A nadie deja indiferente el horror desatado a partir de los ataques terroristas de Hamas del día 7 de octubre del año pasado y la consiguiente invasión israelí de la Franja de Gaza, que probablemente se ha cobrado ya más de 30.000 muertos, en su mayoría civiles palestinos, cifra que supera al total acumulado en los 50 años anteriores del conflicto. Entre las repercusiones de la guerra en el resto del mundo, un punto de atención es el elevado número de incidentes que, de un lado, se califican como expresiones antisemitas, y del otro, como expresiones legítimas de protesta y denuncia que sólo se catalogan como antisemitismo para deslegitimar la crítica e invisibilizar la masacre de la población civil de Gaza.

Días atrás se vivió en nuestro país uno de estos episodios: en la marcha del 8M desfiló una cabeza de cartón clavada en una pica con colmillos diabólicos y una estrella de David en la frente. Puede ser que todavía esté en debate qué quisieron representar y qué intención tenían los que la hicieron, pero es indiscutible que la imagen evoca iconografía antisemita bien conocida.

Las líneas siguientes no deben interpretarse como un llamado a castigar a quienes expusieron esas imágenes; la conveniencia de reprimir penalmente este tipo de conductas y la interpretación de los hechos a la luz de la normativa vigente no es el objeto de esta columna. Tampoco pretendo victimizar o poner el foco en la aparente ofensa hacia la comunidad judía uruguaya, mucho menos cuando en el trasfondo se sucede una tragedia infinitamente mayor. Lo que pretendo es simplemente echar algo de luz sobre algunos conceptos equívocos que aparecen en la arena pública cada vez que se produce una escalada en el conflicto palestino-israelí.

En ese sentido, asumamos por un momento la hipótesis de que el muñeco no quiso representar a un judío sino a un sionista (algo que ha sido planteado en diversos medios). La pregunta, entonces, es qué diferencia a un judío de un sionista, y por qué sería válido expresar odio violento respecto de uno y no del otro. Si en alguna de las marchas organizadas como respuesta a los atentados del 7 de octubre hubiese desfilado una cabeza similar, pero con un pañuelo palestino en vez de una estrella de David, nadie aceptaría como válida la explicación de que se quiso representar a un terrorista de Hamas y no a un palestino; seguramente diríamos, con toda razón, que se está usando el grupo terrorista como excusa para proyectar odio hacia los palestinos. En cambio, cuando de sionismo y judaísmo se trata, la separación-identificación entre movimiento político y grupo étnico conforma un juego dialéctico bastante peculiar, en el que, tanto para apologistas como para detractores, la separación entre uno y otro se vuelve nítida o difusa según las circunstancias del caso.

Una posibilidad sería responsabilizar a los propios sionistas por esta confusión. Todo movimiento nacional aspira a representar a la totalidad de los miembros de la nación y no sólo a quienes activamente participan en el movimiento. Con esta lógica, una expresión de odio hacia el sionismo sólo podría ser interpretada como antisemitismo desde una mirada sionista, ya que es el sionista el que pretende arriar a su rebaño a todos los judíos, mientras que el antisionista tendría claro que sus ataques son una expresión política y no de odio étnico racial.

Uno de los muchos problemas de esta hipótesis es que asume que todos los antisionistas, o al menos la mayoría, entienden a qué se oponen. En mi experiencia, preguntadas acerca de por qué asumen abiertamente la etiqueta de antisionista, muchas personas declaran que eso significa estar en contra de la represión que sufre el pueblo palestino o en contra de la ocupación de Gaza y Cisjordania. Eso muestra desconocimiento acerca de lo que es el sionismo, y si bien es llamativo que alguien se defina como “anti” para denunciar la política circunstancial de un Estado, no parece justo calificar esa actitud como antisemita.

Pero por otra parte, algunos antisionistas sí parecen ser plenamente conscientes de que esa etiqueta implica la negación de la legitimidad de la existencia misma del estado de Israel. Esta podría ser una posición válida, que no necesariamente encubre odio o ignorancia, si es que se formula desde una posición antinacionalista, o no nacionalista. Pero en aquellos casos en los que el antisionismo se predica desde la afirmación del nacionalismo como ideología, se está singularizando a los judíos de una manera que es difícil de catalogar de otra forma que no sea antisemitismo.

Una ideología es exitosa cuando el que la profesa no sabe que la tiene; esto es, cuando el sistema de creencias está tan introyectado que pasa a ser la pura realidad, al punto que la persona es incapaz de imaginar siquiera que alguien pueda ver el mundo de otra forma. En ese sentido, el nacionalismo es, por lejos, la ideología más exitosa de la historia. En poco más de siglo y medio pasó de no existir a ser profesado por la casi totalidad de las personas del planeta.

En su forma más simple, el nacionalismo comprende una afirmación de hecho y una normativa. El componente fáctico es que existen grupos humanos culturalmente homogéneos llamados “naciones”, y que cada individuo en principio pertenece necesariamente a uno de ellos. Normativamente, el nacionalismo afirma que a cada nación corresponde un estado soberano con territorio definido, que sería lo que modernamente llamamos un “estado nación”. En síntesis, como decía Ernest Gellner, el precursor de los modernos estudios sobre el nacionalismo, en su obra Naciones y Nacionalismo, lo que pretende el nacionalismo es que las fronteras políticas coincidan con las culturales.

El nacionalismo está tan introyectado que tendemos a pensar que esa coincidencia de cultura y fronteras siempre existió, pero la realidad es que antes del siglo XIX esa situación era absolutamente excepcional. La relativa homogeneidad cultural dentro de los estados que reina hoy es el resultado de distintas formas de limpieza étnica, ya sea por exterminio, desplazamiento o, la mayor parte de las veces, asimilación lograda a través de la acción de la educación pública, la prensa y la industria cultural.

Hacia fines del siglo XIX, en su variante más influenciada por el movimiento romántico, el nacionalismo postulaba una relación mística entre sangre y tierra. Es en ese contexto que el antiguo antijudaísmo europeo, de faz netamente religiosa, comenzó a mutar hacia el moderno antisemitismo, de componente étnico racial, del cual el judío ya no podía escapar ni siquiera por asimilación, como quedó patente a partir de 1895 a raíz del escándalo Dreyfus. Dreyfus era un oficial del ejército francés que sus superiores se empecinaron en responsabilizar en un caso de espionaje a pesar de las abrumadoras pruebas en su favor; el affaire, junto con una serie de pogroms en Rusia, dejó expuesta la precaria situación en la que quedarían los judíos en una Europa en la que los nacionalismos afloraban cada vez con mayor efervescencia. Los antiguos imperios multiétnicos que controlaban Europa central y del este agonizaban bajo la presión de los movimientos nacionalistas y era obvio que ninguno de los proyectos de estados nación que los iba a sustituir iba a ofrecer mayor o siquiera la misma seguridad a los judíos.

La pregunta de qué lugar podrían ocupar los judíos en la nueva Europa de estados nacionales, si acaso alguno, es lo que se conoció como “el problema judío”. El manifiesto El Estado Judío, de Theodor Herzl, señalaba que asimilarse a la población general no era una posible solución: “Podríamos tal vez fusionarnos con las razas circundantes, si nos dejaran en paz por un período de dos generaciones. Pero no nos van a dejar en paz. Por un período nos toleran, y luego la hostilidad resurge una y otra vez. (...) es el odio hacia nosotros el que nos vuelve una vez más extranjeros”.

La propuesta del ensayo de Herzl –cuyo subtítulo era “una solución moderna al problema judío”– era pasar a considerar a los judíos como una nación más entre tantas otras. Y una nación, en sentido moderno, tiene que estar ligada a un territorio, algo que en la percepción popular -propia y ajena- los judíos hacía dos milenios que no tenían.

Si esta negación de las aspiraciones nacionales palestinas es odiosa (y lo es), ¿acaso la negación de las aspiraciones nacionales judías (la esencia del antisionismo) lo es menos?

Sería sin embargo injusto singularizar al sionismo temprano como el único nacionalismo sin territorio. Casi ningún movimiento nacional surge y se consolida con fronteras definidas. El vínculo sagrado que los judíos siempre dijeron tener con su tierra ancestral era tan real, y a la vez, tan imaginario como el de cualquier otra nación con su tierra. La mayoría de las guerras peleadas en el último siglo y medio se explican por el hecho de que esa pretendida identidad entre pueblo y territorio es una fantasía; hasta el advenimiento del moderno estado nación, la cultura no respetaba fronteras políticas. Tampoco la narrativa de opresión y persecución es particular del sionismo; todos los movimientos nacionales son narrativas de victimización.

Lo que sí fue particular en el sionismo es que nace sabiendo que al menos en un principio, no sería mayoritario en ningún territorio al que aspirase. Eso poco menos que garantizaba amargas confrontaciones étnicas, ya sea en tierras de Uganda, Argentina o Palestina, a poco que la conciencia nacional despertara también en los pobladores anteriores. Herzl fue lo bastante inocente como para imaginar en la novela Vieja tierra nueva un estado judío en el que coexistían pacíficamente judíos y árabes, y estos estaban agradecidos por el progreso traído por la inmigración judía. Lo que Herzl no vaticinó es que la misma ola nacionalista que dio origen al sionismo pronto llegaría también a los pueblos árabes del imperio turco, y muchos no aceptarían vivir en un estado nacional que no los representa, así como los sionistas tampoco querían seguir viviendo en estados que no podían sentir como propios.

Entre principios del siglo XX y 1947, entonces, y más aún desde 1933, el sionismo se expande entre la comunidad judía mundial a la velocidad de la pólvora, al influjo de un sinfín de organizaciones que inculcan sobre todo en los más jóvenes un orgullo nacional desconocido para las anteriores generaciones y que motiva a cientos de miles a emigrar y a millones a apoyar económicamente el establecimiento del estado de Israel. Después de 1948 se vuelve mucho más complejo definir qué significa ser sionista. El movimiento bien pudo disolverse, habiendo cumplido su función. El entramado institucional, sin embargo, perduró, así como la identificación emocional de muchos judíos de la diáspora que se siguen llamando sionistas.

Todo este excurso sólo llega a arañar la superficie de la complejidad de lo que significa ser sionista hoy día, y de lo tremendamente difícil que debería ser para un judío moderno definir en qué sentido es sionista, si lo es. Entonces, ¿a santo de qué una persona que tiene cero vínculos con el pueblo judío entiende pertinente pronunciarse acerca de la legitimidad de ese movimiento nacional? Sería más entendible respecto de una persona que reniegue del nacionalismo como ideología, pero en ese caso, el antisionista debería también negar la legitimidad de la causa nacional palestina, cuando en la práctica los antisionistas normalmente la afirman.

Algunos antisionistas afirman que los palestinos sí tienen carácter de nación y los judíos no, generalmente sobre la base de que el judaísmo es simplemente una religión. En esa línea, no es raro que a los judíos ateos y que no tenemos intención de vivir en Israel o no nos definimos como sionistas, se nos diga “vos no sos judío”. Hoy día, imponerle o negarle a alguien una identidad sexual, racial o de género se considera una conducta odiosa; ¿por qué es aceptable, entonces, decirle a otro si puede válidamente sentirse judío?

Esa casi inexplicable necesidad de tomar partido sobre una causa nacional que le es ajena (no sobre las ocupaciones o el sufrimiento del pueblo palestino, que es entendible y compartible, sino sobre la legitimidad misma de la causa nacional judía) hace al antisionista indistinguible del antisemita a la vista de muchos judíos. La diferencia es que el antisemita de antes deploraba al judío por ser un elemento extraño en el propio país del antisemita, mientras que el antisionista de hoy deplora al judío por ser un elemento extraño en el país de los palestinos.

Por cierto, una posición muy extendida dentro del campo sionista implica negar el carácter de nación a los palestinos, con la lógica de que nunca hubo un estado palestino, que no existía una identidad palestina antes de mediados del siglo XX y que en realidad la nación "verdadera" a la que pertenecen es la nación árabe. Si esta negación de las aspiraciones nacionales palestinas es odiosa (y lo es), ¿acaso la negación de las aspiraciones nacionales judías (la esencia del antisionismo) lo es menos?

La interpretación más caritativa de qué es lo que significa ser antisionista –esto es, la que menos evoca actitudes antisemitas– es que lo único que implica es desconocer la legitimidad del estado de Israel en el territorio establecido en el plan de partición de la ONU de 1947, reconociendo que el vínculo especial de esa tierra es con la nación palestina y no la judía.

Desde luego que, desde una óptica nacionalista y en el plano especulativo, se podría sostener que los argumentos palestinos para aspirar a un estado “desde el río hasta el mar” son mejores que los argumentos sionistas. También se puede sostener lo contrario. Entrar en la lógica del nacionalismo implica meterse en un laberinto sin salida, contrastar narrativas de victimización, mitología y regresiones al infinito. Por esta razón, el derecho internacional de los últimos 50 años ha optado por afirmar el principio del uti possidetis, que se resume en no redibujar más fronteras, ya que cualquier dibujo va a ser tan ilegítimo como el siguiente.

Y así las cosas, los judíos de la diáspora nos encontramos atrapados entre dos alternativas complejas. Por un lado, el sionismo, un movimiento que trajo orgullo y seguridad a un pueblo que parcialmente había forjado su identidad en la humillación y la tragedia, pero que al mismo tiempo obliga a abandonar las particularidades que definieron la identidad judía por siglos, especialmente su vocación universalista y transnacional, “rebajando” –si se quiere– la identidad judía al estatus de una nacionalidad como cualquier otra. Evidentemente, si nos seguimos identificando como judíos de la diáspora es porque no nos interesa sustituir una nacionalidad por otra, ni creemos que el futuro de la identidad judía deba confinarse sólo a Israel.

Pero en el otro extremo, tenemos el creciente antisionismo que nos rodea en nuestros propios países. No lo confundimos con la crítica honesta (cuando no directamente compartible) a las ocupaciones o a la invasión de Gaza, o con la solidaridad con la causa nacional palestina (una causa fundada en una combinación de agravios legítimos y mitos, como lo es también el sionismo y toda otra causa nacional). Pero cuando vemos que para mucha gente el antisionismo se convierte en una identidad política, casi en una ideología en sí misma, cuando el vocablo “sionista” se utiliza como insulto y da vía libre para justificar expresiones tan violentas como desfilar una cabeza en una estaca, es difícil no ver los paralelos con el antiguo odio antisemita. Y el antisemitismo es el mayor reclutador del sionismo.

Darío Burstin es abogado, cursó estudios sobre nacionalismo en la Central European University (Budapest).