En la última reflexión compartida en este espacio se enfatizó sobre la necesidad de “romper algunos moldes” como condición imprescindible para atacar las profundas brechas de desigualdad que persisten en Uruguay. En particular, se apuntó a las inequidades generacionales que nos presentan (incluso en el contexto de la región) como uno de los países que peor trata a sus infancias y adolescencias. En un recorrido más amplio de los elementos que suelo integrar aquí en Posturas, también me he permitido insistir en la inmensa oportunidad que supone trabajar sobre la base de la gestión de cercanía como aspecto relevante a la hora de diseñar e implementar políticas públicas.

Considero que la dimensión y el enfoque territorial exhibe múltiples ventajas para el abordaje de temas vinculados con la inclusión social. Tomar la inclusión social como un pilar de gestión de cercanía abre horizontes con base en una configuración que debe proliferar, sobre la base de una articulación virtuosa con la participación comunitaria y la propia economía de los territorios. En esa línea es clave incidir en incrementar y reorientar los recursos económicos, pero probablemente sea igualmente importante desarrollar y avanzar sobre el concepto de capacidades para gestionar en un sentido amplio.

El último dato de pobreza en Uruguay conocido hace apenas unas semanas vuelve a registrar un aumento general y particular. Ergo, tenemos hoy más personas pobres (10,4% de la población), y además la gran mayoría de esas personas son niños, niñas y adolescentes. Con distintos vaivenes económicos y gubernamentales se constata un estancamiento en estas cifras. Eso ha implicado a su vez giros ligados a distintos enfoques desde la política social. Y lo que más sigue interpelando es que en el Uruguay de hoy, un niño o una niña tiene tres veces más probabilidades de ser pobre que un adulto.

Una perspectiva posible para reflexionar sobre esos magros y preocupantes resultados podría ser profundizar en la evidencia que abona la hipótesis que sostiene que estamos con cifras de pobreza feas (aun cuando hemos tenido bonanza económica luego de la pandemia), producto del repliegue de múltiples programas nacionales que principalmente el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) desplegaba en el territorio. Muchos de esos programas han sido retirados o replanteados por la actual conducción del gobierno nacional.

Otro posible enfoque en la discusión sería analizar este tema sobre la base de preguntar: ¿qué tan efectivos y eficientes han sido muchas de esas prestaciones o programas que antes funcionaban y hoy ya no están? Tal vez fueron propuestas que permitieron territorializar y acercar algunas respuestas públicas, pero que estuvieron lejos de favorecer construcciones con apropiación y anclaje desde el territorio.

Es posible impulsar una gestión de mayor cercanía sobre la base de tres pilares articulados que privilegien la inclusión social, la participación comunitaria y la economía territorial.

Pero la intención de este artículo es fundamentalmente la de mirar el problema desde otro ángulo. Se propone considerar una geometría diferente para enfocar el diseño y la implementación de las posibles respuestas y abordajes desde la política pública. Es posible impulsar una gestión de mayor cercanía sobre la base de tres pilares articulados que privilegien la inclusión social, la participación comunitaria y la economía territorial. Lo que se procura defender no es una concepción romántica o receta infalible que cure todos los males; se propone un proceso sostenido de construcción de política que privilegie la cercanía para abordar el problema y también mejorar el proceso de toma de decisiones. En definitiva, también se está proponiendo volver a colocar en la agenda de discusión a la descentralización política como oportunidad.

Un aspecto no menor a considerar en el debate que involucra el problema de la desigualdad intergeneracional o de la vulnerabilidad social en Uruguay es el que refiere a factores y procesos mucho más amplios que un dato o una cifra circunstancial. No hay discusión en relación a la necesidad de enfocar los problemas multicausales y complejos con respuestas articuladas e integrales.

Si sólo se enfocaran los datos de pobreza por ingreso, cabe recordar que Uruguay como país ha adherido a la Agenda 2030 y a sus 17 objetivos. El primero de esos objetivos es precisamente ponerle fin a la pobreza y allí el país tiene la ventaja de contar con buena perspectiva en materia de erradicación de la pobreza extrema. Sin embargo, está altamente comprometido con otras metas importantes asumidas en 2015. Cabe recordar que allí se propuso avanzar en una reducción de la pobreza a la mitad en un período de quince años, pero la realidad es que a ocho años de aquella definición estamos casi exactamente igual. Entonces se está igual de lejos de avanzar en bajar al 5% o 6% la población en situación de pobreza (medida por ingresos), objetivo al que se debería llegar en 2030. Una vez más: ¿no será momento de ensayar otras fórmulas o perspectivas para cambiar los resultados?

Los elementos críticos revisados anteriormente de ninguna manera inhiben defender la idea de que nuestro país mantiene un escenario bastante propicio para reducir la pobreza (al menos si miramos la región). Pero difícilmente eso se logre si esas respuestas no se concentran en revertir las marcadas y sostenidas brechas de inequidad entre sus adultos (en particular sus adultos mayores), con relación a los niños, niñas y adolescentes. Otro elemento relevante a considerar, además, es que las desigualdades en Uruguay también han registrado de forma sostenida rasgos de feminización y disparidad territorial.

Hay una geometría de descentralización política que, en la medida en que se profundice, puede generar transformaciones sustantivas desde el diseño institucional, transversalizando territorios o regiones. Ello supone mirar de modo diferente a los problemas (con desafíos y adaptaciones), pero con pilares sólidos para impulsar un proceso auspicioso de desarrollo integral para mitigar y revertir las desigualdades más persistentes. Más que potenciar diagnósticos, parece imperioso un mayor foco en mejorar los efectos e impactos de las políticas, los programas y los proyectos. En próximas entregas se procurará avanzar en el enfoque de cercanía aquí defendido, considerando elementos claves vinculados con una apuesta sostenida a la capacidad de gestión en territorio. También sobre la base de avanzar en la construcción de evidencia y disponibilidad de información de calidad a nivel local, regional y departamental. Allí también me permito considerar que en la hoja de ruta aparecen algunas luces en el camino que deben empezar a alumbrar el horizonte.

Martín Pardo es politólogo con especialización en desarrollo económico territorial y maestrando en desarrollo local y regional. Integra el equipo de dirección de fundación La Plaza.