Uruguay vive en los últimos tiempos una nueva fase en su vida política: la corrupción sistemática por parte del sistema político gobernante. Escándalos en los ministerios, como el del exministro de Turismo Germán Cardoso, quien luego de obligado a renunciar, retornó a su banca en el Parlamento. Episodios totalmente irregulares y sospechosos, como el acuerdo con Katoen Natie, el pasaporte al narcotraficante Sebastián Marset, el papel del exjefe de seguridad presidencial Alejandro Astesiano. Clientelismo político y nepotismo en varias intendencias departamentales, políticos de la oposición espiados, ausencias de controles estrictos en temas medio ambientales, de salud o el contrabando desbordante.

En materia de clientelismo político, nada más recordar al inicio de esta administración la contratación de casi 100 funcionarios en la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) por uno de los directores perteneciente a Cabildo Abierto, quien se ufanaba del “logro partidario”. O el intendente de Artigas, Pablo Caram, contratando a toda su familia y otorgando millonarias horas extras; el intendente de Colonia, Carlos Moreira, pidiendo favores sexuales a cambio de pasantías, y lo más reciente, en las comisiones binacionales, el contrato con elevados sueldos a militantes pertenecientes a los sectores de Carlos Albisu y Germán Coutinho, de Salto.

En medio de todo esto, resulta imposible olvidar la entrega de viviendas en forma totalmente irregular por parte de la exministra Irene Moreira a correligionarios de Cabildo Abierto, fuerza política creada por su esposo, Guido Manini Ríos, quien escudado en sus fueros parlamentarios se negó a comparecer ante la Justicia para esclarecer el paradero de uruguayos detenidos desaparecidos en un hecho que pasará a la historia por una cobardía que contrasta nítidamente con la valentía que supieron tener los soldados de Artigas.

El hecho más reciente ha sido la formalización del exsenador Gustavo Penadés, imputado de la comisión de múltiples delitos sexuales cometidos con menores de edad, a lo que se le agrega el intento de engañar a la justicia (la estafa procesal) para evadir el peso de la ley valiéndose para ello del uso de recursos del Estado y de la complicidad de policías. Una mezcla de personalidad tortuosa con inescrupulosidad fraudulenta por parte del amigo entrañable del presidente de la República y del ministro del Interior a lo largo de “más de 30 años”. Pero lo más grave aún de este exsenador es el uso de la Policía para efectuar vigilancias a víctimas de sus delitos sexuales y a la propia fiscal a cargo de la investigación.

A ello se suman pronunciamientos políticos que expresan una forma de amparo a la corrupción y al lavado de activos, como fueron el demérito a la Junta de Transparencia, la ausencia de energía para exigir las declaraciones juradas de bienes (caso Sartori), el rechazo a avanzar decididamente en una ley sobre financiamiento de los partidos políticos, entre otras cosas.

Esta lamentable secuela de irregularidades y delitos ha ido generando en la sociedad una mezcla de estupefacción, indignación y naturalización. Esto último con el exitoso procedimiento de marketing mediante el cual se oculta, se distrae, se sobreponen temas, etcétera.

A esta altura resulta evidente que en todo esto hay algo más que meramente fallas personales. Esta nueva realidad se está constituyendo en un hecho social que requiere ser comprendido desde su naturaleza.

Hoy en Uruguay corresponde elevar al máximo nivel de la agenda política el tema de la ética en la gestión de gobierno. Se trata de conformar un claro y contundente Código de Ética Pública.

En esencia se trata de una forma de hacer política. El compromiso del actor político se efectúa a partir de la expectativa por el beneficio personal que ello va a implicar. La participación en la gestión de gobierno es el camino para la obtención de gratificaciones individuales. Está ausente como rector de la conducta el compromiso ideológico y político, que si bien puede existir, es simplemente una cobertura de lo anterior.

Contribuye a la conformación de este comportamiento la ausencia de un compromiso de cambio en la sociedad. Propio de todos los elencos conservadores, hay un apego al orden constituido al cual simplemente se le proponen correctivos a efectos de meramente administrar dicho orden. Es una concepción patrimonialística del Estado, es decir, considerar que la ocupación de los cargos de gobierno y los cargos electivos suponen la posibilidad de utilizar los recursos públicos en provecho propio.

Esta realidad no es un fenómeno específico de la sociedad uruguaya. A nivel universal se lo observa con gran frecuencia. En el caso uruguayo la expresión más prístina de este estilo de hacer política se encarna fundamentalmente –aunque no exclusivamente– en el herrerismo, hoy la corriente totalmente hegemónica dentro del Partido Nacional.

Es revelador explorar en la historia de este partido para encontrar que desde el siglo XX la corriente del herrerismo tuvo una característica muy proclive a la falta de ética en la gestión de gobierno. Esto fue tan relevante que permitió que surgiera y se desarrollara otra agrupación cuya bandera en el Partido Nacional fue la honestidad: es el caso del Movimiento de Rocha, que fuera creado por Javier Barrios Amorín y continuado por Carlos Julio Pereyra.

Esta concepción patrimonialísitica, además de ser ética y políticamente condenable, degrada a las instituciones democráticas. En clave del presente, alimenta el sentimiento tan autodestructivo que se expresa en “que se vayan todos”. La democracia representativa pasa a ser considerada el redil de una “casta” para su propio beneficio. He ahí la emergencia de los Bolsonaro y Milei en América Latina y todos sus equivalentes en el resto del mundo.

La alternativa supone en primer término la denuncia de los hechos. Se trata de hacer funcionar al Estado de Derecho en su mejor expresión, para castigar todas las ilegalidades pero a su vez intentar inocular la idea de que “el crimen paga”. Cuando no corresponde o no funcionan los recursos jurídicos, el señalamiento y la denuncia política ante la opinión pública es inevitable.

Pero ello no es suficiente. Hoy en Uruguay corresponde elevar al máximo nivel de la agenda política el tema de la ética en la gestión de gobierno. Se trata de conformar un claro y contundente Código de Ética Pública que siendo consensuado a nivel social, sea la condición necesaria para hacer política.

La memoria no es un mero atributo del ser humano. Se trata de saber aprender del pasado a través de la memoria para evitar repetir los errores. La dictadura cívico militar y el terrorismo de Estado llegaron entre otras cosas con la bandera de la lucha contra la corrupción instalada en el sistema político. No es posible naturalizarla como algo inherente a la condición humana. Para ello es muy importante promover una educación cívica que sepa interiorizar en toda la sociedad los valores de una convivencia honesta y respetuosa del contrato social.

Es misión del progresismo levantar bien alto la bandera de la honestidad en la gestión pública y actuar en consecuencia. Hoy el Código de Ética debe discutirse y aprobarse como un compromiso a asumir y por lo tanto a someter su consideración explícita al electorado.

Álvaro Portillo es integrante del MAS-959, Frente Amplio.