La guerra de Ucrania llega a su primer año y esperamos que sea el último. La invasión rusa, mal calculada y peor resuelta, responde a una concepción ideológica de extrema derecha, tan cara a Vladimir Putin, que termina creyendo su propia leyenda y ve en sus mitos indestructibles profecías que llevan a una victoria inevitable. Ideología pura, aquellas doctrinas que deslumbraron a tantos entre 1920 y 1945, se reciclan de nuevo a principios del siglo XXI y, paradojalmente, la Rusia de Putin es su principal usina ideológica y su principal basa política. Tuvo su gran momento cuando el eje Washington-Río de Janeiro-Moscú esperanzó a todos los que quieren llevar al mundo hacia los cuarteles y transformar a las sociedades en estructuras jerárquicas donde la democracia y la libertad no existan. Por suerte algunos aprendieron la lección de la historia. A otros les cuesta demasiado.

La nueva derecha rusa

Ivan Ilyin y Alexander Dugin son los dos ideólogos que más influyeron en el pensamiento de Vladimir Putin. Entenderlos es fundamental para comprender el poder político ruso y las razones de la invasión imperialista que Moscú está realizando.

Ilyin fue un teórico de la extrema derecha integrista rusa, que luego de la Revolución de Octubre vivió su exilio en Suiza. Monárquico, cristiano ortodoxo y nacionalista radical, sostenía la superioridad del pueblo ruso marcado por su intrínseca bondad, atacada y pervertida por la cultura occidental y la modernidad, donde el comunismo era anatema. El Estado es la herramienta para salvar la santidad y la existencia del pueblo, que según esta opción integrista son términos intercambiables. Así la sinergia entre gobernantes, élites oligárquicas y gobernados garantiza la grandeza espiritual del país, conformando un Estado corporativo. El nacionalismo de Ilyin se apoyaba en la necesidad del líder que guiara a un pueblo básicamente ignorante y que redibujara las fronteras rusas para afirmar un imperio expansivo, donde el paneslavismo juega un papel central. La sociedad que Ilyin soñó tenía junto al líder una poderosa oligarquía dirigente y por debajo de ella una inmensa clase media, donde el ascenso social estaba proscripto. La jerarquía social y el liderazgo político eran eternos, como Rusia. Y en esa misión, Ucrania, a la que nombraba con minúscula y entre comillas, formaba parte inalienable del espacio de dominación. Hablar de Ucrania para Ilyin era ser enemigo mortal de Rusia. Su obra más famosa, Nuestras tareas, describe la misión a realizar una vez terminado el comunismo, cuando el nacionalismo ortodoxo cristiano recompusiera el espíritu ruso. En consecuencia, Occidente, el liberalismo y la democracia sólo eran ejemplos de decadentismo inevitable, decadencia que Rusia debía atizar y aprovechar. Luego un sistema apartidario, con un líder fuerte, regeneraría la tradición. Surkov y Dugin lo llamaron democracia orgánica, tan citada en los discursos del actual presidente ruso.

Nikita Mijalkov presentó a Vladimir Putin Nuestras tareas en la década de 1990 y el presidente ruso se identificó y deslumbró con Ilyin y sus ideas. Hizo publicar sus obras completas y son lectura obligatoria para los afiliados a su partido, Rusia Unida. Compró el archivo de Ilyin a la Universidad de Michigan a un precio que nunca se publicó e hizo repatriar sus restos en 2005 para enterrarlo en el monasterio Donskoy de Moscú con toda pompa y honores de Estado. A partir de este año la Duma votó leyes contra la homosexualidad, a favor de normas morales basadas en la religión y habilitó a la Policía como garante contra las ideas antirreligiosas o contra cualquier juicio que se considerara insulto hacia la iglesia ortodoxa. El 23 de enero de 2012 Putin publicó un extenso artículo sobre la cuestión nacional en Rusia, citando a Ilyin, donde anunció la abolición de las fronteras legales entre las regiones y repúblicas del país, pues “Rusia no era un Estado, sino una condición espiritual”. Así, Rusia es “una civilización-Estado” donde las diferencias nacionales no son de recibo, y se extiende “desde los Cárpatos hasta Kamchatka”. En consecuencia, Ucrania es un componente de esa civilización, separada del territorio común por la injerencia extranjera.

Ese inmenso espacio soñado por el nacionalismo ruso gobernante en 2012 intentó renombrarse como Eurasia. Apenas pudieron crear la Unión Euroasiática con el entusiasmo de su mentor, Alexander Dugin, y sus más importantes seguidores, Alexander Projánov y Seguéi Gláziev. El euroasianismo de Dugin, antimoderno y antiatlantista, procura competir contra la Unión Europea y en ese juego Ucrania es una pieza esencial, a la que denominan la Nueva Rusia. Por eso Putin sentenció que no incorporarse a Eurasia sería “fomentar el separatismo en el sentido más amplio de la palabra”.

El principal centro pensante de ideas para la expansión euroasiática es el Club de Izborsk, al que pertenecen todos los nombrados y que es una referencia constante en los discursos de Putin. Desde 2013 la política exterior rusa se guía por estos preceptos. Serguéi Lavrov, ministro de Relaciones Exteriores, instaló el euroasianismo desde ese año en sus informes anuales, con el agregado del concepto Rusia-civilización tan caro a Ilyin y al presidente. El 12 de julio de 2021, en un extenso y aburrido artículo, Putin fundamenta históricamente las razones místicas y míticas por las que Ucrania es rusa. La nota, publicada en la página oficial del Kremlin, remite a Ilyin, a Dugin, al pensamiento eurasiático y al destino de Rusia como imperio. Mirar al pasado para justificar el presente es el más viejo recurso de las derechas radicales; todo se conserva, todo es eterno, sólo cambian las formas. Y así, en el discurso donde proclamaba la anexión de los territorios ocupados, Putin citó a “un verdadero patriota, Ivan Aleksandrovich Ilyin: ‘Si considero que mi Patria es Rusia, significa que amo, contemplo y pienso en ruso, canto y hablo en ruso; que creo en la fuerza espiritual del pueblo ruso. Su espíritu es mi espíritu; su destino es mi destino; su sufrimiento es mi dolor; su florecimiento es mi alegría’”.

Guerra, paz y derechas

No podemos considerar en profundidad el debate sobre quién es fascista entre Umberto Eco y Emilio Gentile. Nuestra opción no coincide con la visión del fascismo genérico de Eco; creemos que Gentile, como buen historiador, deja en claro que el fascismo como movimiento está terminado. Putin no es un fascista, pero sí representa la última basa de poder de la nueva derecha radical. Aliado y financista de movimientos afines en toda Europa y en parte de América, su gobierno y sus ideas son, además, representantes de una oligarquía poderosa, que nació desde la caída del comunismo y que tiene en Putin, los silovikis y el ejército herramientas de expansión desde una visión ultramontana.

Hasta hace poco el trío Putin, Donald Trump y Jair Bolsonaro hacían del mundo un lugar peligroso. El final de los dos últimos permitió a muchos volver a cierta tranquilidad. ¿Hasta qué punto la guerra podría ser la manera de Putin para salvar su aislamiento?

Nadie puede creer que el bando occidental es un remanso de bondad y desinterés. Estados Unidos y Europa tienen intereses propios y varios cadáveres en sus roperos. Para Washington esta guerra busca quebrar un aliado clave para Pekín; es indudablemente un tiro por elevación contra China. Pero por debajo de sus élites dominantes y gobernantes, las sociedades, la gente común, expresa sentidos democráticos y libertades que son fundamentales para construir un mundo mejor.

En su último trabajo, Jürgen Habermas sostiene que Ucrania no puede perder esta guerra. Eso no nos alinea con el “imperialismo” ni con las culpas de los poderes hegemónicos. Y aquí la historia nos puede resultar útil. Marc Bloch, poco antes de ser fusilado en un campo de concentración, escribió sobre la historia comparada y sostenía que no sirve de nada utilizarla para hacer analogías; la comparación en historia debe “destacar la originalidad de los fenómenos políticos, más que llevarlos a lo genérico como si la historia se repitiera bajo otros ropajes”. En 1938 el exjefe del gobierno francés Édouard Daladier y el ex primer ministro británico Neville Chamberlain creyeron que el apaciguamiento podía frenar al nazi-fascismo. Poco después Stalin creyó que pactar con Hitler garantizaba la paz con la URSS. Si hubieran obrado de otra manera, mucho dolor y muertes habrían evitado.

En esos años, cuando comenzó la guerra, en Uruguay Emilio Frugoni, Carlos Quijano y la Agrupación Batllista Avanzar se alinearon con los aliados. El Partido Comunista los acusó de “guerreristas” y recicló la historia sosteniendo que “otra vez como en 1914” apoyaban a “los enemigos del proletariado y atacan toda la doctrina marxista. Siguen detrás de la burguesía sin hacer ningún análisis”. Frugoni y Quijano respondían que la coyuntura era distinta, que el nazismo racista, antisemita, dictador, imperialista no podía ser tolerado y que su triunfo significaba el fin del progreso y de la izquierda. Cuando el 21 de junio de 1941 Hitler invadió la URSS, el discurso del comunismo cambió. Hoy, la originalidad, al decir de Marc Bloch, es obvia. La nueva derecha radical no está dispuesta a perder su última base, y esa derecha tiene armas nucleares que, en su locura mística, puede llegar a usar.

Creer que en este momento la prioridad es la lucha contra el “imperialismo” no es más que antiyanquismo ramplón. Los riesgos son otros y graves y no vienen desde Occidente. La derrota de Ucrania y de su pueblo sufrido y heroico nos llevaría a un mundo donde la derecha empoderada crearía un tiempo peor.