A Amanda Berenguer, autora de uno de los mejores poemas de la lengua, “Las nubes magallánicas”, no le gustaba que la llamaran “poetisa”. Solía bromear que, por ser ella petisa, quería que se le dijera, así no más, sin marca de género, “poeta”. En su velatorio, el Ministerio de Cultura pareció entender parcialmente su disgusto y envió una corona de flores proclamándola poetiza.
La ortografía es apenas una tiranía de la lengua, y dice menos sobre la capacidad de expresión que sobre el cumplimiento de ciertas reglas, que son las reglas del Estado. Así, el Imperio Romano se extendía hasta donde se extendiera el latín, en cuyos participios y declinaciones se sostuvo el Dios de Occidente hasta que la Reforma de Lutero imprimió la Biblia en alemán. Las lenguas de imperio suelen ser obsesivas, y también el castellano. Ni bien erradicados los árabes en 1492, el cardenal Nebrija hizo entrega a Isabel la Católica de la primera gramática castellana, que no sólo celebraba la desaparición del árabe del territorio y de todo otro Dios que no fuera el de Roma; también, según advertía Nebrija, sería de extrema utilidad a Cristóbal Colón en su empresa de convertir infieles. De todos modos, Dios y el Estado divorciaron lenguas. La Corona convirtió la gramática en arma de conquista y colonización, al punto de que a los indígenas mexicanos, por siglos, se les inhibía el acceso al castellano, que tramitaba las leyes, reglamentos y sucesiones, y sí se les enseñaba latín, lengua de la liturgia que traducían desde y al náhuatl.
El proceso de secularización, y de entronización del Estado moderno tampoco fue ajeno a la pulcritud del ortógrafo. Así, otro cardenal, Richelieu, consolidando la monarquía francesa, fundó en 1635 la Academia, con la misión de fijar el francés, normativizarlo y homogeneizarlo en todos los súbditos. Su primera tarea, claro está, fue elaborar el diccionario de la Academia, ejemplo que seguiría la Corona española.
Si todo esto es traducido a nuestros días y entorno, debería entenderse que un graffiti en la calle Canelones que reza “arden las hurnas” no es incorrecto en términos expresivos sino apenas en ortográficos. La mala ortografía de un graffitero puede ser entendida como manifestación, consciente o inconsciente, de su rebeldía respecto a los aparatos de reproducción ideológica del Estado, que respiran gramática y preceptiva ortográfica. Ahora bien, ¿qué pensar cuando es el Estado, a través de su Ministerio de Educación y Cultura, el que se pronuncia con semejante imprecisión? ¿Contra qué se está rebelando ese Estado con su corona mortuoria? ¿Está enterrando, con Amanda, a la ortografía? ¿O se está enterrando a sí mismo?
Si se revisan las publicaciones, comunicados, etcétera, tanto del ministerio como de la Dirección de Cultura, se verificará que difunden apasionadas erratas y solecismos, como si quisieran sabotear todo aquello que promueven. Así las cosas, durante el Día del Patrimonio, el ministro de Cultura, Ricardo Ehrlich, salió a bartolear el desaguisado cometido al equivocar, en la publicación oficial del evento, determinadas ciudades en el mapa de nuestro país, depositando las culpas en apuros y encargados de diagramación, en lugar de advertir que una equivocación oficial no puede ser atribuible a particulares: se trata de un error del ministerio, y, por lo tanto, del Estado, que como tal debe asumirlo. Cuando el país empieza a borrar sus ciudades, mapas y mejores poetas está a punto de convertirse en otra cosa, en algo así como el Uruway, o en el You are gay que patrocina el globo terráqueo de Bart Simpson. A fin de cuentas, la emancipación derrochó sangre para que escribiéramos el nombre como Uruguay y no como Uruguai, según estila el portugués.
En última instancia, estamos siendo atacados por una descomunal dejadez editorial, advertible, por ejemplo, en las ediciones de apuro que sacan ciertas multinacionales castellanas del libro que, no contentas con agredir consuetudinariamente los textos en base a traducciones imposibles, ahora, a fuerza de erratas y desprolijidades, dejan irreconocibles títulos alguna vez consargados. Abrir en la reciente Feria del Libro títulos de Cortázar o Nietzsche, por ejemplo, era como abrir atroces cajones de erratas. Y a propósito de esa feria, la errata se ha convertido en mal viral. No sólo las editoriales nacionales incurren en fieros gazapos; la Cámara del Libro distribuyó un programa en el cual los nombres de los escritores figuran, cuando figuran, pervertidos. Es obvio que, en lo relativo a nombres propios, los correctores automáticos de Word no han aprendido a ejercer su magisterio; en esos casos cumple a quien redacta, a quien edita, a quien imprime, revisar de quién se trata esa anomalía ortográfica, el autor. Pero como parece que de momento a nadie debiera importar ni el nombre ni siquiera la profesión del autor, cautelarmente descansa en pas, kerida Hamanda.