Las autoridades de la Administración Nacional de la Educación Pública (ANEP) están en el tramo final de su gestión, y el panorama es decepcionante.

Incidió el período de emergencia sanitaria, pero también la forma en que se afrontó. Es cierto que al principio predominaron creencias infundadas sobre la peligrosidad del contagio mediado por la infancia, pero también hubo cierto menosprecio a la importancia de mantener y cuidar el hábito de asistencia a clases, sobre todo para la población de menor nivel socioeconómico que recibe educación pública. Este menosprecio persiste, como quedó de manifiesto en las recientes idas y venidas acerca de las vacaciones de julio.

Por otra parte, está demostrada la relación de la vulnerabilidad social con dificultades en el aprendizaje, y es muy poco probable que los resultados educativos mejoren en un período con caída de los ingresos. Esto no exime de hacer los mayores esfuerzos posibles para superar carencias propias de la educación y adecuarse a los cambios sociales, pero en este sentido el desempeño del actual Consejo Directivo Central (Codicen) de la ANEP no va a pasar a la historia por sus méritos.

Los contenidos de la “transformación curricular” resuelta por la mayoría del Codicen dejan mucho que desear, pero además hay debilidades que incidirían aunque el proyecto fuera excelente.

En varias instituciones públicas, las autoridades nombradas por el actual oficialismo han mantenido desde el inicio la mentalidad de quienes instalan un enclave en territorio enemigo, recelosas de la mayoría de las personas a las que tienen la responsabilidad de conducir. Esto afecta en forma inevitable la capacidad de llevar adelante políticas en cualquier área y muy especialmente en la educación, donde resulta imposible impulsar cambios sin convencimiento y participación del personal docente.

La relación con los sindicatos del sector no ha sido fácil para las autoridades, en ningún período de gobierno de las últimas décadas. Una parte del problema, que sólo pueden resolver los colectivos docentes, tiene que ver con los propios sindicatos, y particularmente con aquellos en los que desde hace mucho tiempo el porcentaje de participación es bajo, pero es claro que en estos años las dificultades se agravaron por las actitudes de verticalismo y hostigamiento desde el Codicen.

Por otra parte, la implementación de la reforma comenzó en forma muy tardía, y la posibilidad de que en un año y medio cambie la orientación disminuye, por razones obvias, la disposición docente a comprometerse con los cambios.

Por último, en el proyecto predominan los criterios publicitarios, que lo reducen a eslóganes superficiales y lo asocian con la promoción política del presidente de la ANEP, Robert Silva. No es imaginable que estas características contribuyan a ganar apoyo entre quienes tienen la responsabilidad directa de educar.

Ya queda poco más que esperar actitudes, políticas y resultados mejores de las próximas autoridades, tras un quinquenio con más sombras que luces.