Yo estuve lavando ropa mientras mucha gente / desapareció / no porque sí / se escondió, sufrió, hubo golpes / y / ahora no están / no porque sí / y mientras pasaban sirenas y disparos, ruido seco / yo estuve lavando ropa, acunando, cantaba, / y la persiana a oscuras.

Mientras tanto, Irene Gruss

Cuando era niña, mi madre solía poner Canciones para No Dormir la Siesta, una banda uruguaya que, durante la dictadura, compuso canciones con letras que revestían una sutil pero fuerte crítica al régimen. La música era una forma de desafiar la censura y el control, permitía comunicar y fortalecer la esperanza del cese de la crueldad. Recuerdo lo mucho que disfrutaba de escuchar y cantar las canciones junto a mi madre, recuerdo el tiempo que se tomaba ella para explicarme las referencias contra la dictadura que dibujaban las letras.

La alusión a ese reciente período de la historia uruguaya era algo común en mi familia. Crecí inmersa en relatos sobre la dictadura. Cuando fui unos años mayor, retomé la conversación con mi madre acerca de esas canciones que habían sido la banda sonora de mi infancia. “Al botón de la botonera” o “El país de las maravillas” eran más directas en su mensaje, pero había una que siempre me había fascinado y que me costó entender respecto de la dictadura.

Mi madre me explicaba que “La despelona” hacía referencia a todas las pérdidas que surgían a raíz de la violencia y la represión militar. Sin embargo, nadie había perdido el pelo, los ojos, la nariz ni la boca durante ese período, pensaba yo, incapaz de comprender la letra en su totalidad. Con el tiempo, me di cuenta de que se refería a las amputaciones producto de la dictadura, no de manera literal en términos de partes del cuerpo, sino simbólicamente a todo lo que quedaba truncado cuando se instauraba un régimen represivo.

En este artículo se entrelazan cinco voces en una reflexión sobre las marcas que ha dejado el régimen dictatorial. La de Laura, el personaje del cuento “Cambio de armas” de Valenzuela (2008); la de Luisa, una mujer uruguaya de más de 60 años; la de Sylvia Plath, una poeta estadounidense; la de Gloria Anzaldúa, una escritora feminista chicana, y la mía.

Entre amputaciones, cicatrices y recuerdos

En una entrevista, Luisa me contó: “Las primeras medidas prontas de seguridad son del año 68, yo era adolescente en ese entonces y estaba estudiando en bachillerato. Eso significó el toque de queda y que además tenías a la Policía dando vueltas en carros, en chanchitas, pidiendo cédulas. No podías salir sin cédula, no podías salir de noche… Entonces, la primera cosa que cambió mi vida es que no pude ser joven. Perdí la juventud y eso no se rescata de ninguna manera”.

A Luisa le amputaron una etapa de su vida, una pérdida irrecuperable para ella, y junto a ello le amputaron las amistades, el sostén emocional y los lazos de solidaridad: “Yo no tenía una amiga con quien hablar el tema. Las amistades se distorsionaron y eso fue muy importante para mí. O sea, perdí amigos del liceo, me quedé sin mis amigos”. Luisa incorporó el silencio como una estrategia de supervivencia: “Una de las cosas que aprendí ahí fue a callarme la boca. Eso también fue un impacto que me dura hasta el día de hoy”.

También le amputaron la movilidad y le impusieron una rutina ajena a sus deseos, cargada de miedos y control. “Mis padres obviamente estaban asustados, no me dejaban salir. Mi vida se convirtió en otra cosa. Se concentró en ir a estudiar, ir al inglés, ir a la biblioteca, que quedaba a la vuelta de mi casa, o sea, prácticamente no tenía desplazamientos, no salía a ningún lado”. El espacio privado y doméstico, la seguridad y la protección, los arraigos a objetos personales… todo eso también le fue amputado: “Siempre te quedaba eso de que te entraban a tu casa, te apuntaban con las armas y te allanaban todo. Frente a todos esos allanamientos, mi madre me quemó todo lo que yo podía tener, hasta los libros vinculados con alguna militancia del liceo”.

A sus 20 a Luisa la volvieron a mutilar: “Vinieron unas compañeras y me dijeron: ‘mirá, mataron a un estudiante, y vos lo conocés’. Y claro, él era mi novio, no era un conocido. Eso fue muy impactante, cambió mi vida”. Negada de su compañero, cogió una prótesis que la ayudó a seguir andando: “La salida mía fue reconstruir una pareja y quedarme embarazada de mi primera hija”.

Lo que le queda a Luisa es la memoria, lo único que no le arrebataron, y hoy puede relatarme su experiencia con profunda reflexividad. En cambio, a Laura sí le fue arrebatada, al punto de habitar un presente constante. “No le asombra para nada el hecho de estar sin memoria, de sentirse totalmente desnuda de recuerdos. Quizá ni siquiera se dé cuenta de que vive en cero absoluto” (Valenzuela, 2008: 157).

Laura vivió el mismo proceso dictatorial pero al otro lado del río, en Argentina. A ella también le mataron a su compañero: “Sensación de amor que le recorre la piel como una mano, y de golpe ese horrible, inundante sentimiento: el amado está muerto. ¿Cómo puede saber que está muerto? ¿Cómo saber tan certeramente su muerte si ni ha logrado darle un rostro de vida, una forma? Pero lo han matado, lo sabe, y ahora le toca a ella solita llevar adelante la misión; toda la responsabilidad en manos de ella cuando lo único que hubiera deseado era morirse junto al hombre que quería” (ob. cit.: 169).

Luisa y Laura sobreviven buscando protección y seguridad a una vida acechada por el miedo a la memoria y por el terror cotidiano a la tortura y la muerte, pero también al abuso y la violación. Las dictaduras en el Cono Sur se caracterizaron por una doble forma de violencia, la represión política y la represión patriarcal. El encerrarse en sí mismas es una estrategia para no fragmentarse y caer, como dice Gloria Anzaldúa (2016: 98): “Siento cómo me cierro, me voy escondiendo, manteniendo mis partes unidas en vez de permitirme desmoronarme”.

Laura, sin embargo, quedó fraccionada, vive un presente eterno de esfuerzo constante por reprimir la memoria. Sobrevive eligiendo activamente el olvido, sin pasado, sin futuro. “Un oscuro, inalcanzable fondo de ella, el aquí-lugar, el sitio de una interioridad donde está encerrado todo lo que ella sabe sin querer saberlo, sin en verdad saberlo y ella se acuna, se mece sobre la silla, y el que se va durmiendo es su pozo negro, animal aquietado” (Valenzuela, 2008: 168). Se vuelve a su estado Coatlicue, “no quiero saber, no quiero ser vista. Mi resistencia a negarme a reconocer cierta verdad sobre mí misma trae consigo esa parálisis, esa depresión” (Anzaldúa, 2016: 98).

“Ella pasa largas horas dada vuelta como un guante, metida dentro de su propio pozo interno, en una oscuridad de útero casi tibia, casi húmeda. Las paredes del pozo a veces resuenan y no importa lo que intentan decirle aunque de vez en cuando ella parece recibir un mensaje –un latigazo– y siente como si le estuvieran quemando la planta de los pies y de golpe recupera la superficie de sí misma, el mensaje es demasiado fuerte para poder soportarlo” (Valenzuela, 2008: 168). La seguridad de su interior rápidamente se desvanece, las pesadillas y los flashbacks le devuelven los recuerdos. La memoria la expulsa de sí misma, su dolor es tan grande, sus heridas siguen supurando tanto, que “sabe que la nada dentro de los pozos negros es peor que la nada fuera de ellos” (ídem).

Los recuerdos están, revolotean, y en un goteo sutil pero constante se van apareciendo. “Una compleja estructura de recuerdos/sentimientos la atraviesa entre lágrimas, y después, nada. Después de sentir que ha estado tan cerca de la revelación, de un esclarecimiento. Pero no vale la pena llegar al esclarecimiento por vías del dolor y más vale quedarse así, como flotando, no dejar que la nube se disipe. Mullida, protectora nube que debe tratar de mantener para no pegarse un porrazo cayendo de golpe en la memoria” (ob. cit.: 170).

Laura lentamente recupera su memoria, encontrándose con cicatrices y una gigante herida que atraviesa su espalda. No sabemos qué tanto recuerda, pero algo ya es suficiente. Se mira al espejo y recupera su imagen junto a algunos recuerdos. Ya no es la misma de antes, se reconstruye en nuevas formas, distintas pero igualmente válidas. Los miembros amputados crecen, encuentra apoyos, prótesis, maneras de seguir andando. “Como si hubiera perdido un ojo, una pierna, una lengua. Y así permanezco, un poco carente de vista. Así camino, lejos sobre ruedas en lugar de piernas, sirven igual de bien. Y aprendo a hablar con los dedos, en lugar de una lengua”, describe Sylvia Plath.

En Uruguay resistimos a diario la amenaza del olvido. Desde el fin de la dictadura hasta el presente son constantes las apuestas por la pérdida de memoria con relación a lo sucedido en nuestra historia reciente. Esta tendencia se refleja en los discursos de algunos políticos, en las decisiones gubernamentales y en las narrativas históricas predominantes. Hoy quieren que olvidemos que fue terrorismo de Estado y le cambian el nombre en la enseñanza primaria: “La suspensión y el avasallamiento de las garantías constitucionales de los ciudadanos”.

En Uruguay, resistimos a diario la amenaza del olvido. Desde el fin de la dictadura hasta el presente, son constantes las apuestas por la pérdida de memoria en relación a lo sucedido en nuestra historia reciente.

Apenas se nos permite buscar a las personas desaparecidas, investigar los crímenes cometidos, procesar a los responsables e indemnizar a las que fueron torturadas por el régimen. La ley de impunidad que protege a los militares de ser juzgados aún no ha sido derogada. Persisten las alusiones a vivir el presente y dejar el régimen dictatorial como algo del pasado, como algo superado que ya no nos afecta más. “Ya es hora de dar vuelta la página”, hay quienes sostienen. Pero es imposible; esta historia está grabada en nuestros cuerpos.

“Uno lo va elaborando, y después de que salís de la dictadura te ponés a pensar”, señala Luisa mientras reflexiona sobre cómo desde el silencio ha vuelto a andar su camino para ir sanando y cicatrizando las heridas. “Tuve una vieja herida una vez, pero se está curando”, escribe Plath.

Las amputaciones generan heridas, las heridas sangran por un tiempo, pero se regeneran, se llenan y recubren forjando una cicatriz. “El cuerpo es ingenioso. El cuerpo de una estrella de mar puede regenerar sus brazos y las salamandras son pródigas en patas. Y yo puedo ser tan pródiga en lo que me falta”, señala Sylvia Plath. Pero en ocasiones las heridas de algunas amputaciones quedan ahí, infectadas o a medio sanar, en un proceso que de tan eterno preferimos postergar. Son heridas traumáticas, lastimaduras tan grandes de recuerdos tan dolorosos, que nos dejan habitando una perturbación espacio temporal. Lo que persiste son las marcas del trauma inscrito en la piel.

La herida nos lleva a la piel, y la piel al cuerpo, a nuestra materialidad, a la carne que somos. La piel representa el lugar de intersección entre la historia personal y la historia colectiva. “¿Quién soy yo? [...] la piel marcada e imperfecta”, gime Sylvia Plath. “Soy tan vulnerable de repente. Soy una herida que sale del hospital. Soy una herida que están dejando ir”. Un “yo-piel” femenino, herido y cicatricial que lleva inscrita una historia personal y colectiva de dolor físico y psíquico.

“No soy una sierva. Aunque durante años he comido polvo. Y secado platos con mi espeso cabello. Y visto cómo mi extrañeza se evapora, rocío azul de una piel peligrosa”, exclama Plath. Las pieles de Luisa y Laura, marcadas por cicatrices y profundas heridas, se convierten en pieles “peligrosas”, pieles que evocan su historia, que pueden emanciparse y desestabilizar las opresiones. En su reencuentro con la cicatriz, ese tatuaje imborrable en su cuerpo, Laura recupera su agencia y se acuerda de su misión borrada tras la muerte de su compañero. Laura se enfrenta a su opresor, “ella ve esa espalda que se aleja y es como si por dentro se le disipara un poco la niebla. Empieza a entender algunas cosas, entiende sobre todo la función de este instrumento negro que él llama revólver. Entonces lo levanta y apunta” (Valenzuela, 2008: 179). No sabremos si dispara o no, pero toma el arma y sale de la subordinación.

Habitar las fronteras y convertirnos en puentes

¿Y las que nacimos en democracia?

Una y mil veces mi madre me ha dicho que soy muy afortunada de haber nacido en democracia, y así lo creo, pero esta no es una democracia sin historia, un nuevo estado aislado del anterior. No nacimos en un espacio separado; por el contrario, nacimos en “un territorio fronterizo [que] es un lugar vago e indefinido creado por el residuo emocional” (Anzaldúa, 2016: 42). Somos hijas de la dictadura, hijas de una generación devastada por el régimen militar. Habitamos la tierra de Nepantla (Anzaldúa, 2016), que no está de un lado ni del otro, que nos deja siempre en el “in-between-ness”, en el cruce. Entre la dictadura y la democracia, vivimos la transición donde nada se nos hace ajeno, pero nada nos es totalmente propio.

Tanto dolor transferido, depositado en nosotras, torna el pasado en un presente encarnado en nuestros cuerpos. Nuestro presente democrático tiene demasiado de él: transformaciones sociales, económicas y políticas que sentaron las bases del sistema neoliberal que rige hoy; pero también subjetividades que encarnan historias de dolor y sufrimiento, con amputaciones, heridas y cicatrices. Nuestra frontera está herida, sangra porque aún hay familiares buscando personas desaparecidas, supura porque somos muchas quienes escuchamos sufrir en silencio a los cuerpos marcados de nuestras personas amadas. Son los cuerpos-madre dañados, los cuerpos-padre dolidos, los cuerpos-hermanes lastimados, los cuerpos-amigues heridos. No podemos olvidar.

“Yo soy un puente tendido. Del mundo gabacho al del mojado, lo pasado me estira pa’trás y lo presente pa’delante” (Anzaldúa, 2016: 41).

“No olvidamos. Luchamos por un mundo justo en el presente, y por la reparación de nuestra historia. […] El conocimiento me hace más consciente, me hace más lúcida. ‘Saber’ es doloroso, porque después de que ‘se’ produzca no puedo quedarme en el mismo sitio como si tal cosa. Ya no soy la misma persona que era antes” (ob. cit.: 99).

Referencias

  • Anzaldúa, Gloria. 2016. Borderlands / La frontera: The New Mestiza. Colección Ensayo. Capitán Swing, Madrid.
  • Valenzuela, Luisa. 2008. Cuentos completos y uno más. Alfaguara, México DF.