En el libro Democracias en movimiento, Alicia Lissidini, Yanina Welp y Daniel Zovatto afirman: “En las últimas tres décadas y media América Latina no sólo ha logrado recuperar la democracia y hacerla sostenible, sino que al mismo tiempo la reforzó, aumentando el apoyo ciudadano: esta resiliencia de la democracia en nuestra región es sin lugar a dudas uno de los logros más importantes a destacar y valorar”.

A pesar de las enormes dificultades padecidas por la expoliación neoliberal de los años 80 y 90, muchos gobiernos de signo progresista lograron remontar debilidades y mejorar sustancialmente la calidad de vida de sus pueblos. Podemos enumerar, en el tiempo que dio en llamarse “la era progresista”, a gobiernos como los de Lula y Dilma Rousseff en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, los Kirchner en Argentina, Tabaré Vázquez y José Mujica en Uruguay, Fernando Lugo en Paraguay, Hugo Chávez en Venezuela, el primer gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua, como experiencias de una primera “era progresista” en América Latina, luego de las políticas neoliberales anteriores. Con un poco de retraso, luego vinieron Andrés Manuel López Obrador en México, Luis Arce en Bolivia, Gabriel Boric en Chile, Xiomara Castro en Honduras y Gustavo Petro en Colombia. Gobiernos de izquierda, con matices referidos a las condiciones locales en las que aplican sus programas.

Estos gobiernos lograron revertir, a duras penas y con fuerte resistencia de los centros de poder, muchos de los índices sociales del deterioro. En Brasil, por ejemplo, la fuerte inversión en gastos sociales sacó de la pobreza a más de 40 millones de personas y elevó el nivel de vida de clases medias bajas, al tiempo que favoreció el crecimiento de sectores nacionales de las burguesías agroindustriales. El “lulismo”, apoyado por sectores marginados y medios, distribuyó mejor los beneficios de la producción, que se multiplicó varias veces por sí misma. En Bolivia, Ecuador, Argentina, Uruguay y Paraguay, con la más decidida participación del Estado en la distribución del producto, definiendo porciones presupuestales más abundantes para gastos en educación, salud, seguridad social y de asistencia, pasaron cosas parecidas. Los signos visibles de esa recuperación vuelven indiscutibles los éxitos de esos gobiernos, al punto de que la propia Organización de las Naciones Unidas reconoció que, durante la “era progresista”, la región más desigual del planeta había dejado de serlo.

Pero ¿a qué precio?

La complejización de los procesos sociales trajo otras realidades; los escenarios de las luchas cambiaron radicalmente si los comparamos con los tiempos de la Guerra Fría. El capitalismo, que agotó en este lugar del planeta sus métodos de explotación, desde sus centros de poder haría todo lo necesario, con empleo de mecanismos ya existentes, pero potenciados, para revertir la situación. Los analistas coinciden en que tres de esos mecanismos fueron los mejor utilizados: los grandes medios de comunicación, las redes informáticas y la captación de integrantes del Poder Judicial, fiscales, jueces e integrantes de tribunales de más alto nivel de las judicaturas, para hacerlos jugar en perjuicio de los gobiernos progresistas. Todo ese aparataje en funcionamiento desplegó acciones de acoso y trancazos a los gobiernos de izquierda. De tal modo, las campañas impregnadas de informaciones falsas, acusaciones sin pruebas, comentarios insidiosos, la elección de temas anodinos para los noticieros y el ocultamiento de otros, el uso inescrupuloso, agresivo e impune de depredadores políticos en las redes, y fiscales y jueces que hacen la “vista gorda” para delitos de un solo lado y archivan expedientes o sentencias que salen tarde y mal. Guerra sucia, sin pruritos vergonzantes. La serie de Netflix O mecanismo, que socavó el gobierno de Lula, fue un buen ejemplo de lo que podían llegar a hacer.

Pero no todo es culpa de los otros; ellos hacen lo que sus propias necesidades les dictan. Digamos que esto fue posible porque en los nuevos escenarios la lucha se produjo con aprovechamiento de debilidades propias de los movimientos progresistas.

El progresismo fue un aluvión que respondió a la furia depredadora del neoliberalismo. Y el aluvión trajo de todo. El destrabe de las fuerzas productivas en varios países, que lograron despegarse en algo de un subdesarrollo de dependencia secular, trajo, además de beneficios, resacas, algunos barros y varios lodos. Y entre las resacas, lodos y barros hay sapos y culebras. Mucho crecimiento de producto interno bruto (PIB), por aquí y por allá, es mucha plata, hablando mal y pronto. Y, como se sabe, donde hay mucha plata, hay extorsiones, hay corrupción, y necesidad de pagar adeptos para mantener el poder. Y hay formas de birlar sistemas de control mediante buenos lubricantes que untan las mentes más proclives. Y hay dilatorias y olvidos para que amigos y arrimadores de votos se salven de los tribunales de conducta de los partidos. Lamentablemente, ese es un pesado lastre que la izquierda no supo o no pudo prever, para responder a tiempo. Ni corto ni perezoso, el poder central aprovechó para judicializar la política, politizar la justicia y reforzar los mecanismos de recuperación del poder en ese espacio díscolo de su patio trasero. Y lo logró en Ecuador, en Bolivia, en Argentina, en Paraguay y, más que nada, en Brasil (Correa, Evo Morales, los Kirchner, Lula, Dilma y otros fueron acusados de malversación de fondos públicos o de manipulación del poder para conservarlo). En países como Perú, ni siquiera se dejó que el presidente electo gobernara.

En estos años, y con muchos altibajos, se está revirtiendo la situación, pero este no es el tema principal de este artículo.

Es muy importante reconocer que los tiempos de gobiernos progresistas han despertado fuerzas que ahora son gravitantes en los escenarios políticos y que hay que cuidar.

Retornamos al libro Democracias en movimiento, que señala: “Más allá de las múltiples y no siempre productivas tipologías de los gobiernos de izquierda, lo cierto es que los ciudadanos promovieron a través del voto y de otras manifestaciones políticas el abandono del discurso neoliberal, y volvieron a ubicar al Estado en el centro del debate”.

La incorporación de vastos sectores de población a la lucha social y política, alentados por las conquistas progresistas, cambió el eje de los mecanismos de demanda social, saltando por encima de la representatividad y las delegaturas. En varios países crecieron exigencias de sectores que, decididos a no perder sus conquistas, saltaron por encima de sus partidos y delegados, para movilizarse por sus derechos en las calles, en abierta resistencia a las políticas de derecha, y de presión a las debilidades ejecutivas de las izquierdas. Así ocurrió en Ecuador (incluso en el último gobierno de Correa), en Chile, en Bolivia, en Perú, en Argentina. La revalorización de la democracia, allí donde no había partidos políticos fuertes e institucionalizados, integró elementos nuevos al escenario de la lucha política.

Dicen los autores: “La delegación presuponía una despolitización de las decisiones económicas y por tanto un cuerpo de tecnócratas a cargo de la política económica, y especialmente una sociedad desmovilizada que delegaba las decisiones en el Poder Ejecutivo”.

El reconocimiento de la democracia necesariamente debe reforzar el campo cívico, de modo que los pueblos puedan ver con claridad el juego de fondo de los poderes reales. Esto debe ser considerado un gran avance producido por las experiencias progresistas en estas regiones latinoamericanas. Pero debe ser alimentado por las izquierdas, y en tal sentido se deben crear mecanismos institucionales, para el ejercicio de participación más directa de la gente en la administración de sus propios recursos, y en la decisión de temas importantes para sus comunidades. De no ser así, hay riesgo de adormecimiento de las masas, y del retorno a la administración burocrática de los disensos, de modo que la representatividad y la delegatura otra vez se vuelvan factores de retraso de los cambios.

La irrupción de sectores que demandan su participación en los beneficios del producto, exigiendo el retorno del Estado en la ejecución de planes de inclusión y equidad social, es diferente en regiones con poblaciones indígenas marginadas e índices de pobreza muy elevados (Bolivia, Perú, Ecuador, Chile, Colombia), que en países con institucionalización de partidos políticos y organizaciones sindicales fuertes y consolidadas. Estas canalizan con métodos institucionalizados las energías disruptivas que buscan mejoras a sus situaciones de retraso. En general las diferencias no responden a temas ideológicos, sino a realidades históricas distintas, que condicionan las acciones de los partidos y organizaciones sociales.

En Uruguay los partidos de izquierda y sindicatos han marcado el ritmo de los enfrentamientos a las políticas neoliberales sustentadas por los partidos tradicionales (luego del fracaso de la dictadura en su proyecto). Estas organizaciones, al altísimo precio de haber soportado (con todo el pueblo uruguayo) una cruel dictadura, durante 12 años, y sus consecuencias, aprendieron a valorizar la democracia y las instituciones republicanas.

Es cierto también que en nuestro país existe una tensión permanente en la izquierda, entre posturas que proponen vitalizar las organizaciones sociales como canalizadoras de energías volcadas a la resistencia y al cambio, y otras que plantean vehiculizar las demandas sociales a través de los partidos políticos, con programas de gobierno que prometan satisfacer las reivindicaciones populares (hoy el tema de la reforma jubilatoria hace evidente esta tensión). ¿Cómo resolver este dilema en temas que gravitarán fuertemente en la cada vez más virulenta campaña electoral?

Es un tema de difícil resolución y los dirigentes y militantes de esos ámbitos ponen esmero en encontrar las soluciones más favorables a los avances. Pero, hoy por hoy, y volviendo al enfoque del libro que comentamos, es muy importante reconocer que los tiempos de gobiernos progresistas han despertado fuerzas que ahora son gravitantes en los escenarios políticos y que hay que cuidar, para que cada vez sea más difícil para la derecha apelar a recursos espurios que en otros tiempos le sirvieron. Todas y todos debemos bregar para que la democracia forme anticuerpos contra las fuerzas oscuras, siempre pendientes de intentos de reversión.

Carlos Pérez es militante de izquierda.