La última semana, cuando Javier Milei terminó su presentación en el Foro Económico de Davos, sobraron voces de incredulidad con lo que habían escuchado, tanto por el contexto como por el contenido. Un discurso oído en el recinto principalmente por periodistas acreditados, atraídos por la curiosidad, algunos hombres de negocios y figuras del Foro, que terminó de sorprender por su dogmatismo, su anacronismo y su tono aleccionador, incluso a los representantes acreditados de medios afines como La Nación. De medios internacionales como El País, The Guardian o la CBS estadounidense se llevó comentarios entre condescendientes y burlones, que narraron con un tono pintoresco y hasta un poco bananero la diatriba contra el Estado y a favor de los mercados absolutamente desregulados, en la que los empresarios son héroes de la lucha contra el socialismo de las burocracias internacionales y las dirigencias nacionales.

Fuera de las paredes del recinto de Davos, sin embargo, el discurso de Milei se convirtió, con diferencia, en el más reproducido del evento y fue replicado, varias veces y de manera entusiasta, por Elon Musk, mediante una recomendación, un meme de gusto dudoso y una traducción hecha con inteligencia artificial. También por el inversor de riesgo Marc Andreessen, y, a partir de ellos, por Donald Trump y varias referencias de la nueva derecha global y, especialmente, estadounidense. A nivel nacional, el más público y entusiasta entre los empresarios que apoyaron a Javier Milei es también el principal magnate tecnológico del país. Marcos Galperín, factótum de Mercado Libre, y abonado habitual a proclamas antiestatistas que riman con el discurso del presidente argentino.

El contraste entre las posiciones y conocimientos convencionales y las posiciones de los multimillonarios del sector tecnológico se ha convertido en una cuestión bastante recurrente, que aparece en distintos asuntos. Si en Argentina estamos acostumbrados al tono de Galperin, no siempre acompañado de conocimiento de fondo sobre los asuntos que abarca, Musk, embarcado en todas y cada una de las batallas culturales de la ultraderecha estadounidense, abonado a declarar habitualmente cualquier cosa sobre cualquier tema, lleva las cosas a un nivel distinto. La primera de sus declaraciones públicas estridentes, en 2018, fue cuando propuso una solución tecnológica muy heterodoxa en el caso de los 12 niños atrapados en una cueva en Tailandia. Mientras hacía la propuesta, los niños eran rescatados ilesos en una operación convencional. La reacción de Musk ante la buena noticia fue llamar “pedófilo” a uno de los protagonistas del rescate. Esta misma semana, luego de reproducir a Milei, salió a atacar al economista Paul Krugman por enfrentar las políticas contra las vacunas del gobernador republicano de Florida, Ron DeSantis.

Marc Andreessen, a diferencia de Musk, no es un payaso de las redes sociales, aunque sí es afecto a las polémicas y encuentra en las redes un vehículo para ellas. Con diversos manifiestos publicados sobre cuestiones ligadas a la tecnología y la sociedad, sus publicaciones están entre las más influyentes del ecosistema tecnológico estadounidense y global. En su cuenta de X, luego del discurso de Milei, compartió un trabajo que cuestiona los beneficios del reparto de redes antimosquitos en África, una intervención en la que montones de estudios controlados demuestran que salvaron decenas de millones de vidas, reduciendo la incidencia de la malaria. Son apenas algunos ejemplos de una tendencia extendida, que incluye ideas como que Estados Unidos iba a una hiperinflación durante la pandemia –algo que alimentó el auge del bitcoin como inversión, una burbuja tan exitosa que posiblemente perdure– o la cantidad de recursos puestos en causas como la inmortalidad o la colonización privada del espacio. Si cambiamos a Musk o Andreessen por otros varones multimillonarios como Peter Thiel o Jeff Bezos, encontraremos visiones similares e ideas que, si no son las mismas, comparten el mismo tono.

No parece casualidad. Krugman –sí, el mismo que eligió Musk como su último blanco– observa que los magnates tecnológicos son especialmente susceptibles a considerarse inéditamente brillantes y capaces de entender cualquier tema, y superar en él al consenso epistémico. Según Krugman, esto se debería a que muchas veces la fuente de su riqueza es una mirada adversarial respecto de las tecnologías y enfoques vigentes, en un marco de endogamia –un mundo volcado en sí mismo– que radicaliza estas miradas. Como bien señala Krugman, tan cierto como que los grandes saltos tecnológicos se generan cuando se desafía el conocimiento convencional, es que las convenciones científicas y de conocimiento existen habitualmente porque se han probado durante años, décadas o siglos, mejores que sus alternativas para explicar o ejecutar el funcionamiento del mundo. Apostar contra el conocimiento convencional puede dar ocasionalmente grandes dividendos, pero normalmente es una apuesta perdedora.

El contraste entre las posiciones y conocimientos convencionales y las posiciones de los multimillonarios del sector tecnológico se ha convertido en una cuestión bastante recurrente, que aparece en distintos asuntos.

Hay más, claro. Al final del siglo XX, cuando las industrias tecnológicas emergieron como actor protagónico en el crecimiento económico empresarial, estas eran, en su conjunto, industrias “rebeldes” con relación a otras más establecidas como la petrolera, las finanzas o las grandes manufactureras. Audaz, desacartonado, poco atravesado por las nociones tradicionales de familia, con altísima presencia de migrantes en la fuerza laboral, el crecimiento de este sector coincidió con la etapa más “neoliberal” de los espacios progresistas occidentales, con Bill Clinton y Barack Obama como símbolos de aquella sinergia que, sin embargo, encontraba límites. Silicon Valley era muchísimo más escéptico que los demócratas en la capacidad regulatoria del Estado y, en general, se oponía a la sindicalización de los lugares de trabajo, en tanto que los demócratas fueron siempre el partido predilecto del movimiento sindical estadounidense. La evolución de la política desde la crisis de 2008 y la guerra comercial global condujeron a los demócratas hacia posiciones mucho más intervencionistas, mientras el pleno empleo y la moderada limitación de la competencia externa fortalecieron a los sindicatos. Silicon Valley, en cambio, se convirtió de un polo industrial “rebelde” en la encarnación última del establishment empresarial. De las diez principales compañías por capitalización bursátil del mundo, ocho son estadounidenses, y todas ellas son tecnológicas. Hoy, en la disputa con los límites que impone el Estado, copian los discursos y posiciones que llevaron a las organizaciones empresariales tradicionales a mantenerse como una base clave del Partido Republicano.

Aun con sus evidentes problemas, esta mirada adversarial y rupturista, contraria a las regulaciones, ha demostrado su potencial y ha generado valor social en lugares y sectores de lo más diversos. Por volver a los ejemplos del comienzo, Musk revolucionó con SpaceX las industrias aeroespacial y satelital, bajando costos de lanzamiento, expandiendo sus posibilidades y aumentando las posibilidades de conectividad, y con Tesla creó la primera compañía automotriz exitosa basada íntegramente en la movilidad eléctrica, cuya viabilidad fue clave para trazar el camino de descarbonización del sector. Andreessen es el padre de la navegación por la web, coautor de Mosaic y fundador de Netscape. A nivel local, es imposible negar la importancia de Mercado Libre en la popularización de los pagos digitales, un elemento clave para la inclusión financiera y la competitividad de pequeños negocios y empresas. Ninguno de estos avances hubiera tenido la velocidad que tuvieron de haber estado protagonizados por los actores tradicionales de las industrias en las que hoy participan, y todos ellos aprovecharon, para sus desarrollos disruptivos, baches o vacíos regulatorios que derivaron en un indudable valor social.

Sin embargo, el rol del Estado en estas innovaciones es mucho más constructivo de lo que suelen reconocerle, al punto de llegar a ser, en muchos casos, indispensable. Los estados invierten y legislan, muchísimas veces, con una mirada que persigue las innovaciones. SpaceX se ha beneficiado enormemente tanto de contratos como de subsidios estatales. Durante sus primeros años, Tesla se salvó de la quiebra a partir de un préstamo de la administración Obama. Mosaic, el primer navegador gráfico de la web, fue diseñado en un centro público, creado por una iniciativa estatal, y Andreessen lo desarrolló como jefe de programa, y de allí derivó Netscape (por no hablar de la creación de la web). En Argentina, Mercado Libre es el principal beneficiario del régimen de beneficios tributarios iniciado con la Ley de Software de 2005, que contribuyó a convertir al sector de la economía del conocimiento en el tercer complejo exportador del país, y a Mercado Libre en una empresa multinacional, la empresa latinoamericana del sector más valiosa del mundo.

No hay novedad en los riesgos de la hipertrofia regulatoria. Un caso que lo demuestra es el subdesarrollo relativo de la energía nuclear, una fuente limpia cuyo crecimiento fue limitado por causales ajenas a las posibilidades tecnológicas durante las décadas del 70 y 80. Tampoco son novedosas las tensiones entre el desarrollo empresario y los impulsos igualitarios de la política pública, así como el deber de cuidado que supone preservar la salud y el bienestar de la población. La novedad ideológica la encarna la explicitación discursiva de que todas esas tensiones deberían resolverse en favor de la mirada empresarial, que los impulsos de destrucción creadora son siempre positivos, que los avances siempre justifican los costos sociales, y que cualquier intento por encauzarlos hacia el bien común entra en contradicción con el progreso tecnológico. No extraña que esta concepción extendida entre los dueños de las grandes tecnológicas, que de acuerdo al estadounidense Ezra Klein no es conservadora sino reaccionaria, encuentre afinidades con la prédica decimonónica de Milei. Esa mirada no sólo ignora el protagonismo que el propio Estado tiene en el desarrollo económico y tecnológico sino, acaso más grave, la imposibilidad de que el progreso, la experimentación y la innovación resulten socialmente viables sin una contención institucional que las resguarde de sus consecuencias más perniciosas. Volviendo al ejemplo de la energía nuclear, el accidente de Chernobil hizo mucho más por detener el progreso del sector que mil marchas de hippies californianos. Quienes creen en el crecimiento como un objetivo deseable en sí mismo deberían tomar nota de que el acompañamiento del Estado, en su versión virtuosa, es relevante tanto para enfrentar riesgos que las condiciones de mercado no hacen posible, como para la buena regulación, que garantice desarrollos sostenibles y socialmente tolerables.

Martín Schapiro es especialista en política internacional. Este artículo fue publicado originalmente en Cenital.