disminuye más en los sectores sociales que tienen las mejores condiciones económicas para afrontar la maternidad/paternidad.

Siempre se aborda como un problema el estancamiento poblacional y, desde el punto de vista económico, quizás lo sea. Muchas pequeñas empresas no prosperan porque hay poco consumo interno, la seguridad social sufre un desbalance, etc., etc.

Pero ¿qué pasaría si cambiamos la mirada? La condición demográfica del Uruguay podría considerarse una ventaja comparativa con respecto de otros países del mundo. Hace 65 años en el mundo había más o menos tres mil millones de personas, hoy somos casi ocho mil millones. Sin caer en malthusianismos simplistas, es bastante evidente que este número está en proporción directa con los gravísimos problemas ambientales que ponen en peligro la existencia de nuestra especie y de otras cuantas. No la del planeta, que estaría muy feliz de librarse de este molesto animalito de dos patas. En este contexto, una población que deja de crecer no parece ser un problema, sino todo lo contrario. Paradojas de la economía. No estoy inventando nada si digo que el dogma del crecimiento nos lleva a un callejón sin salida, o, mejor dicho, con una salida segura y sin retorno por la puerta de atrás.

En un mundo donde se habla todo el tiempo de la migración como un problema, abrir las puertas en lugar de poner trabas produciría el tan deseado efecto declarado por Manini... y más rápido. Quizás, a ciertas mentalidades les resulte un camino que atenta contra nuestra condición ajena al continente mestizo y nuestra privilegiada ancestría europea, aunque ya está demostrado hace rato que genes indígenas, africanos y europeos andan alegremente entreverados entre nosotros.

Es torpe intentar aumentar la natalidad como si se tratara de estimular la compra de electrodomésticos haciendo descuentos o regalos.

Pero, volviendo a la discusión original, si lo único que se nos ocurre para remediar el déficit de la seguridad social es poner más gente a trabajar y aportar ‒en las dos puntas: aumentando los ingresos al mercado de trabajo y retardando el retiro‒, no estamos viendo la totalidad. Es claro que vivimos más, que han mejorado las condiciones de salud de los adultos mayores y que no hay por qué pensar que un sesentón es ya un inútil.

Los desarrollos tecnológicos dejan cada vez menos espacio para los trabajos más brutales y más para los que requieren formación y flexibilidad. Apuntar al aumento de la natalidad y no encarar la exclusión de un importante porcentaje de niños y jóvenes del sistema educativo no mejora, sino que agrava la situación.

Tampoco agrego nada si digo que hoy se necesitan menos horas de trabajo para producir lo mismo que hace cincuenta años. O unos cuantos quedan fuera del mercado de trabajo o todos trabajamos menos horas. El problema es el reparto y este no parece estar mejorando, sino todo lo contrario.

La extensión de la expectativa de vida desafía nuestra imaginación para repensar las categorías de activo y pasivo, buscando transiciones más paulatinas y reconociendo que, así como el trabajo doméstico, hay una gran variedad de actividades y “tareas” socialmente muy importantes, aunque se encuentren fuera del mercado.

Rafael Katzenstein es licenciado en Antropología Social y es profesor de Literatura jubilado.