Con estupor asistimos al resonante caso del asesinato de un fiscal en la ciudad de Guayaquil. El doctor César Suárez fue acribillado a balazos en su automóvil en ocasión de ser interceptado por un grupo de sicarios que dispararon a quemarropa, provocando su muerte de manera inmediata. El doctor Suárez pertenecía a la Unidad Nacional Especializada de Investigación contra la Delincuencia Organizada Transnacional en la región del Guayas y era un reconocido catedrático de derecho constitucional que oportunamente se había postulado como juez anticorrupción.

Se ha dicho en forma reiterada que el caso de Ecuador es emblemático porque en un plazo sumamente breve la situación de la seguridad ciudadana se deterioró de manera dramática. Y en efecto, ello es así. Pero lo que resulta realmente sorprendente es que un fenómeno que está expandiéndose en forma vertiginosa por toda la región, sigue siendo encarado desde una perspectiva a todas luces ineficaz. Esta perspectiva resulta sumamente costosa en términos de su impacto económico en los presupuestos nacionales, regionales y municipales, y mucho más costosa aún en términos de la pérdida de vidas y en la masiva condena de importantes contingentes de la población, especialmente jóvenes, a quedar entrampados de por vida en un circuito delincuencial. Y ello es así porque representa el producto de la expansión desmesurada de la población privada de libertad, con una manifiesta ausencia de estrategias de rehabilitación. Y, por supuesto, también por el estrepitoso fracaso de las políticas preventivas, que compiten de manera desfavorable ante la ilusa expectativa de los llamados “halcones” por ofrecer soluciones radicales y definitivas a un problema complejo y profundo.

Lejos de solucionar el problema, se le está echando leña a un fuego que ya está prendido. Porque las cárceles son el ámbito privilegiado donde bandas criminales de características claramente transnacionales logran cooptar nuevos miembros, hacer alianzas con bandas locales e internacionales que operan incluso fuera de nuestro continente y dirigir un negocio multimillonario que la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito ha estimado en más de 700.000 millones de dólares anuales a escala global.

La corrupción de funcionarios de distintas jurisdicciones, tanto en el ámbito penitenciario como en todos los órdenes de la administración pública, es moneda corriente. Y ello es posible desde el momento en el que el financiamiento de la política no ha encontrado barreras suficientemente rigurosas para evitar la presencia de capitales de origen criminal en el financiamiento de las campañas políticas.

Pero ante la espectacularidad del jaque que representa el fenómeno de la narcocriminalidad, seguimos escuchando propuestas que insisten con recurrir a modalidades fundadas de manera predominante en tratar el fenómeno desde una perspectiva esencialmente policial o incluso militar, incorporando a las Fuerzas Armadas a los patrullajes de los barrios asolados por el narcodelito, confundiendo dimensiones que si bien son aristas de un mismo fenómeno, difieren grandemente. El patrullaje doméstico reforzado con la movilización de personal de las Fuerzas Armadas tendría como propósito al narcomenudeo, fenómeno totalmente distinto a la megaexportación de sustancias psicotrópicas, especialmente cocaína, que representa la mercadería que es cultivada en Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú y, mediante una compleja red logística, transportada hacia los principales centros de consumo en América del Norte y Europa. Y en esa lógica sí interviene una estructura de alcance claramente supranacional.

Desde que en Colombia los grandes cárteles fueron desmembrados y sustituidos por una gran cantidad de organizaciones criminales dispersas, ese vacío fue progresivamente ocupado en América del Sur por un fenómeno de características singulares.

En Brasil hay tres organizaciones criminales que desde comienzos del siglo XXI han ido consolidando su poder (el PCC, el Comando Vermelho y la Familia del Norte), especialmente una de ellas, conocida como el PCC o Primer Comando de la Capital (Primeiro Comando da Capital). El PCC es una organización que se ha hecho especialmente fuerte por medio del control de los centros de reclusión, y mediante el soborno a funcionarios penitenciarios ha logrado convertir los penales en grandes unidades económicas y políticas para la gestión de un modelo que trasciende el ámbito de lo delictivo. Se ha estimado que el PCC mueve recursos anuales superiores a la Volkswagen de Brasil.

El PCC posee una compleja estructura, estatutos que en alguna medida fungen como un código de honor, y tiene la virtud de ofrecer a sus miembros un ámbito de identidad y pertenencia que sus realidades sociales de origen les niegan. Quienes pertenecen a la organización saben que esta velará por sus familias en caso de muerte y ofrece a jóvenes en situación de exclusión un proyecto de vida con responsabilidades personales ascendentes, reconocimiento grupal y un sistema de códigos que reemplaza exitosamente el fracaso de las políticas públicas, cuando el Estado es relativamente débil en materia de soluciones concretas de inclusión.

El PCC tiene más de 40.000 miembros activos en Brasil y tiene presencia agobiante en Paraguay, en la triple frontera, en Argentina y también en Uruguay. Y por cierto, en Uruguay ya ha trascendido el nombre de PCU, es decir, el Primer Comando Uruguayo…

En Uruguay estamos transitando un camino que representa un caldo de cultivo perfecto para que los fenómenos que hoy suceden en Ecuador encuentren terreno fértil en nuestro país.

Nuestros países –Uruguay de ninguna manera se sustrae a esto– le ofrecen en bandeja un plato apetitoso: cárceles superpobladas con condiciones denigrantes para los reclusos. Dicho en otros términos, el propio Estado es el chef de un platillo que después toda la sociedad pagará muy caro.

Todos los países de América Latina participamos de un modelo de lucha contra el narcotráfico que tiene como lógica central la persecución de los productores y traficantes de la mercadería en los centros de producción y de transporte. Cuando llega el producto a su destino en los países de mayor poder económico, donde se concentra la gran masa de la demanda, y los precios de la mercadería fraccionada alcanzan valores que multiplican por 50 o 60 veces el valor del producto en su ámbito de origen, la cosa cambia drásticamente.

Si se piensa que el Estado tiene la totalidad de la responsabilidad en esta batalla, se está cometiendo un grave error. Es un problema que compete a la sociedad en su conjunto, que trasciende las fronteras de los partidos políticos y que demanda formas activas de involucramiento público-privado. Es absolutamente necesario desarrollar una estrategia comunicacional que tome a las redes sociales de manera activa para promover un diálogo sin tapujos sobre estos tópicos.

También hay que pensar en una política seria de rehabilitación de los jóvenes privados de libertad, especialmente de aquellos que cometieron delitos de menor cuantía, para activamente evitar que terminen entremezclándose con otros delincuentes vinculados a las bandas criminales locales e internacionales.

Otro punto fundamental es que una política de rehabilitación demanda un verdadero profesionalismo en su diseño y gestión. Rehabilitar población en situación de privación de libertad debe ser tarea de personal especialmente capacitado para tal tarea y debería desarrollarse una infraestructura adecuada de formación técnica y profesional habilitante en esta materia.

Pero lo más importante de esta nota es que en Uruguay estamos transitando un camino que representa un caldo de cultivo perfecto para que los fenómenos que hoy suceden en Ecuador encuentren terreno fértil en nuestro país. Ya las señales de alerta han sonado y, por cierto, muy fuerte. Pero parecería que la gran mayoría de la política, sin hacer ningún tipo de distinción partidaria, sigue pensando en tratar este problema recurriendo a las viejas fórmulas que ya se han transitado hasta el hartazgo, produciendo resultados espantosos.

Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del Proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1984-1986), fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990), y director ejecutivo del Centro Único Coordinador para la gestión de la red de clínicas y sanatorios de la provincia de Buenos Aires (2003-2012).