Más allá de la relación entre los ciclos económicos, las crisis y las recesiones, la evidencia muestra que Uruguay mantiene un núcleo duro de pobreza extremadamente infantilizado con predominio de mujeres. Si observamos el comportamiento de la pobreza, actualmente se registra un entorno aproximado al 10% de la población en esa condición. Pero específicamente la pobreza para el tramo de 0 a 17 años en Uruguay es casi el doble del registrado para toda la población. Las cifras marcan una continuidad o estancamiento que el país no ha podido modificar. Los niños, las niñas y los adolescentes son quienes mayormente padecen situaciones de vulnerabilidad y exclusión. No se trata solamente de los datos duros que miden la pobreza en función del nivel de ingreso, ya que eso puede variar rápidamente, en un sentido o el otro. El problema es que el término vulnerabilidad exhibe otras deficiencias multicausales que luego configuran grandes desigualdades múltiples.

Los números de pobreza por ingresos económicos se podría decir que se mantienen relativamente estables desde 2017 a esta parte. Hubo un cambio en el gobierno nacional, se atravesó la pandemia sanitaria y ese número no registró movimientos significativos. Es crítico mantener un registro de niños, niñas y adolescentes pobres que duplica el que se exhibe en el total de la población. Más aún, es sabido que la línea de pobreza no permite identificar otras vulnerabilidades que trascienden ese número que puede quedar circunstancialmente un poquito más arriba o abajo de una línea determinada por los ingresos muy dinámicos de un hogar o una familia.

El alto incremento de personas en situación de calle de los últimos años, el deterioro bastante evidente en materia de convivencia, los problemas vinculados con el consumo y la salud mental de cientos de miles de uruguayos y uruguayas no puede invisibilizarse. Tampoco deben verse por separado. Si bien es importante el esfuerzo multipartidario que se viene desarrollando para avanzar en alternativas normativas como una ley de garantías para la primera infancia, infancia y adolescencia, probablemente se sigan dando pasos en el sentido de lo correcto, pero también es posible que se trate de condiciones necesarias, aún insuficientes. La desintegración social hoy afecta territorios, familias y comunidades. No son problemas aislados, porque sin empleo o con empleo precario, sin derecho a una vivienda digna, sin atención en salud o acceso educativo, no hay ley ni política social que alcance.

Se han realizado esfuerzos durante la actual gestión de gobierno (y probablemente con mucho más énfasis aún en administraciones anteriores) para promover cierta interinstitucionalidad de políticas, programas y respuestas. Se territorializaron prestaciones que luego se volvieron a replegar. Antes, y ahora aún más, falta integralidad. Entre muchas causas y factores, una vez más se priorizó una matriz centralista diseñando respuestas para y no con el territorio.

Hace unas pocas semanas, en el marco de múltiples actividades que se están impulsando desde la Fundación La Plaza, se celebró un conversatorio entre referentes de gobiernos subnacionales, gestores de política y académicos expertos (del país y la región), en relación al tema vulnerabilidades. Si bien será en una próxima entrega donde detallaremos algunos de los hallazgos y pistas allí compartidas, interesa significar aquí la convicción de lo importante que puede ser el papel de los gobiernos de cercanía en esa “pelea”. Una batalla esencial para el Uruguay que, si bien es un país con cifras de pobreza que en la región pueden ser hasta envidiadas, registra brechas de desigualdad impresentables. En particular, brechas generacionales y de género escandalosas.

¿Puede un país de las dimensiones de Uruguay (en base a su cercanía) abordar distinto el problema? ¿Hay capacidades en los territorios para dar respuestas más articuladas desde el Estado con la sociedad civil? ¿Qué necesita un Estado o un gobierno para promover mejores respuestas públicas a la desigualdad? ¿Más recursos? Sin duda. ¿Mejores leyes? Probablemente también.

No parecen faltar evidencias en relación a las formas de desigualdad y exclusión que adquieren los territorios, particularmente el impacto socioeconómico en las áreas urbanas. Cepal y otros tantos organismos internacionales parecen ahora instalar con fuerza un nuevo concepto, el de la resiliencia territorial. Pasamos a hablar de ciudades resilientes, comunidades resilientes y familias resilientes. ¡La resiliencia como respuesta a todo! Y está muy bien celebrar abordajes mitigadores y resilientes en materia social, pero ¿por qué no anticiparse a la jugada? Rechina y rebela asumir que en Uruguay no es posible cambiar la lógica o el enfoque de planificar las respuestas. Es preciso abandonar, aunque sea para probar una receta diferente, la tentación centralista de construir programas, dispositivos o normas que mágicamente solucionan las cosas.

En la perspectiva planteada, es imperioso tomar en cuenta la participación de las personas y considerar las capacidades endógenas de los territorios, en un marco multiactoral que promueva mejores condiciones para un desarrollo humano integral. Uruguay tiene múltiples diagnósticos sobre sus principales factores de exclusión social. Y también es cierto que ha desplegado múltiples respuestas ante la emergencia que contienen, mitigan o emparchan. Pero no ha sido posible combatir y modificar una multicausalidad que se perpetúa y estructura: familias, procesos y comunidades. Ya son décadas en las que todas esas personas van quedando al costado del camino, de generación en generación.

No hay que esconder la necesaria e impostergable lucha contra la desigualdad que afecta capacidades esenciales de una sociedad. La dignidad humana es un pilar esencial para poder mirar hacia adelante y proyectarse al desarrollo. El impacto de los abordajes de cercanía y el efecto positivo de los entramados comunitarios en las respuestas tienen siempre una expresión territorial. Podrán perfeccionarse los instrumentos para construir mejor evidencia que permita comprender algo mejor las causas, pero las brechas son nítidas. Además de la pobreza infantil y adolescente, en Uruguay existe gran disparidad socioterritorial, más allá de nuestro tamaño de país. Por lo tanto, hay que ensayar respuestas que atiendan esa particularidad de los territorios, promoviendo procesos de desarrollo regional que después no obliguen a intervenir desde la emergencia o la resiliencia.

Además de la pobreza infantil y adolescente, en Uruguay existe gran disparidad socioterritorial, más allá de nuestro tamaño de país. Por lo tanto, hay que ensayar respuestas que atiendan esa particularidad de los territorios.

Promover sinergias para apostar a la capacidad territorial en un marco de articulación multinivel y multiactoral no es más caro, aunque probablemente implica adecuar enfoques o salir de zonas de confort. Pero hay que perder el miedo a discutir otras políticas públicas posibles. La perspectiva territorial de la política no debe temerle a la universalidad, pero también puede y debe ser capaz de hacer foco cuando el abordaje así lo requiera. En esa tarea es imprescindible profundizar la gobernanza territorial con actores políticos, económicos y comunitarios. Y ese abordaje debe apuntar a algo más ambicioso que brindar una respuesta resiliente o contenedora. Ese abordaje tiene que centrarse en promover la transformación de situaciones que marcan en la actualidad puntos de partida tan injustos como desiguales para muchas personas, en particular los niños, las niñas y los adolescentes.

Martín Pardo es politólogo con especialización en desarrollo económico territorial y maestrando en desarrollo local y regional. Integra el equipo de dirección de Fundación La Plaza.