El viejo Tuahir le dijo a Muidinga, con voz que uno imagina rasposa de tierra, brujería y sangre: “¿Me creíste? Hacés bien. Te doy un consejo: no confíes en un hombre que no sabe mentir”. Esto acabo de leer en Tierra sonámbula, la formidable novela de Mía Couto que transcurre en su Mozambique natal, tan lleno de dolores bélicos, realidades ancestrales y magia. La literatura, una vez más, parece emerger victoriosa en medio de la estampida en la que anda la humanidad para obligarnos a encontrarle un sentido a nuestro propio galope.

No saber mentir, pienso, no es andar diciendo siempre la verdad, sino fracasar en el engaño; sin embargo, vivimos un tiempo en el que quienes mienten cuentan con un público que, por credulidad, por deseo, por necesidad o desesperanza, tienen gran disposición a reconocer la falsedad y seguir confiando.

De todas las épocas, esta, la nuestra, es tal vez la del embuste a mayor escala; algo así como una primera gran guerra cuyos campos de combate huelen a infectadas heridas morales. Aunque en cada período histórico haya quienes atribuyen a su contemporaneidad el momento más crítico de la mentira, es fácil demostrar que nuestra época, como resultado de un arma tan letal como lo es internet y toda la tecnología asociada a la comunicación, está siendo protagonista de la más cruenta de las conflagraciones éticas.

La primera consecuencia de esta modernidad es que la mentira, ese acto circense de la imaginación, dejó de escandalizar. Hay una razón para ello y es que los pronunciamientos de los líderes políticos desde el confortable espacio del mundo audiovisual transitan estratégicamente las órbitas de lo verdadero y de lo falso en forma indistinta y nos dejamos arrastrar hacia allí en un atontado acuerdo de credibilidad. Sí, el consejo de Tuahir fue cubierto por el polvo del tiempo, ya que ahora, aunque podamos identificar los engaños, los ponderamos según nuestro sesgo o penuria y somos capaces de confiar nuestro voto al ultrademagogo de mejor actuación. Hoy, respecto de lo falso o verdadero, vivimos en un espacio intermedio, en un limbo donde los profanos y los creyentes dan lo mismo, y la realidad y la ficción se mezclan generando una extraña condensación emocional. Muchos pensadores y cronistas se han ocupado de esto. Hace pocos días, lo señalaba Ana Fornaro refiriéndose a las elecciones argentinas: “En la política siempre hay un nivel de escenificación, de performance, de teatralidad. Hemos aprendido a convivir con esos gestos armados. Pero seguíamos operando, incluso a nivel simbólico, en el plano de eso que llamamos ‘real’ en oposición a eso que llamamos ‘ficción’. Por muchos motivos, hoy esas categorías están desdibujadas, y el mundo Milei decidió aprovecharlo”.

Es fácil demostrar que nuestra época, como resultado de un arma tan letal como lo es internet y toda la tecnología asociada a la comunicación, está siendo protagonista de la más cruenta de las conflagraciones éticas.

De lo que hablábamos: el limbo operando en función del estímulo que provoca la intermediación de las pantallas y los sistemas audiovisuales. Todas son ficciones desvergonzadas, aunque estas furibundas representaciones de campaña, para ser aceptadas, deben estar enmarcadas en una coyuntura que las posibilite; por ejemplo, una Argentina con 140% de inflación y 40% de pobreza.

Las nuevas tecnologías de la comunicación y todos sus soportes técnicos más o menos democratizados han concluido en una reinterpretación de la demagogia y de la exageración de las verdades. He aquí la nueva mentira: los códigos de la industria del entretenimiento se alojaron en el discurso visual de las candidaturas y allí lo real y lo ficticio, mientras sea verosímil, no es un problema. La lógica que se estableció, por ejemplo, es la misma que permite aceptar que a Tarzán lo criaron los mangani o que en Macondo el insomnio se transformó en peste; en ese universo andan las órbitas con sus propias lógicas de existencias y las personas, nosotros, mientras haya verosimilitud, no tenemos inconveniente en prescindir de la verdad.

Esta es la nueva mentira, la que se acepta como parte del espectáculo electoral, la que navega en muchas promesas de campaña, en algunas provocaciones de los gobernantes y en actos de corrupción que pretenden ser sepultados en la órbita donde se procesan los malabarismos comunicacionales.

La ciudadanía toda debería reclamar para sí el derecho a la realidad. Y claro, quienes están comprometidos en el diseño de nuevas campañas y quienes aspiran a asumir cargos de gobierno deberían aceptar el desafío. Y si no se acepta como una cuestión moral, debería hacerse por conveniencia: antes o después, la realidad siempre termina por imponerse como una pedrada en la frente.

Las Crónicas de la Estampida son reflexiones acerca del vértigo de la contemporaneidad –con anclajes en la comunicación y la cultura– que no pretenden desentrañar sus complejidades pero sí advertirlas para saber cómo esta época trata a nuestra sensibilidad y cómo va deconstruyendo algunos valores básicos e indispensables del humanismo.