Esta semana la renuncia de Robert Silva a la presidencia de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) marcó en forma simbólica que termina un período de gestión y, al igual que en otras áreas, es tiempo de pensar cómo se pueden lograr mejores resultados a partir de 2025.

En el terreno de la educación esta perspectiva viene cargada de la frustración de fuertes expectativas sociales. La percepción de que hay un déficit muy perjudicial para el país ha sido construida en parte, desde hace muchos años, por relatos con intención política, pero tiene también componentes genuinos, y es un hecho que las promesas de grandes cambios planteadas en la última campaña electoral no se han cumplido.

Algo tiene que ver esto con el hecho, muchas veces soslayado, de que los tiempos de los procesos educativos no se adecuan a los ciclos electorales. Es una de las razones por las que cualquier cambio significativo debe apoyarse en acuerdos sociales amplios y planificaciones de mediano y largo plazo, sin la pretensión de borrar y empezar de nuevo cada cinco años, con el gobierno de turno como protagonista exclusivo y excluyente.

Las actuales autoridades asumieron que uno de los problemas centrales era el peso docente en la conducción de la ANEP, convirtieron los consejos por rama en cargos unipersonales de confianza política y dedicaron gran parte de su energía a un combate contra los sindicatos del sector que, a menudo, fue también una verdadera campaña de desprestigio al conjunto de los educadores. De ello no resultó, como era previsible, nada provechoso, y la actitud de hostigamiento permanente contribuyó a impedir diálogos y cooperaciones indispensables para cualquier cambio educativo.

Cabe señalar, por otra parte, que uno de los principales problemas de la educación vinculados con los sindicatos no radica en que estos tengan demasiado poder, sino en sus debilidades, y particularmente en la escasa participación, que deja la conducción en manos de una minoría militante y priva a la sociedad de aportes valiosos. A su vez, este problema se debe en buena medida a sobrecargas y dispersiones de la actividad laboral, que sería muy útil aminorar, y a que el Estado sigue sin asumir su responsabilidad de brindar formación docente universitaria y fomentar la educación permanente.

El elenco que comenzó a irse con la renuncia de Silva ha mostrado más obsesión por el mando autoritario que ideas potentes, y con esas características, sumadas a la reducción de presupuesto, era muy difícil que generara liderazgo. Además, la creciente desigualdad social conduce a más desigualdades de aprendizaje, y en suma el quinquenio en curso ha sido una nueva oportunidad perdida, con un aumento de los problemas de violencia, desamparo de estudiantes y docentes que necesitan más y mejor acompañamiento, y persistencia (no sólo en las autoridades) de actitudes que impiden construir verdaderas comunidades educativas.

Los procesos de cambio educativo son largos pero urgen. Ojalá que no perdamos más oportunidades.