Todas las sociedades validan o censuran determinadas conductas y costumbres. En nuestras sociedades complejas y entrelazadas internacionalmente, algunas costumbres son objeto de actitudes contradictorias: se aceptan en determinados grupos sociales más o menos amplios y son censuradas por otros. Esto no debería ser un problema desde un paradigma más o menos liberal, donde los límites a las conductas individuales están determinados por el perjuicio que estas producen a otros. En el caso del consumo de drogas, el problema parece ser, en este aspecto y desde el punto de vista individual, la capacidad de cada persona de tener control sobre sus consumos. Desde una perspectiva colectiva, la cuestión es de qué manera las comunidades logran cuidar a sus integrantes de aquellas actitudes que ponen en peligro los equilibrios individuales y sociales y la armonía de cada persona consigo misma y con sus entornos. Sí se genera un problema cuando conductas que tienen amplia aceptación y por lo tanto son legítimas para muchas personas (aunque quienes lo hacen no lo reconozcan y aunque sean rechazadas por otros, ya sea con fundamentos, por temor o prejuicio) son colocadas por fuera de lo legal. La ilegalidad no hace desaparecer el problema por arte de magia y, como ocurre con el asunto de las drogas, lo agrava.

El consumo de alcohol, tabaco o medicamentos; las conductas alimentarias o sexuales; el manejo de vehículos, son todas costumbres legales que, si traspasan ciertos límites o si no se realizan adecuadamente, se pueden convertir en problemas de salud o sociales para el propio individuo o para los demás. Lo mismo ocurre con el consumo de sustancias psicoactivas. Por múltiples razones complejas se ha impuesto internacionalmente una política prohibicionista sobre estas sustancias, que no impide que su consumo continúe tan campante o incluso crezca (un artículo de Gabriel Vidart publicado en la diaria del 12 de agosto lo explica). Lejos de eliminar el consumo, esta política genera una economía paralela que, por sus propias condiciones de ilegalidad, se asocia con otras formas de delincuencia y violencia que producen un daño mucho mayor que las drogas mismas. Paralelamente, esta condición de ilegalidad impide o dificulta muchísimo el control sobre la calidad de los productos circulantes y el tratamiento de los efectos nocivos sobre la salud al traspasar a personas con problemas de salud al campo de la delincuencia.

Mujeres con hijos pequeños, en general, muy pobres, presas por intentar ingresar pequeñas cantidades de droga a centros de detención donde se encuentran recluidos sus familiares, en muchos casos, también presos por delitos relacionados con las drogas; jóvenes tirados en las veredas, incapaces de escapar del yugo de la pasta base. En la otra punta, una economía multimillonaria y estructuras enormes de poder viven paralelamente e interactuando con la economía “legal” ante los gobiernos que se hacen los distraídos.

Lejos de eliminar el consumo, esta política genera una economía paralela que se asocia con otras formas de delincuencia y violencia que producen un daño mucho mayor que las drogas mismas.

En la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos se aplicó la llamada “ley seca” que intentaba controlar el consumo abusivo de alcohol. Sus efectos fueron nefastos, pero la lección no se aprendió, hace unas décadas se impuso la política de guerra a las drogas que permitió al imperio estadounidense meter sus narices fuertemente armadas en muchos países de América Latina y arrastró en su imposición a los gobiernos locales.

Desde distintas posturas ideológicas se ha señalado la inutilidad y el daño de esta política prohibicionista, pero la santa inquisición internacional no quiere ni oír hablar del asunto. El comercio de drogas ilegales bajo el mote de “narcotráfico” parece ser un buen negocio tanto para quienes lo ejercen como para quienes lo combaten. Cuando, en una conversación cotidiana, alguien dice que se deberían legalizar las drogas, se le acusa de minimizar el daño que estas producen en los consumidores. Lo que los acusadores no tienen en cuenta es que la ilegalidad no impide el consumo sino que complica su control y el tratamiento de sus múltiples y peligrosos efectos nocivos. Así vamos, encarcelando mujeres pobres y dejando a sus hijos más vulnerables; dejando el espacio para la circulación de sustancias de pésima calidad y efectos terribles; empujando a jóvenes inquietos a las manos de delincuentes y convirtiéndolos a ellos mismos en criminales; dedicando esfuerzos y recursos enormes a combatir a Marset, sus amigos y sus competidores y a buscar con lupa el dinero “sucio” que circula fluidamente por el mundo financiero.

Es verdad que modificar esta política resulta muy difícil si no se produce un cambio a nivel internacional o, por lo menos, regional. Esto pasa con este asunto y con muchos otros y esa podría ser la razón por la que, en palabras de Graeber y Wengrow, “estamos atascados”.

Rafael Katzenstein es licenciado en Antropología Social y es profesor de Literatura jubilado.