Es recurrente la idea de que una buena política económica es la mejor política social. Es una retórica que atraviesa todas las categorías profesionales y generacionales, y lo volví a escuchar hace unos días en boca de unos jóvenes dirigentes políticos. El concepto básico se podría deducir de esta manera: si el gobierno diseña y aplica medidas que generen más empleo, incentiven la inversión productiva y estimulen el ahorro, entonces el impacto será positivo en la mayoría de la población. Bien, asumiendo la validez de dicha premisa, vale despejar algunos aspectos cruciales para establecer sus limitaciones.

En primer lugar, la política económica nunca está desacoplada ni es absolutamente autónoma, si se entiende que las políticas sociales son “formas de intervención estatal en la esfera de la reproducción de la fuerza de trabajo y la familia; en tanto las políticas económicas son intervenciones en la esfera de la producción” (Gough, 2003). En consecuencia, ambos tipos de intervenciones públicas se retroalimentan y son interdependientes; todo aquello que mejore las condiciones de bienestar, esto es, la calidad de vida de las personas y particularmente de los trabajadores, habrá de repercutir en las prioridades, posibilidades y opciones que se definan en la esfera específica de las políticas económicas. Desde otro enfoque, todo aquello que los gobiernos establezcan como intervenciones en el dominio de la producción impactará en términos de mayor o menor bienestar. En ambos, siempre son decisiones de política.

En segundo lugar, para obtener impactos relevantes en el bienestar de la población es preciso diseñar y ejecutar políticas públicas integrales y articuladas. De acuerdo a lo antedicho, no es razonable y siquiera posible implementar políticas económicas que no consideren sus impactos en el bienestar: pensemos en la política arancelaria, fiscal, monetaria o industrial y veremos que, en cualquier caso, todas las decisiones generan consecuencias en el dominio de las condiciones y calidad de vida de los y las ciudadanas, pertenezcan o no a la población económicamente activa. Precisamente se trata de abordar las demandas y necesidades de la población desde la perspectiva combinada y consistente con los objetivos del desarrollo social.

La especificidad de las políticas sociales es real y no siempre depende de una “buena” política económica; ambas deben necesariamente articularse desde un abordaje integral.

En tercer lugar, toda política pública tiene su contenido propio y distinguible, dicho de otro modo, las políticas sociales sintetizan un cuerpo de acciones con rasgos, normas o reglas propias, lo que no implica desconocer la necesaria articulación con otro tipo de políticas o intervenciones estatales. Por ello mismo, los formatos, las metodologías y las tecnologías sociales son diferentes a las políticas económicas, pero –en principio– complementarias. Suponer o afirmar que una buena política económica es la mejor política social conduce a la confusión conceptual o en todo caso, a la dificultad de entender precisamente las funciones de la política social, y la idea de integralidad. La provisión de salud, educación, vivienda, recreación, atención de cuidados a los grupos vulnerables, así como la promoción de espacios de participación en dirección a obtener mayores grados de autonomía individual y colectiva para profundizar la democracia genuina, son todas premisas insoslayables de una intervención sistemática y permanente desde el dominio de la política social. Y todas ellas se implementan o deberían aplicarse fuera cual fuera la política económica.

En cuarto lugar, las variables e indicadores de toda política social no deberían reducirse a consignar estadísticas o evaluaciones cuantitativas como resultados de la política económica; los procesos sociales son complejos, no lineales y en ocasiones contradictorios. Las políticas sociales existen en sí mismas como partes o componentes de un repertorio de políticas públicas diversas e interdependientes. Asimismo, pensar o creer que una buena política económica es la mejor política social supone definir cuál sería “buena” y cuál “mala”, lo que evidentemente depende del papel que los agentes y actores políticos le atribuyan, en suma, de las concepciones ideológicas que se tengan. Y, por añadidura, implicaría adjudicarle una carga virtuosa que –per se– no garantiza el bienestar. Las políticas activas de empleo no garantizan remuneraciones justas, el fomento a la inversión privada suele acompañarse de exenciones y facilidades impositivas al capital que restan recursos fiscales, y el ahorro, es posible si, y sólo si, las necesidades humanas básicas están completamente satisfechas.

En síntesis, no es de recibo asumir la máxima del título, porque, por un lado, la especificidad de las políticas sociales es real y no siempre depende de una “buena” política económica y, por otro, ambas categorías de políticas públicas deben necesariamente articularse desde un abordaje integral de las políticas públicas.

Christian Mirza es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.