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Al final, no tenía razón de haberse puesto así de paranoico. De mostrarse tan al ataque cuando se estaba defendiendo. ¿De qué? ¿De quiénes? En eso, como en casi todo, Gustavo Escanlar vivió equivocado. Como todos. Pero él persistía en sus errores, los gozaba, los repetía, por escrito, gritándole al micrófono, encarnando en cámara un personaje tan igual y tan distinto a sí mismo.

Lo suyo era el barullo del trueno. A veces, el brillo del relámpago. Con frecuencia, la profundidad del bache. No cualquier trueno ni cualquier relámpago. Ni cualquier bache: uno en 18 y Yaguarón donde se van de nariz los trolleys. Lo suyo no era el análisis. La crítica tampoco. Lo suyo era la expresión. Esto me gusta, esto no me gusta. Pero elegía el cartel más grande, el tipo de letra más excéntrico, los colores más chillones. Escanlar era el periodista y la noticia. La noticia era qué pensaba (cómo se sentía) Escanlar frente a la noticia. La noticia era la cámara. Le hubieran bastado cuatro letras: si-no. Eligió todo el alfabeto. Y en eso podrá haber iguales a él, pero no mejores.

Se murió. Él parecía desear en vida dos respuestas ante su hacer. Desprecio o amor incondicional. Burro. Genio. Facho. Trans-gre-sor. Drogadicto de mierda. Amante padre de familia. Burgués y aburguesadito. Marginal. Traidor. Traicionado. Escalar. Escalcar. Escandalizar. No entendés nada, Escanlar. Cien por ciento de acuerdo contigo, Escanlar. Y nada de eso era verdad.

Nunca es verdad. Nadie tiene toda la razón ni está equivocado en todo. Nadie puede estar cien por ciento de acuerdo con otro, ni siquiera con uno mismo. Ni negado ni gurú, Escanlar. Ni fundamental ni superfluo, Escanlar. Lo jodido es que él perseguía una respuesta, no dos. Quería que lo quisieras, aunque te la hacía difícil. Difícil que él supiera que tantos uruguayos lo querían y apreciaban, que tantos iban a lamentarse de su ausencia y extrañarlo. Por eso su muerte es tan triste.

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