Domingo Arena nació en Calabria y llegó con su familia a Uruguay cuando tenía siete años. En Tacuarembó, su padre terminó haciendo composturas de calzado y su madre como trabajadora rural, pero los Arena se las arreglaron para que Domingo completara su educación y pudiera estudiar en Montevideo. Se recibió de abogado, y antes fue jornalero, atendió una pulpería y trabajó en la fiscalía civil de Montevideo. La tarea que lo marcaría más a fondo, sin embargo, sería su ingreso en 1902 al diario El Día, que Batlle y Ordóñez había fundado como plataforma política en 1880. Según el profesor Miguel Lagrotta, que prepara una biografía de esta figura y que habló sobre “Domingo Arena: realidades y utopías. Inmigrante, periodista y político leal”, el acercamiento a El Día se produce tras reiteradas apariciones del joven estudiante al local del diario en procura de entradas gratuitas para concurrir al teatro. Arena ya había ganado un concurso de cuentos, y aunque la política y el periodismo le harían abandonar la ficción, el antecedente le franqueó el ingreso como redactor. La recopilación de relatos Cuadros criollos y escenas de la dictadura de Latorre fue editada en el año de la muerte de Arena, y en ella puede apreciarse su afición por recuperar escenas de la vida cotidiana en la zona fronteriza con Brasil; “El burro de oro”, según el Nuevo Diccionario de la Literatura Uruguaya, “merece figurar entre las más logradas descripciones costumbristas de nuestro ambiente rural”. En el periodismo, como en todas las actividades públicas que emprendió, Arena protagonizó una carrera meteórica. Comenzó como cadete y llegó a ser director de El Día, pero por sobre todo se transformó, gracias a su buen humor, en uno de los hombres de confianza del fundador del diario.
Anarcobatllismo
De acuerdo a Gerardo Caetano, que dictó en el CCE la conferencia “Domingo Arena y el republicanismo libertario en el Uruguay del 90”, el político y periodista es “una figura lamentablemente olvidada, pero fuente de inspiración vigente”. Así, Arena se inscribiría “en una tradición política que ha transcendido a los partidos, que forma parte de corrientes que nutren a la nación más allá de su origen partidario”. Caetano rescató el ambiente con el que Arena alternó en la redacción de El Día y luego en el parlamento; dan una idea los nombres de Carlos Vaz Ferreira, José Enrique Rodó, Pedro Figari y Emilio Frugoni, pero también corrientes más impersonales, como el anarquismo que llegaba como ideología de varios compatriotas de Arena o los pregoneros de las ideas del filósofo Karl Krause, de gran influencia en España y también en la formación del batllismo. A pesar de su cercanía con Batlle, Arena no fue un yesman (un amanuense que dice a todo que sí) del líder político, sino un pensador que discutía íntimamente con él, pero que públicamente le era leal, según Caetano. La correspondencia que Batlle le envía a Arena entre sus dos presidencias da testimonio del grado de confianza entre ambos. Arena llegó a autodefinirse como “la hiedra del muro ciclópeo” que era José Batlle y Ordóñez, y la metáfora edilicia tuvo un correlato literal, ya que Arena ofició de “capataz” de la construcción de la legendaria casa de Paso de la Arena cuando el ex (y futuro) presidente estaba de viaje. “Domingo Arena era un bohemio, un libertario. Es difícil pensar en él sin pensar en la libertad. Romántico, idealista, pasional, hacía política persiguiendo utopías”, observó Caetano, quien también destacó su actividad como “parlamentario brillante, gran orador, gran periodista, gran negociador y operador tanto dentro como fuera del partido. El Partido Colorado cultivó la participación política de la manera más radical en que se la haya practicado en el país por partido alguno: convención nacional, departamental, consejo ejecutivo nacional, departamental, agrupación nacional de gobierno, clubes seccionales donde todas las autoridades eran colegiadas y tenían presidencia rotativa. En 1925 la Convención se reunió 50 veces, casi una vez por semana; Batlle, que tenía 69 años, mantenía entre cuatro y cinco reuniones semanales. Toda esta organización en red que debatía permanentemente se formó a instancias de Batlle y Arena”.
Historia privada
Arena, como la mayoría de los batllistas, fue profundamente anticlerical (lo que no le impidió contraer matrimonio por iglesia para satisfacer los deseos de su pareja, que murió al poco tiempo de la ceremonia). La investigadora Graciela Sapriza desmitificó algunas facetas de esta filiación y el conocido protagonismo de Arena en la aprobación de las leyes de divorcio. Su trabajo “Amor, amistad y política: Domingo Arena, Batlle y Matilde Pacheco” fue un repaso de la serie de sucesos personales que tal vez determinaron los distintos procedimientos mediante los cuales el batllismo fue limitando el poder de la Iglesia Católica en el Estado uruguayo. Ironizando sobre el eslogan feminista “lo personal es político”, Sapriza dio cuenta de los “desaires” de los que fue objeto la esposa de Batlle por haberse casado en segundas nupcias con éste (y por haber tenido tres hijos con él antes de oficializar la relación) y de los contraataques políticos que el batllismo operaba en el marco jurídico (Ley de Divorcio de 1907, la supresión de imágenes religiosas en las escuelas en 1907, los proyectos de separación de Iglesia y Estado) y rescató el apoyo que las primeras sufragistas les dieron a las iniciativas batllistas que fomentaban la autonomía de la mujer.
Obrerismo sui generis
“Domingo Arena, el movimiento obrero y los proyectos de limitación de la jornada laboral” fue la contribución de María Rodríguez Ayçaguer al homenaje organizado por el CCE. “Es difícil leer sus discursos y no emocionarse ante su defensa por los más débiles”, dijo la profesora, que también destacó el trabajo de Arena en favor de los oprimidos del hogar (mujeres e hijos naturales). “Era la mano derecha de Batlle, pero radical”, opinó Ayçaguer, quien bromeó sobre el “tufillo marxista” de algunos aportes parlamentarios y periodísticos de Arena. En sintonía con Batlle, que sostenía que los obreros tenían “el derecho y el deber de organizarse y luchar” -Ayçaguer recordó su apoyo tácito, como presidente de la República, a la huelga general de 1911 y su diálogo con el poeta Líber Falco-, Arena fue un gran defensor de las medidas de protesta sindical; sin embargo, también era el mismo hombre que escribió en El Día que “esta lucha entre obreros y patrones no debe verse como una verdadera lucha de clases, como algunos pretenden entenderlo. No es raro que un obrero, por su esfuerzo constante y ayudado por la fortuna, se transforme en patrón y tenga que seguir la corriente de todos los patrones, ni es imposible que algún patrón o alguno de sus hijos concluya como obrero. De manera que en el fondo no hay razón para que patrones y obreros se traten como adversarios, y mucho menos como adversarios irreconciliables”. También Arena escribía, en 1905, que “ la índole, los procedimientos y las tendencias de los colorados no puede decirse que sean socialistas; pero no puede negarse que la índole, los procedimientos y las tendencias de nuestro partido [llevan] a cultivar con el socialismo, y en general con las clases obreras, cierta cordial simpatía”. En este doble juego es posible ver las contradicciones internas del discurso batllista, que durante mucho tiempo operaron a su favor (y que explotaron a fines de los años 50), contradicciones que el politólogo Carlos Panizza tipificó, siguiendo a Gramsci, como “transformismo” de ese movimiento. Ayçaguer recordó también que fue José Enrique Rodó quien, durante el gobierno de Williman, entre las dos presidencias de Batlle, presentó un informe parlamentario que deshacía las conquistas laborales alcanzadas, intentando en cambio ampliar el horario obrero. Sería también otro seguidor de Rodó, Carlos Real de Azúa, quien criticaría duramente la “postura hedonista” de Arena y Batlle, bajo cuyo influjo “se crea el tiempo libre y los lugares para disfrutarlo a través del embellecimiento de la ciudad, la concepción de la rambla y la construcción del Estadio Centenario”, según la conferencista.
De lado izquierdo
“Si no hubiera habido batllismo en el Uruguay, hubiera sido socialista, seguramente anarquista”, escribió Arena, y Caetano recordó cómo a principios del siglo XX se hablaba de “anarcobatllismo”. Para Caetano, la importancia de Arena surge al examinar la constitución de la matriz de ciudadanía, que, aunque amenazada, aún es imperante en nuestro país; ésta “no es fruto de una hegemonía ideológica, sino de intersección amplia de múltiples procedencias”. Su síntesis sería un “republicanismo liberal”, una “manera de concebir la nación como república que nos impregna todavía hoy, con la libertad entendida en sentido positivo, par, y con una concepción de la política fundada en el ciudadano virtuoso”. Ahora bien, esa visión republicana “deja afuera al liberalismo anglosajón, más fundado en el individuo, desconfiado de la política y del Estado, y del sentido de bien”. En ese contexto, Arena “transvasó” la matriz “en un sentido republicano” de sentido libertario. “Su concepción de la libertad era tan radical que no podía sintetizarse con el liberalismo anglosajón. Arena se definía como liberal a la francesa, pero cruzaba republicanismo con ideas del anarquismo”, algo evidente en “su profunda sensibilidad social, respecto a la cuestión obrera” y a su relación con los líderes sindicales.