Hace unos días en la terminal Goes la representante del Movimiento de Participación Popular (MPP) Bettiana Díaz hizo un video en Tik Tok que suscitó cierto revuelo en la twittercracia y los medios se hicieron eco (como pasa siempre, la dictadura del clic los convirtió en meros repetidores de Twitter).

Al ritmo del chicloso éxito “488 kilómetros de ida”, hizo un baile con otros militantes del Frente Amplio luego de que le preguntaran: “Bettiana, ¿cuánto caminarías para que el Frente Amplio vuelva a ser gobierno?”. Los comentarios en redes le cayeron con todo, alegando que es una diputada, que no tiene contenido político y que es puro show y humo. Siendo sincero, caerle justamente a ella es algo injusto.

Al día siguiente, el ministro del Interior, Nicolás Martinelli, en un intento de querer emular al anterior ministro Jorge Larrañaga, cayó de sorpresa en un operativo policial. Los policías, en el medio de un operativo antidrogas, ven que llega de sorpresa una camioneta y casi emprenden a tiros sin saber que dentro se encontraba el mismo Martinelli. El objetivo del ministro no era operativo, no había informado a los policías que estaban en un procedimiento, sino que quiso mostrarse como un ministro presente, pero terminó demostrando que cree que los procedimientos policiales son como los que se ven en el programa Policías en acción.

Estos dos hechos aislados son parte de un mismo fenómeno, que es la farandulización de la política, donde el contenido no importa, el mensaje tampoco, sino que lo importante es la cantidad de exposición que se puede llegar a lograr.

La revolución de los mass media permitió consolidar a nivel mundial a la sociedad de la información, que implicó un cambio enorme. Desde ese cambio parte del tiempo vital de los individuos pasó a estar destinado al entretenimiento vía los medios de comunicación y la masificación de la televisión, y las señales satelitales impusieron un cambio enorme a nivel social.

Los espectadores empezaron a dedicar más parte de su tiempo vital a los mass media, en su mayoría al consumo de contenidos con baja elaboración, con una representación simple y caricaturizada de la realidad. Talk shows y realities como los de Laura Bozzo, Caso cerrado, o programas como Showmatch (antes Videomatch) o Gran Hermano popularizaron figuras con dudosa complejidad intelectual, pero con un éxito masivo y un poder de movilizar a millones de personas (y dólares) con una simple mirada a cámara. De esta manera, para los políticos, congraciarse con estos personajes era crucial. El caso más paradigmático en el Río de la Plata se dio entre Marcelo Tinelli y Carlos Menem.

En los 90 ya la política comienza a mimetizarse con las formas y maneras del mundo del espectáculo. Los códigos de la comunicación de este último actuaron como sustancia activa y comenzaron a introducirse en el mundo político, que de manera pasiva se vio influido y moldeado por el mundo del espectáculo.

Para el político, al ser visto y oído, la imagen pasa a ser fundamental. Desde el conocido debate entre Kennedy y Nixon, donde la imagen pasó a ser todo, tenemos personajes carismáticos que supieron manejar la cámara como pocos. Un dueño de medios como Berlusconi, Collor de Mello (un exmodelo), un carismático como Menem fundaron parte de su cuota de poder con base en su manejo de los medios.

En Uruguay (después, siempre después) recién lo logra José Mujica con un manejo magistral de la imagen, convertido en la imagen de la no imagen. La autenticidad hecha persona, donde Mujica no es Mujica sino una idea deconstruida de lo que debería ser, más allá de lo que el propio Mujica es. Y como este fenómeno llega tarde en Uruguay, al mundo digital internacional llega en el tiempo justo para ser un influencer político en la era de internet y uno de los primeros rockstars políticos de la política de internet.

El segundo tiempo de la revolución que nos llevó a la sociedad de la información es el proceso de informatización. Como un motor a reacción, internet y las redes sociales fueron el proceso de poscombustión que impulsó el proceso que había tenido lugar hacia nuevos horizontes imprevisibles.

En un proceso de democratización de la fama, en la realización de la visión de Andy Warhol donde todos tendrían sus 15 minutos de fama, con sólo pulsar una pantalla hoy todos pueden potencialmente lograrlo. Como si fuera una ensoñación del gran artista pop, en el horizonte del mundo del entretenimiento irrumpió de forma bestial la figura del influencer.

Cada aspecto remoto de la personalidad humana es pasible de ser colonizado, medido y vendido por un influencer.

El influencer no es más que la representación de una idea materializada en una persona. Es el símbolo de algo que él mismo dice representar y ser, pero puede ser de forma materializada en la imagen de un cuerpo (por ejemplo, Marina O’Neill: @marioneill) o de forma anónima (@canariafemcell), por lo cual puede ser tanto público como anónimo y se puede expresar tanto de forma escrita, en audio, imagen, video y cualquier otra forma en la que un ser humano se pueda comunicar y exista un medio que lo transmita. Los hay por sus habilidades físicas, los hay espirituales, económicos, intelectuales, por su belleza, por vender su sexualidad. En fin, cada aspecto remoto de la personalidad humana es pasible de ser colonizado, medido y vendido por un influencer.

Luego de 20 años de instalado el consenso de Washington, construido por la socialdemocracia europea poscaída del Muro y el neoliberalismo anglosajón que conducen la globalización, se le comenzaron a ver las costuras al modelo y las fallas sociales se hicieron evidentes. Por lo general el mundo del entretenimiento es el hábitat natural del influencer, pero, así como pasó con la sociedad noventera y televisiva de la farandulización en términos más clásicos de la política, también se dio una invasión del modelo de comunicación del influencer en la política. En esa frustración iniciada por la supercrisis de las hipotecas subprime de 2008, emerge la figura del político influencer que viene a traer un aire de cambio social. Barack Obama es el primero en realizarlo, saliendo de las redes como punto de partida, pero donde se perfecciona el modelo es en el affaire de Cambridge Analytica y el brexit.

El manejo de datos aplicados a las elecciones, sumado a personajes farandulescos con un mensaje claro y rupturista, fue la combinación ideal por la cual, como en un misil teledirigido, se apuntó directo a las conciencias de los electores. En ese torbellino apareció la figura de un viejo conocido de la farándula estadounidense como Donald Trump, el primer candidato millennial Nayib Bukele y el rockstar del momento, Javier Milei.

Javier Milei, cabalgando el algoritmo, conquistó las urnas nada más y nada menos que con el peronismo enfrente. Pero en el tono diario de su campaña no se discutió su plan motosierra o el plan licuadora, se discutió si clonaba a sus perros, si tenía sexo con su hermana, o si había contratado a su novia. Él –con campera de cuero, rodeado de un plantel de figuras políticas mujeres cuya vestimenta y apariencia recordaban más a un programa de Olmedo o Francella que a la tradicional idea de un equipo político– resultó ser una figura conocida para las clases populares argentinas, donde el capocómico rodeado de vedetes es un tipo simpático.

Y esa es la tónica de la política de farándula en tiempos del influencer, donde los puntos de discusión no son políticos, sino más adecuados para programas de chimentos como LAM o Algo contigo que para la tertulia de Cotelo. Donde el debate se corre del aburrido lugar de discutir políticas de largo plazo (o la ausencia de ellas, como es el caso uruguayo) y sí discutir cuestiones de alcoba, chistes, encuentros o cruces banales entre políticos, principalmente en la ex Twitter.

El actual presidente Luis Lacalle Pou, con un carisma bestial, también conquistó las redes al ser uno de los primeros políticos en usar Twitter, con una imagen moderna donde se lo puede ver corriendo olas, recorrer el este en su Harley Davidson, o verlo acompañado de atractivas modelos, en un mix que funde al clásico playboy (al estilo Isidoro Cañones) con el influencer que conquista a todos a golpe de selfi y que, pese a que sus detractores critiquen cada una de sus apariciones, es simpático para la mayoría de la población.

En el Uruguay de hoy ya tenemos nuestra política del influencer; basta ver las redes de los distintos representantes nacionales, senadores, ministros, candidatos. Incluso el adusto Guido Manini Ríos se presta para sus ridículos tiktoks. Incluso acciones de gobierno, como por ejemplo la de Martinelli (que casi le cuesta la vida), son más pensadas en clave de reality show que en un hecho político real. El problema es que nadie está preparado para los escándalos de la farándula que trae aparejados esta nueva forma de comunicar en política. Este es el caso del candidato del Frente Amplio Yamandú Orsi, a quien se lo acusó de atacar a una trabajadora sexual trans mientras recibía una felación, e incluso se dieron, según Romina Celeste, otros detalles escabrosos. El tema es que no importa si el hecho en cuestión existió o no, sino que importan el enchastre y el escándalo. Lo único que importa bajo este nuevo paradigma es la ficcionalización del hecho en sí, como en un reality show o como en lo que son intrínsecamente los influencers: una representación. Quizá el único influencer vinculado con la política sea el expolítico, músico y ahora entrevistador Bautista Gil Castillo, más conocido como Bauti Gil, que domina los medios digitales como ningún otro en el medio.

Quizá los bailes en Tik Tok o la emulación a los influencers de los políticos parezca algo inocente o sin sentido. Pero tienen que saber que se meten en un terreno nuevo y desconocido para Uruguay, porque si la comunicación es vacía, banal y en clave de farándula, también los debates y los problemas serán en clave de farándula.

Marcelo Núñez es analista en comunicación.